Carta a Serge Daney, de Gilles Deleuze

Nota introductoria

El texto, escrito bajo el modo epistolar, se publicó como prefacio a Ciné-journal, el libro que Serge Daney publicó en 1986 en la editorial de Cahiers du cinéma y que recoge los textos escritos por el crítico francés entre 1981 y 1986, la primera parte de su etapa post-cahiers, en la que intenta expandir su mirada más allá de las películas, a todos los ámbitos de la imagen, insistiendo en la televisión y el vídeo. Los artículos, publicados en el periódico Libération, se reúnen en el libro bajo una estructura particular que llama la atención de Gilles Deleuze. Sobre esta estructura, Daney compone la tesis de «las tres épocas del cine», que Deleuze se encarga de explicar y matizar en la carta. El texto, de una extensión superior a la común tratándose de una carta o un prefacio, no puede encuadrarse del todo en el género epistolar ni en el noble arte del prólogo. Es otra cosa, a medio camino entre el comentario y el exceso exegético, que conecta en forma y fondo con los primeros libros de Deleuze (los dedicados a Hume, Bergson, Kant, Nietzsche y Spinoza), donde la voz del emisor y el receptor de la carta se confunden. Es ciertamente una introducción que resume los principales aspectos teóricos del libro de Daney, pero no se trata de un texto cerrado. En él, Deleuze también actualiza algunas de sus posiciones en torno al cine (no olvidar que las primera ediciones de La imagen movimiento y La imagen-tiempo datan de 1983 y 1985) y, sobre todo, en torno a la televisión y el vídeo. El texto da vueltas en torno al pasado y el futuro del cine, sus posibilidades aún no realizadas. De entre todos los conceptos destacan las nociones de ‘suplemento’, la de ‘control’ y, sobre todo, la de ‘conservación’, entendida como un camino de ida y vuelta entre Bazin (el cine ‘conserva’ todo lo que presenta) y Langlois (el cine es algo ‘a conservar’), el eje alrededor del cual orbita toda la teoría del cine de Daney.

Sobre la traducción: Se trata de una traducción nueva, en la que no hemos respetado la forma Usted, presente en el texto francés y en la traducción precedente de José Luis Pardo (en Conversaciones, Pre-Textos, 1995), ya que entendemos que puede generar un exceso de extrañeza. Hemos optado por la el informal , que es mucho más común en el género epistolar en español.

Traducción de Pablo Caldera

Carta a Serge Daney: Optimismo, pesimismo y viaje

Tu último libro, La rampe (1983), recogía muchos de tus artículos publicados en Cahiers du cinéma. Lo que lo hacía interesante era el modo en el que repartías los textos, siguiendo un análisis de los diferentes periodos que atravesó la revista, pero también, y sobre todo, conforme a un análisis de las distintas funciones de la imagen cinematográfica. Riegl, un ilustre predecesor para las artes plásticas, distinguía tres finalidades del arte: embellecer la naturaleza, espiritualizar la naturaleza o rivalizar con ella (y «embellecer», «espiritualizar» y «rivalizar» toman un sentido decisivo en su teoría, histórico y lógico). Tú, en la periodización que propones, defines una primera función que se expresa de la siguiente forma: «¿qué hay detrás de la imagen?». Sin duda eso que haya que ver se presentará en las imágenes que sigan, pero funcionará como aquello que hace pasar de la primera imagen a las siguientes, encadenándolas en una totalidad orgánica poderosa y embellecedora, aunque el «horror» forme parte de ese paso. Dices, entonces, que esta primera época se resume en la fórmula del secreto tras la puerta, «desear ver más, ver detrás, ver a través», donde cualquier objeto puede jugar el rol de un «escondite temporal» y cada película se encadena con otras en una reflexión ideal. Esta primera era cinematográfica vendrá marcada sobre todo por el arte del montaje, que puede culminar en grandes trípticos y que constituye el embellecimiento de la naturaleza o la Enciclopedia del Mundo, pero también por una supuesta profundidad de la imagen en tanto que armonía o acuerdo, una distribución de los obstáculos y de los los cruces, y las disonancias y resoluciones en esta profundidad; también por el rol de los actores, de los cuerpos y las palabras inherentes al cine en esta escenografía universal: siempre al servicio de un suplemento de la visión, de un «ver más». En tu nuevo libro, propones que la biblioteca de Eisenstein, el Gabinete del Dr. Einsenstein [en referencia al Dr. Caligari], es el símbolo de esta gran Enciclopedia.

