Canon sobre canon, o el fracaso de lo queer

Una visita a los Giardini de la Bienal de Venecia: el Pabellón de EEUU como entropía colorida y esquizoide del arte contemporáneo –bienalizado– actual

«Ante la pregunta de si la vida merecía o no la pena, él siempre respondía que sí, y le bastaba un motivo para afirmarlo: la Bienal de Venecia». Así comienza El fracaso de lo bello, de Pablo Caldera, aunque en realidad Caldera no escribe «la Bienal de Venecia», sino «la belleza», pero a los pocos párrafos recoge una serie de consideraciones sobre la contemplación escritas por Jean-Paul Sartre en 1953 en un diario de viajes alrededor de la propia ciudad de Venecia. En estos apuntes del filósofo francés, que se jactaba de conocer al dedillo la ciudad –aquella que fuera para él epítome de la belleza–, Sartre1 aseveraba que Venecia no era una isla, sino un archipiélago: un archipiélago de orillas en donde el objeto de deseo siempre estaba enfrente. 

Podemos ahora pensar en otro archipiélago –dentro de este archipiélago que anunciaba Sartre–; aquel sin el cual la vida –por lo menos la de muchos artistas, curators, collectors y demás animales silvestres– no tendría sentido: la Bienal de Venecia. Compuesto por pequeñas islas, que se alzan a modo de pabellones, como monumentos huecos dispuestos a recibir cada año a quienes quiera que sean los invitados, Giardini adopta la configuración del archipiélago de la que hablaba Sartre, y que retoma Caldera, reiterando igualmente a cada paso el objeto de deseo. 

«Lo queer siempre está enfrente». Debiéramos, tras la visita fatigosa y decepcionante de las decenas de pabellones que habitan estos jardines bienalizados, reformular ahora la frase. Y con lo queer no me refiero a lo cuir, una lectura poética y discursiva de las disidencias sexuales con respecto al sistema cisheteronormativo –cargadas de contenido político e imantados con la valencia disruptiva de lo torcido e irreverente–, sino más bien a un pastiche kitsch, facilón y popero, de sencilla digestión para un estómago hambriento de un antagonismo mainstream hiperestetizado e inofensivo, a ritmo de house o a reguetón y constantemente golpeado por un estallido de colores, a lo Okuda. Cuando todo falla, todo falta (o más bien al contrario: todo está esparcido como una totalidad imprecisa, eyaculado por doquier, como un dripping pollockiano incontenible o los ecos de unas risas enlatadas), no hay discurso ni propuesta reflexiva ni de investigación: «la belleza sirve de coartada», que diría Caldera. Fracaso por un motivo doble: lo bello y lo queer caídos en combate.

La Bienal de Venecia asume un corte absolutamente identitario en sus propuestas, en las que escasea la calidad artística. Dominan las utopías queer, la celebración transgénero, los antepasados justos, la indigeneidad, la migración, el «arte outsider» realizado por mujeres o la artesanía como metáfora de la comunidad pero, como escribía Ben Davis a propósito de este Giardini queerizado, toda esta retórica de centrarse en los marginados vira hacia un «cliché insostenible». Y anunciaba con aplomo ya hace unos meses: «No es más que otra bienal ‘woke’ obsesionada con la identidad». En una línea crítica semejante, el exdirector del Museo Reina Sofía, Manuel Borja-Villel, explicaba en un artículo escrito para Artforum que «la ‘extranjería’ de Foreigners Everywhere responde a un carácter identitario. Unifica sujetos y colectivos muy diferentes cuyos conflictos se diluyen en una suerte de esencia que los condena a ser siempre los mismos». La «extranjería» como hipóstasis woke, como esencia metafísica o solución de continuidad…, estos han sido algunos de los dardos más punzantes arrojados contra la Bienal que estos días finaliza. Pero no temamos en exceso; accedamos de cabeza, ahora que esta fiesta del arte contemporáneo está a punto de finalizar, a uno de sus pabellones más divertidos y coloridos. A ver qué sucede.

Adentrémonos, para empezar, en el sumun de lo banal y lo despolitizado de esta expresión queer al servicio de una categoría tan amplia como vaciada: la del extranjero y la extranjería, paraguas teórico que sostiene Adriano Pedrosa, a falta de chubasquero amarillo chillón, como marco conceptual de la actual Bienal de Arte y donde se (con)funde un poco de todo: lo queer, lo indígena, las personas migrantes, etc. Todo ello desjerarquizado y ecualizado con una misma y melódica frecuencia, una armonía uniforme y sin texturas.2 Adentrémonos en el Pabellón de Estados Unidos.

