Querido R.W.:
Dicen de ti que olías a alcohol y tabaco, que siempre llevabas las camisas (generalmente blancas, y a cuadros) empapadas en sudor, que gozabas de ser miope. Casi todos coinciden en que eras feo y atractivo. Te imagino insistiendo en el trabajo del deseo de forma ruda, poco convencional. Me hubiera gustado conocer tu sentir acerca de Napoleón Bonaparte: algo me lleva a pensar que vuestra visión del tiempo y la historia era semejante, que afrontabais lo negado como una posibilidad infinita.
Querido R.W., te sufro y te desprecio. En la pobre versión pirateada de La ley del más fuerte que tantas veces vi, un cierto eco acompañaba la voz de los personajes: cada frase resonaba hasta difuminarse levemente, e incluso a veces el eco se encadenaba y la conversación se hacía ininteligible. Imagino esa voz como una flecha que choca en cada una de esas cuatro paredes sucias hasta volver a la garganta. Por eso, tu cine es un cine callado, donde se emiten palabras para luego tragárselas. Un cine de silencios, de pasillos y habitaciones solitarias; de paredes brutas, donde bombillas cuelgan sin lámpara ni adorno, en un gesto suicida. Unida a esa fuerza está, sobre todo, la ansiosa dependencia del otro. Si el cine reivindica el acto de ver, el tuyo interpela el acto de tragar. Una deglución rocosa, a veces voluntaria, otras obligada, casi siempre inadvertida.
Con La ley del más fuerte modificaste la iconografía del deseo marica: renunciaste a San Sebastián, efebo y mártir. No te gustaban las estiradas ni las obsesivamente reprimidas, tampoco reivindicaste el terreno virginal. En tus películas hace calor, y hasta las miradas sudan. Fox, el paria desviado, el obrero marica que tú interpretaste, suda, suda y suda. Y a pesar de ello no se quita la chaqueta vaquera que le nombra. El final lo conocemos todos: es el de un santo moderno martirizado en el pasillo de una estación de metro. Para responder a la pregunta que su novio pijo le hizo durante toda la película («¿dónde están tus modales?»), conjuraste a todos los yonquis difuntos y todas las maricas sin garbo ni suerte, a las faltonas irredentas. Ninguna de ellas te dio las gracias.
Querido R.W.: no quiero para mí tu vida tumultuosa, ni tu arraigo ni tu fuerza. No quiero tu temple ni tu genio, no quiero tus desgracias. Cuando me canso de ser hombre, no acudo a ti: nunca ofreciste ayuda, ni remedio ni consuelo, a alguien herido. A todas a las que alguna vez se empotraron en calles con olor a vinagre, tú les dices: no os repleguéis, el objetivo no es alcanzar la calma, sino poder manifestar vuestro odio.
[Texto leído el 27.06.23 en La Pecera del Círculo de Bellas Artes, como parte del evento Con la Falda Almidoná | Verbena Literaria Queer. Gracias a Carlos García de la Vega]