Dices también que esta era del cine no murió sola, sino que la guerra acabó con ella (el gabinete del Dr. Eisenstein en Moscú devino un lugar muerto, desheredado, desatendido). También Syberberg llevó muy lejos algunas ideas de Walter Benjamin: hace falta juzgar a Hitler como cineasta, etcétera. Remarcas que «las grandes puestas en escena políticas, propagandas de Estado convertidas en tableux vivants, las primeras manutenciones humanas de masa» dieron forma al sueño cinematográfico. En condiciones en las que el horror penetraba en todo, donde «tras» la imagen no había más que campos de concentración, y donde el único encadenamiento posible para un cuerpo era la súplica. Paul Virilio, por su parte, ha mostrado que el fascismo vivió hasta su final en competencia con Hollywood. La Enciclopedia del Mundo, el embellecimiento de la naturaleza, la política como arte —siguiendo la expresión de Benjamin—, trasmutó en puro horror. El todo orgánico era puro totalitarismo, y el poder de autoridad no revelaba ya a un autor, sino la realidad de Caligari y Mabuse («el viejo oficio de escenógrafo nunca más volverá a ser una profesión inocente», dices). Y si el cine tuvo que resucitar tras la guerra, necesariamente había de hacerlo sobre nuevas bases, sobre una nueva función de la imagen, sobre una nueva «política», una nueva finalidad del arte. Puede que la obra de Resnais sea la más grande y sintomática a este respecto: fue él quien trajo todas esas muertes al cine. De la primera a la última película, L’amour à mort, Resnais solo ha tratado más que un solo tema, cuerpo o actor: el hombre que vuelve de entre los muertos. Tú mismo resaltas la proximidad de Resnais con Blanchot, la escritura del desastre.

Después de la guerra, entonces, surgió una nueva pregunta, y con ella una nueva expresión de la imagen: «¿qué hay que ver en la imagen?» No ya «¿qué hay tras la imagen?» sino «¿puedo mantener la mirada en esto que veo, y que se despliega en un solo plano?» Con esta pregunta, cambiaron todas las relaciones cinematográficas en su conjunto. El montaje podía ser una cosa secundaria, no solo gracias al célebre «plano secuencia», sino por el desarrollo de nuevas formas compositivas y de asociación. La profundidad se denuncia como un cebo engañoso, y la imagen asume su planitud de «superficie sin profundidad» o de profundidad fina, como la de los bajos fondos oceanográficos (y no se puede objetar a este argumento la profundidad de campo que se desarrolla en Welles, uno de los maestros de este nuevo cine, pues Welles deja que lo veamos todo de una ojeada y destituye así la profundidad antigua). Las imágenes ya no se encadenan siguiendo el orden unívoco de sus cortes y conexiones, sino que constituyen el objeto de un nuevo encadenamiento constantemente reconstruido y retocado por encima de todo corte y mediante las rupturas de continuidad. Cambiaba entonces también la relación de la imagen con el cuerpo y los actores: el cuerpo se volvió más dantesco, es decir, ya no dependía tanto de las acciones sino de las posturas, con sus encadenamientos específicos (lo que tú muestras, a propósito de Akerman o Straub-Huillet, o en esa página tan chocante en la que afirmas que el actor, en una escena de alcoholismo, ya no sigue el movimiento ni titubea como en el cine antiguo, sino que intenta, por el contrario, conquistar una postura, aquella en la que pueda sostener el auténtico alcohólico). Cambiaba la relación de la imagen con las palabras, los sonidos, la música; en las disimetrías fundamentales del sonoro y el visual, que le concederían al ojo el poder de leer la imagen, pero también a los oídos un poder para alucinar con los ruidos más mínimos. Finalmente, esta nueva edad del cine, esta nueva función de la imagen, es una pedagogía de la percepción que reemplazaría a la Enciclopedia del Mundo, derrumbada en piezas: un cine de vidente que no se propone más embellecer la naturaleza, sino espiritualizarla lo máximo posible. ¿Cómo preguntarse lo que hay que ver tras la imagen (o a continuación) cuando, sin ese ojo espiritual, es imposible saber siquiera lo que hay en ella o en su interior? Las cumbres de este cine pueden señalarse sin dificultad, pero siempre se trata de una pedagogía que nos guía: pedagogía Rosselllini, «pedagogía straubiana, pedagogía godardiana», decías en La rampe. Ahora le añades la pedagogía de Antonioni cuando analiza la función del ojo y el oído del sujeto celoso como un “ars poética” que detecta lo que está a punto de desvanecerse, de desaparecer, empezando por la mujer en la isla desierta…