En caso de envalentonarse, el paseante que ronda la Bienal será bienvenido, en su acceso al pabellón estadounidense, con el brilli brilli más opulento y esquizofrénico, donde todas las minorías, disidencias, identidades no-hegemónicas y luchas componen un alegre totum revolutum. Ya antes de entrar nos topamos una fachada estridente, con colores chillones y unas banderolas con emblemas a modo de ocurrencias baratas (PAST + FUTURE = PRESENT), lo cual no anima al espectador a imbuirse en esta experiencia inmersiva, en la que el visitante sufre de un electroshock anestesiante de formas geométricas, música a todo trapo, discursos facilones de empoderamiento de las minorías (¿cuáles? Todas), unido a un optimismo colorido que revisa «críticamente» la historia de los EEUU para generar lo que Abigail Winograd, una de las comisarias de la exposición, denomina como «hermosos caleidoscopios, que son alegres, festivos y críticos al mismo tiempo». Alegre y festivo, ¡qué maravilla! 

Nada más lejos de la realidad, en una primera panorámica del pabellón, nos topamos con la más genuina pesadilla colorida: una pantomima artística múltiple que se extiende sin fin y en todos los formatos, pintada y esculpida, cantada y bailada. La banalidad en su estado puro: despolitización del arte por hiperestetización de la(s) política(s) identitaria(s). Si queremos sintetizar los ingredientes de este Pabellón, habrá que sazonar la receta curatorial de la manera siguiente (he aquí la fórmula del reciente éxito bienalizante): un poco de op art, por supuesto una buena dosis de cultura rave, además de alguna referencia a prácticas ancestrales, brujería y alguna mención a tribus indígenas, también una importante cantidad de cultura queer. Todo ello refrendado por algún pensador de referencia internacional (siempre se puede echar mano de Walter Benjamin, Foucault o semejantes) y finalmente emplatado con estética drag y encuerpado, en este caso, por el protagonismo reiterado del mismísimo artista, el propio Jeffrey Gibson,3 auténtica estrella de esta cúpula dedicada a la hiperestetización de cualquier causa imaginable, de todas las que uno pueda imaginarse conviviendo al mismo tiempo.

Bajo titulares como «Jeffrey Gibson es el primer indígena de EEUU con exposición individual en la Bienal de Venecia» (The San Diego Union Tribune, 18 de abril de 2024), se ocultan algunas realidades sociales flagrantes que quizás no escandalicen en este punto de la vida a casi nadie: la representación elitizada, excéntrica y distanciada de las minorías. En el caso Gibson, un choctaw de Mississippi con ascendencia cherokee que es una suerte de Okuda un poco más leído, se trata de un artista que lleva décadas viviendo en Nueva York y que ha sabido, al amparo de una lectura identitaria de su obra y trayectoria, tocar las teclas adecuadas para ubicarse en un mainstream artístico aparentemente politizado, más banal o perverso cuanto horrendo en su formalización. Sin embargo, parece que su receta funciona.

Y tanto que funciona (la receta capitalista, me refiero: la que pone en práctica Foreigners Everywhere, la de absorber la disidencia de la mejor manera que conoce el capitalismo, que es convirtiendo todo en mercancía y ocultando las condiciones de producción). Lejos de ser la excepción, este tipo de propuestas en la Bienal de Venecia son la norma (la norma a la hora de abordar la minoría, el margen). En cambio, la cuestión de la representación de «las extranjerías» y «disidencias» debe atenderse con lupa, analizando con rigor quiénes encarnan estos relatos y ponen la cara visible, quienes dibujan estos imaginarios y qué prácticas son visibilizadas. Encontramos en la Bienal de Venecia que artistas de Uganda, El Salvador, Puerto Rico, Líbano, Sudáfrica o Palestina tienen actualmente su residencia en el país norteamericano (en casi todos los casos en Los Ángeles y Nueva York). 19 artistas de esta edición residen actualmente en Estados Unidos, mientras que 9 murieron en este país (a pesar de que todos ellos nacieron en países diferentes). Esto nos remite a aquella reflexión que plantea Martha Rosler sobre la efectividad, potencialidad y problemáticas de las bienales en su libro Clase cultural. Arte y gentrificación (concretamente en el capítulo «¿Tomar el dinero y correr? ¿Puede ‘sobrevivir’ el arte político y de crítica social?»), donde además de comentar que «lo vendible es lo diferente pero no lo demasiado diferente», explica que en las bienales:

no es raro que aquellos artistas elegidos para representar a la cultura local sean los que se habían mudado a enclaves para artistas en ciudades totalmente ‘metropolitanas’, del ‘Primer Mundo’ (Londres, Nueva York, Berlín, París), consideradas portales al sistema/mercado del arte global, para luego volver a sus países de origen y ser ‘descubiertos’. El avión permite una relación continua con la tierra natal; la expatriación puede prolongarse, interrumpida cada tanto por algún tiempo pasado en casa. Esta condición, por supuesto, define a la fuerza de trabajo migrante e itinerante de todo tipo, bajo las condiciones actuales: los artistas van detrás del flujo del capital del mismo modo que cualquier otro trabajador.4

Resulta curioso y paradójico (a todas luces problemático) que esa condición de extranjería reclamada curatorialmente como mantra, paraguas colorido y emblema de la presente bienal, sea casi exclusivamente asumida por ciertas subjetividades artísticas camufladas en una expatriación perversa, lo que dota a esta marginalidad de una evidente y notable sospecha –fundamentada sobre las cuestiones de clase y las dificultades por encarnar el compromiso genuino de los artistas–. A este respecto, escribía muy acertadamente el mencionado Ben Davis en Extranjeros por todas partes: Sobre la ‘brasileñización’ del mundo del arte:5

la transformación de la marginalidad en el único motivo de inclusión no sirve realmente a los marginados. Casi exige a los observadores que piensen en la selección únicamente a través de la lente de la identidad, invocando inmediatamente el espectro de la tokenización (el diagnóstico de Nicolas Bourriaud sobre esta exposición: “Lo que el artista es llega a ser más importante que lo que produce”). […] La alienación de la estética apolítica como privilegio se desplaza simplemente a la alienación sobre la ‘señalización de virtudes’ progresista como privilegio.

Tratando de echarse a la espalda todas las ausencias más notables (y rentables) de la historia del arte reciente, Pedrosa acaba ofreciendo una noción de extranjería confusa y poco genuina, bastante problemática debido a su articulación caótica y mainstrimizada, así como también extraña en su articulación discursiva por la «zona de contacto» que establece la propia Bienal con estas extranjerías y sombras del arte contemporáneo. Un espectador atento cobrará conciencia de que la extranjería se desdibuja y cobra el semblante irrefutable del canon, ensalzada ahora como nuevo canon, sepultando al previo: canon sobre canon. En este sentido, el mencionado Davis aludía lo siguiente sobre esta negatividad canónica instituida o este giro de trescientos sesenta grados que ofrece la actual bienal:

creo que merece la pena admitir que, en algún momento de los últimos diez años, las bienales han invertido sutilmente su propósito, pasando de ser encuestas sobre lo que un comisario pensaba que era central en la conversación sobre arte contemporáneo, a valorar el arte basándose en lo que ha sido históricamente marginado: de introducir el arte en el canon a reflejarlo negativamente. […] Algún día tendremos que ser capaces de admitir que ‘centrarse en los marginados’ es ahora el lenguaje de la autoridad institucional contemporáneo.

Queda patente de este modo un fracaso en el modo de establecer un marco categórico curatorial y de pensamiento (lo queer y lo extranjero, fundidos en una extraña simbiosis en la bienal) que incumple su promesa conceptual, incluso etimológica (la de su condición escurridiza, plural y torpe), al devenir hipóstasis, canon puro y duro. Así lo explica nuestro querido Manolo: «La dificultad reside en la voluntad de sustituir un canon por otro, también universal y neutro, ya que la idea misma de un canon universal es en sí misma una construcción occidental […] Se tiene la impresión de que Pedrosa quiso evitar la cacofonía y armonizar las diferencias, reforzando así –en lugar de cuestionar– la jerarquía de una autoridad superior».

Pero ¿no abordábamos acaso lo queer, las diferencias, los diferentes, los extranjeros, aquello irreductiblemente universalizable, necesariamente cacofónico?, ¿no trataba todo esto de los relieves inexactos de la disidencia, del margen, de las subjetividades más alterizadas, de la subalternidad específica, concreta, con heridas y nombres que, en muchos casos, se pueden nombrar letra a letra y en ocasiones carecen de memoria(s)?