Si hay que inscribirte en una tradición crítica, sería la de los Cahiers de Bazin, de Bonitzer, Narboni o Schefer. Nunca has renunciado a encontrar ese vínculo entre cine y pensamiento, y mantienes una función a la vez poética y estética en tus críticas (mientras que muchos de nuestros contemporáneos han creído necesario volverse hacia el lenguaje, en un formalismo lingüístico que salvaría la seriedad de la crítica). En fin, has mantenido la gran concepción del cine tematizada en su primera época: el cine como Nuevo Arte y como Pensamiento. Esta postura solo aparece en los primeros cineastas y críticos, en Eisenstein, Gance o Élie Faure, pues es inseparable de un optimismo metafísico: el del arte de masas total. La guerra y sus antecedentes, sin embargo, han impuesto un pesimismo metafísico radical. Pero tú has encontrado el punto para un optimismo crítico: el cine quedaría ligado no tanto a un pensamiento triunfante y colectivo, sino a uno azaroso, singular, que solo surge y se mantiene en una «impotencia» que vuelve de entre los muertos y afronta la nulidad de las producciones genéricas.

Se dibuja una tercera relación, una tercera función, una tercera era. Ya no más «¿qué hay que ver tras la imagen?», ni «¿cómo ver la imagen en sí misma?» sino: ¿Cómo insertarse, cómo deslizarse en ella, dado que toda imagen se desliza ahora hacia otras imágenes, dado que «el fondo de la imagen ya es siempre una imagen» y «el ojo vacío una lente de contacto»? Y así, dices que se riza el rizo, y Syberberg se reúne con Meliès en un duelo interminable, en una provocación sin objeto que corre el riesgo de transformar tu optimismo crítico en pesimismo crítico. De hecho, en esta nueva relación de la imagen se entrecruzan dos factores diferentes: por una parte, la evolución interna del cine, la investigación de nuevas combinaciones audiovisuales y sus grandes pedagogías (no solamente Rosellini, Resnais, Godard, Straub-Huillet, sino Sybergerg, Duras, Oliveira…), investigaciones que podrían encontrar en la televisión un campo y medio excepcional; por otro lado, el desarrollo de la televisión en su independencia competitiva con el cine, un arte que «ejecuta» tanto como «generaliza». Por muy intrínsecos que sean, estos dos aspectos son fundamentalmente diferentes, y no actúan sobre el mismo nivel. Pues, si el cine buscaba en la televisión y en el video un «relevo» para las nuevas funciones estéticas y noéticas, la televisión (a pesar de algunos esfuerzos primerizos) se reservaba una función social que impedía de antemano todo relevo, apropiándose del video y sustituyendo la belleza y el pensamiento por toda otra suerte de poderes.

Así, se dibujó una aventura semejante a la de la primera época del cine: del mismo modo que el poder autoritario, que culminó en el fascismo y en las grandes manipulaciones estatales, terminó por hacer imposible el primer tipo de cine, el nuevo poder social de la posguerra, por excesos de vigilancia y control, hacía peligrar la vida del segundo tipo de cine. Control: así llama Burroughs al poder moderno. El propio Mabuse habría cambiado de imagen, pasando ahora a operar en la televisión. De nuevo, tampoco en este caso se trata de una muerte natural: el cine se hallaba aún al principio de sus nuevas investigaciones y creaciones. Pero la muerte violenta consistiría en lo siguiente: en lugar de que la imagen tenga siempre otra imagen en su fondo, en vez de que el arte alcance el estadio de “rivalizar con la Naturaleza”, todas las imágenes me devolverían una única imagen, la de mi ojo vacío en contacto con una no-Naturaleza, espectador controlado que se halla ahora entre bastidores, en contacto con la imagen, insertado en ella. Recientes investigaciones muestran que asistir a la grabación en directo de un programa de televisión es uno de los espectáculos más demandados por el público: no se trata de belleza ni de pensamiento, sino de estar en contacto con la técnica, de tocar la técnica. El zoom-contacto ya no está en las manos de Rossellini, sino que es el procedimiento universal de la televisión; y el raccord o continuidad, mecanismo por el cual el arte embellecía y espiritualizaba la naturaleza o rivalizaba con ella, es inserción televisiva. La visita a la fábrica, con su disciplina severa, es el ideal del espectáculo (¿cómo se fabrica una emisión?) y lo enriquecedor es el valor estético supremo («fue una experiencia enriquecedora…») La Enciclopedia del Mundo y la Pedagogía de la percepción han colapsado para dejar su lugar a la formación profesional del ojo, un mundo de controladores y controlados que comulgan en su admiración por la mera técnica en bruto. Lentes de contacto por todas partes. Este es el punto en el que tu optimismo crítico torna en pesimismo crítico.

Tu nuevo libro prolonga lo expuesto en el anterior. Se trata, ahora, de tensar esta confrontación televisión-cine, en los dos niveles diferentes. Aunque haces frecuentes alusiones, no te encierras en una comparación abstracta entre la imagen cinematográfica y las nuevas imágenes. Por suerte, tu funcionalismo te lo impide. Por supuesto, no ignoras que la televisión tiene una función estética potencial tan fuerte como la de otros medios de expresión, y que el cine ha tenido que enfrentarse constantemente a los poderes que, desde su interior, se oponían con fuerza a su posible finalidad estética. Pero lo más interesante de Ciné-Journal es que intentas fijar dos “hechos” y sus respectivas condiciones: el primero, que la televisión, a pesar de las tentativas de algunos grandes cineastas, no ha buscado su especificidad en una función estética sino social, función de control y de poder, reino del plano medio que rehúsa toda aventura perceptiva en nombre del ojo profesional. Si hay alguna innovación, siempre es excepcional y se da en esquinas entendidas, tú mismo lo señalas: cuando Giscard inventa el plano vacío en la tele, o cuando una marca de papel higiénico resucita la comedia americana. El segundo hecho, al contrario, es que el cine, a pesar de todos los poderes a cuyo servicio se ha puesto (y que él mismo ha instaurado), siempre ha conservado una función estética y noética, incluso si era frágil y poco definida. Por tanto, no hay lugar para una comparación entre dos tipos de imágenes, sino entre la función estética del cine y la función social de la televisión: según tú, no se trata únicamente de una comparación en voladizo, sino que esa es su propia naturaleza: no tiene más sentido que apoyada en falso.