La pérdida de la diferencia se advierte también por un fracaso imaginativo a la hora de configurar la propuesta curatorial. Como señala Manuel Borja-Villel, «Foreigners Everywhere revela una gran contradicción: extiende invitaciones a los pueblos indígenas pero mantiene la estructura de los pabellones nacionales». Yendo un poco más allá, exponía a este respecto el exdirector del MNCARS una realidad característica de esta Bienal: su mímesis con respecto del lenguaje publicitario. Hay algo que constantemente nos recuerda al márketing en su(s) estética(s), en sus códigos visuales y plasticidad espectacular; todo está preparado para seducir, sorprender y fijarse por un tiempo en nuestra retina a golpe de clickbait. Sobre esto comentaba Borja-Villel: 

en Venecia, una ciudad que se ha convertido en un parque temático, la obra del colectivo Movimento dos Artistas Huni-Kuin (MAHKU) –un mural desplegado a lo largo de la fachada del Pabellón Italiano en los Giardini– parece poco más que una valla publicitaria. De hecho, recuerda al cobertizo decorado, formulado por Robert Venturi, Denise Scott-Brown y Steven Izenour en su libro Learning from Las Vegas (1972), donde los símbolos en el exterior tienen poca relación con la organización interna.

Después de una breve y quizás poco certera consideración sobre la dialéctica estructura-superficie, el hombre que dirigió durante quince años el Reina Sofía acaba por concluir tajante: «El problema, en este caso, es curatorial, no artístico». Y razón no le falta, o no toda, porque también el problema ha sido artístico, de calidad en las propuestas, como veíamos con el Pabellón de EEUU, pero ciertamente ante todo curatorial, como sobre todo se refleja en Arsenale, donde el caos acaba por devenir hartazgo para el espectador, una sensación de déjà-vu delirante que conduce al visitante a imaginarse caminando continuamente para atrás, o en círculos, sin conseguir escapar de las arquitecturas que antaño dieran cobijo a grandes barcos y que ahora sirven de refugio (aunque ya por poco tiempo) a costosos objetos artísticos.

Este lenguaje publicitario y tedio generado se pretenden difuminar con una operación curatorial que consiste en instaurar discursiva y repetidamente una idea de novedad y excepción (de los y las artistas y sus obras) que entronca a la perfección con los códigos del márketing y que se reaparece hasta la saciedad en la Bienal, tratando de valorizar así lo allí expuesto y relatado. Y es que, si bien se vende una cierta revisión historicista y de recogida del olvido de voces, prácticas y figuras esenciales supuestamente silenciadas, al mismo tiempo se incide en un ejercicio de mención de lo innovador y excepcional; aspectos que recubren la bienal con una pátina fresh y woke que da una pereza tremenda. En otras palabras, se refería de la siguiente manera sobre estas cuestiones Manolo:

No se trata de una Bienal joven. La gran mayoría de los artistas representados en “Foreigners Everywhere” nacieron antes de la caída del Muro de Berlín. Casi la mitad están muertos. Sin embargo, a pesar del evidente objetivo retrospectivo, la historia está ausente. Ha sido reemplazada por la fe en el progreso. La frase que se repite incesantemente en los carteles de las paredes —”Esta es la primera vez que tal y tal cosa se presentan en la Bienal”— demuestra aceptación y deleite por el logro, más que ruptura.

Saliendo ya de una vez por todas de este archipiélago del arte contemporáneo, hecho de panteones que rinden culto a la disidencia frivolizada y capitalizada, vuelvo de nuevo a Pablo Caldera, quien explicaba alrededor de sus notas sobre la contemplación y Venecia que, «si ese fragmento de Sartre compone sin pretenderlo una cierta imagen de la belleza, también funciona como sinónimo de tristeza. La vida en otra parte, siempre al otro lado». Algo semejante experimenta el espectador –algo muy semejante experimenté yo al acceder a este hipercolorido pabellón estadounidense previamente comentado– cuando escapa de este archipiélago de mausoleos extranjerizados que compone actualmente Giardini: una amargura en el cuerpo alienado, extraño; una decepción profunda; una cierta tristeza, después de tanto fulgor, color, brillo, derroche; un distanciamiento de la vida, de las vidas, de aquellas vidas genuinamente extranjeras, y no de sus abanderados elitistas que se dicen stranieri y agitan banderolas, alzan sus voces y mueven sus cuerpos lustrosos. Sus reclamas chillonas y espectaculares hacen si cabe más patético y patente su fracaso: el de lo queer mainstreamizado, el del margen mercantilizado, es decir, desecho, descompuesto en geométricos añicos de colores rosa fucsia y amarillo chillón.