Todavía hace falta fijar las condiciones de esta función estética del cine. Ahí es, a mi modo de ver, donde haces las afirmaciones más curiosas, cuando te preguntas: ¿qué es un crítico de cine? Coges el ejemplo de una película como Les Morfalous, que prescindió de pases de prensa, juzgó a la crítica como algo inútil y reclamó una relación directa con el público a propósito del «consenso social». Este movimiento está perfectamente justificado, porque este tipo de cine no tiene necesidad de la crítica para llenar no solo las salas, sino el conjunto de sus funciones sociales. La crítica tiene sentido cuando una película representa un suplemento, una especie de falta de sincronía con respecto a un público todavía virtual, por mucho que se trate de ganar tiempo y de fijar algunos rasgos en tanto se espera la reacción. La noción de «suplemento» no es nada simple, quizás la tomas de Derrida y la interpretas a tu manera: el suplemento es esa función estética de la película, precaria pero aislable en ciertas condiciones, un poco de arte y un poco de pensamiento. En este sentido, la gran pareja la formarían Henri Langlois y André Bazin, porque el primero tenía «una idea fija, mostrar que el cine debía ser conservado» y el segundo «la misma idea, pero a la inversa», mostrar que es el cine lo que conserva, conserva todo lo que vale, como «un espejo singular en cuyo azogue quedan retenidas las imágenes». ¿Cómo es posible que un material tan frágil conserve? Y ¿qué significa conservar, ya que parece una función bien modesta? La pregunta no refiere al material, sino a la imagen misma: muestras que la imagen cinematográfica conserva en sí, conserva la única vez en la que un hombre ha llorado –en Gertrud, de Dreyer­–, conserva el viento, no ya las grandes tempestades con sus funciones sociales sino «allí donde la cámara juega con el viento, lo anticipa, se adelanta a él y vuelve atrás», como en Sjöström o en Straub-Huillet; la cámara conserva y retiene todo lo que puede: niños, casas vacías, plátanos, como en Sans toit ni loi de Varda, o en toda la obra de Ozu. Conservar, pero siempre a contratiempo, porque el tiempo cinematográfico no es el que corre o discurre, sino el que dura y coexiste. En este sentido, la conservación no es baladí: conservar es crear, crear siempre un suplemento (ya sea para embellecer la naturaleza o para espiritualizarla). Es algo inherente: el suplemento es lo que solo puede ser creado, y tal es la función estética o noética del cine, una función en sí misma suplementaria. Podrías haber erigido una teoría grave, pero has preferido hablar desde lo concreto, próximo a tu experiencia crítica, en la medida en que la crítica, para ti, es eso que vela por el suplemento y extrae así la función estética del cine.

Pero ¿por qué no reconocerle a la televisión esta misma potencia suplementaria, o de conservación creadora? Aunque fuera con otros medios, nada debería en principio oponerse a ello, de no ser porque las funciones sociales de la televisión (los concursos, la información) asfixian toda posible función estética. En ese sentido, la tele es el consenso por excelencia: es la técnica inmediatamente social, que no deja espacio a la brecha con lo social, es lo sociotécnico en estado puro. ¿Cómo la formación profesional del ojo dejaría subsistir un suplemento como aventura de la percepción? Si tuviera que elegir alguna página de tu libro, citaría aquellas en las que muestras que el «replay», el instante-réplica, reemplaza en la televisión al suplemento o la auto-conservación, de la cual es lo contrario; y aquellas en las que recusas toda posibilidad de saltar desde el cine a la comunicación, o de establecer un «relevo» entre ambos que solo sería posible con una televisión dotada de un suplemento no comunicativo, un suplemento que podríamos llamar «Welles», o esas en las que explicas que el ojo profesionalizado de la televisión, el famoso ojo técnico-social que incita al espectador a ver, engendra una perfección inmediata y suficiente, instantáneamente controlada y controlable. No te facilitas las cosas criticando la televisión por su pura y simple perfección en vez de por sus imperfecciones. La televisión ha encontrado el modo de llegar a la perfección técnica, que coincidiría justamente con la nulidad estética y noética absoluta (de ahí la visita a la fábrica como nuevo espectáculo). Es Bergman quien te lo confirma, rebosante de euforia por todo lo que la televisión podría haber supuesto para las artes: Dallas es una cosa nula, pero perfecta técnica y socialmente. Lo mismo podríamos decir de Apostrophes [un programa de televisión dedicado a la literatura]: es literariamente (estéticamente, noéticamente) nulo, pero técnicamente perfecto. Decir que la televisión no tiene alma es decir que no tiene suplemento, salvo el que tú le prestas cuando describes la escena del crítico que, agobiado en una habitación de hotel, enciende otra vez la televisión, y verifica que aunque hayan perdido su presente, su pasado y su futuro, las imágenes se prestan al servicio de un tiempo que transcurre.

Del cine surgió la crítica más radical a la información, de Godard, o de Syberberg (no solo en sus declaraciones, sino en su obra); y de la televisión surge el último peligro de muerte para el cine. Esta confrontación, siempre desigual o apoyada en falso merece, a tu parecer, una aproximación cercana. El cine afrontó ya una primera muerte, asolado por los golpes de un poder autoritario que culminó en el fascismo; ¿por qué la segunda muerte pasa por la televisión, como la primera por la radio? Porque, gracias a la televisión, los nuevos poderes de control devienen inmediatos y directos. Afrontar a fondo esta confrontación supondría preguntarse si ese control no podría invertirse y ponerse al servicio de la función suplementaria que se opone al poder: inventar un arte del control, que sería como una nueva resistencia. Llevar la lucha a las entrañas del cine, hacer que el cine haga de eso su problema en lugar de atajarlo siempre desde el exterior: eso que Burroughs hizo con la literatura cuando sustituyó el punto de vista del control y el controlador al del autor y la autoridad. ¿No es esa, como apuntas, la tentativa propuesta por Coppola para el cine, con todas sus incertidumbres y ambigüedades, pero también con todo lo que tiene de auténtico combate? A ese estado de crispación y de convulsión en el que el cine se apoya para revolverse contra el sistema que le quiere controlar o suprimir le das un nombre muy bello: manierismo. «Manierismo», así defines en La rampe el tercer estadio de la imagen: cuando ya no hay nada que ver detrás, ni debajo ni en su interior; cuando la imagen se desliza siempre sobre una imagen preexistente, ya presupuesta, porque «el fondo de la imagen es ya una imagen» hasta el infinito, y esto es lo que hay que ver.