Terminando por el principio, el fracaso, o quizás el chiste, la chanza, la broma insufrible, ya parecía en realidad apuntarse en el emblema, ya estaba señalada desde el inicio en el título: «extranjeros por todas partes». Esa entrópica condición de la extranjería contemporánea sobre la que avisa Adriano Pedrosa es replicada bajo el denso y apabullante turismo masivo en Venecia,6 una ciudad que se ahoga entre palomas asesinas que engullen pizza margherita y helados de frambuesa, guiris que reproducen el mismo comportamiento que las palomas y edificios que se hunden en un suelo oceánico cada vez más incierto e inestable. El fracaso –quizás, mejor dicho, la pantomima– estaba en realidad servido desde un inicio. Algo huele a podrido en Venecia, y no son sus canales.

[1] «Poco importa que nos situemos en Giudecca o en el borde de la plaza de San Marcos: siempre va a haber algo que nos convoque y que tense nuestra atención», explicaba Sartre hace más de medio siglo.

[2] Para comprender esta pérdida (conceptual y vivencial) de texturas y singularidades de un término que justamente debiera abrazar y diseminar la pluralidad, podemos atender a cómo se recurre al término “Sur Global” en los escritos sobre arte, en muchas ocasiones como si no planteara problema(s). Debido a su “naturaleza excesivamente flexible y abstracta”, el término “conduce a veces a esencializaciones”, escribe el académico Pablo Palomino. Es decir, se presta a hacer precisamente lo que en la práctica la noción de queer mercantilizada hace aquí: agrupar una multiplicidad de geografías, historias, identidades y políticas distintas, distrayendo la atención de las consiguientes diferencias.

[3] Gibson utiliza cuentas procedentes de todo el mundo, incluidos abalorios antiguos de Japón y China, y cristales de la isla veneciana de Murano. Un poquito de aquí y un poquito de allí: el totum revolutum identitario como metodología de trabajo artístico está a la orden del día.

[4] Sobre esta cuestión, véase también “Biennals without Borders?” (“¿Bienales sin fronteras?”) de Chin-Tao Wu en New Left Review 57 (mayo/junio de 2009), donde se pueden consultar gráficos, análisis y estadísticas que corroboran estas tesis y amplían los puntos mencionados. Wu analiza el patrón de selección seguido para escoger a artistas de países de las “periferias” globales.

[5] Cuando Ben Dais se refiere a la “brasileñización” de la Bienal, alude a un concepto del teórico Alex Hochuli desarrollado en “The Brazilianization of The World”, el ensayo de 2021 que popularizó el concepto y que da a entender que el conocido como “Norte Global” está desplegando muchas de las características que han plagado al denominado “Sur Global”, como la volatilidad política y la desarticulación social.

[6]A los turistas Pedrosa los denomina como “extranjeros de clase privilegiada”, nada más y nada menos. Desde luego las alarmas suenan por todos lados, también si nos fijamos en los sponsors. Y es que uno de los sponsors (junto a illycaffè, American Express y Bloomberg Philantropies) de la Bienal de Venecia ha sido Vela-Venezia Unica, principal proveedor de los operadores e instituciones turísticas y culturales de la ciudad. Como de costumbre, el tema de los partnerships institucionales en el mundo artístico-cultural acarrea grandes dificultades y, en ocasiones, flagrantes contradicciones. Siguiendo la pista de esta cuestión siempre problemática, quizás también pudiéramos pensar lo complejo y cuestionable de que esta revisión crítica desde el terreno artístico en relación a la migración y el turismo se materialice en Venecia a través de un evento tan mainstream y megamultitudinario. ¿Qué implicaciones tiene todo ello genuinamente sobre la población local, la ciudad y el territorio? ¿Cuál es el lugar de enunciación y el impacto generado con la realización de la feria? ¿Qué flujos de circulación de bienes y personas supone la celebración de este evento?