Es esa fase en el que el arte ya no embellece ni espiritualiza la naturaleza, sino rivaliza con ella: es una pérdida del mundo, pues el mundo mismo se ha «hecho» cine, un cine cualquiera, y es eso lo que constituye la televisión: que el mundo haya pasado a hacerse cine, y, como dices, «ya no llega nada a los humanos, sino que todo llega a la imagen». Podríamos, así, decir que la dupla Naturaleza—cuerpo o Paisaje-hombre ha dejado su espacio a la dupla Ciudad-cerebro: la pantalla no es ya puerta-ventana (tras la cual…), ni un marco-plano (en el cual…) sino un tablón de información sobre el que se deslizan las imágenes dispuestas como «datos». La pregunta sería, entonces: ¿cómo podemos hablar de arte todavía, si el mundo que hacía su cine está ahora directamente controlado e inmediatamente tratado por la televisión, que excluye toda función suplementaria? Haría falta que el cine cesara en su empeño de hacer cine, que tendiera relaciones específicas con el video, la electrónica, las imágenes digitales, para inventar una nueva resistencia y oponerse a la función televisiva de vigilancia y control. No se trata de cortocircuitar la televisión –¿cómo sería eso posible? – sino de impedirle que cortocircuite o traicione el desarrollo del cine en las nuevas imágenes. Porque, como tú mismo demuestras, «la televisión ha despreciado, minimizado y rechazado su conversión en vídeo, el único medio que le ofrecía la posibilidad de convertirse en heredera de ese cine moderno de la posguerra… y del gusto por la composición y descomposición de las imágenes, de la ruptura con el teatro, de nuevas percepciones del cuerpo humano y su oleaje de imágenes y sonidos… solo podemos esperar que el desarrollo del video-arte acabe amenazando la televisión». Ahí queda esbozado el nuevo arte de la Ciudad-Cerebro o de la rivalidad con la naturaleza. Y ese manierismo presentaría senderos o caminos múltiples, algunos condenados, otros titubeantes y llenos de esperanza. Manierismo de la «previsualización» en vídeo, como en la obra de Coppola, donde la imagen parece estar ya fabricada fuera de la cámara. Pero también hay manierismo, aunque con técnicas más severas y sobrias, en las películas de Syberberg, donde las marionetas y las proyecciones frontales hacen evolucionar a la imagen sobre un fondo de imágenes. ¿Es el mismo mundo que el de los videoclips, los efectos especiales y el cine-espacial? Quizás los videoclips, si no hubieran sido capturados rápidamente por el mercado de las cancioncillas, esa fría organización de la debilidad cerebral, crisis epiléptica minuciosamente controlada (un poco como, en la era precedente, el cine se desposeyó por medio del «espectáculo histérico» de las grandes propagandas…), hubieran permitido participar, en su ruptura con las tendencias oníricas de esta búsqueda de «nuevas asociaciones» que Syberberg reclama, investigando los nuevos circuitos cerebrales de un cine por venir. Y si el cine-espacial hubiera sabido darle al viaje una razón de ser, como deseaba Burroughs, si hubiera sabido romper con el control de un «buen chico que no se ha olvidado en su viaje a la Luna el libro de oraciones», y, sobre todo, si hubiera comprendido la lección que Michael Snow nos dio con La región central, inventando la técnica más sobria posible para plegar una imagen sobre otra y dirigir la naturaleza salvaje hacia el arte, llevando el cine hasta el puro Spatium, quizás habría también participado de una creación estética y noética. ¿Y cómo podemos valorar la investigación de imágenes-sonido-música que a penas comienza en la obra de Godard, de Straub-Huillet, de Resnais o de Duras? ¿Y qué nueva comedia surgirá del manierismo corporal? Tu concepto de manierismo está extremadamente bien fundado, una vez comprendido hasta qué punto los manierismos son diversos, heterogéneos, sin medida común en términos de valor, y que estos refieren únicamente al terreno de un combate en el que el arte y el pensamiento saltan, con el cine, a un nuevo elemento, mientras el poder de control se esfuerza por robarles ese elemento ocupándolo de antemano para hacer de él una nueva clínica sociotécnica. El manierismo, en todos estos sentidos divergentes, es la convulsión del cine y la televisión, convulsión en la que coexiste lo peor con la esperanza.

Necesitabas «ver» todo esto de cerca, así que te hiciste periodista, en Libération, sin romper con tu afinidad con los Cahiers. Y como una de las razones más interesantes para hacerse periodista es la del deseo de viajar, compusiste una serie de artículos críticos a través de tus también investigaciones, reportajes y viajes. Pero, de nuevo, lo que hace de este libro un libro auténtico es que todo esto se entrelaza alrededor de un problema convulsivo, sobre el cual La rampe había concluido de manera un tanto melancólica. Toda reflexión acerca del viaje comporta siempre cuatro observaciones: la primera procede de Fitzgerald, la segunda de Toynbee, la tercera de Beckett y la cuarta de Proust. La primera constata que todo viaje, en islas o en grandes espacios, nunca supone una verdadera «ruptura» si uno lleva consigo la Biblia, los recuerdos de la infancia o su discurso ordinario. La segunda es que el viaje persigue un ideal nómada, pero a modo de un deseo ridículo, ya que el nómada es, bien al contrario, el que no se mueve, el que no quiere irse y se aferra a su tierra desheredada o región central (tú mismo señalas, a propósito de una película de Van der Keuken, que ir hacia el sur implica necesariamente cruzarse con aquellos que quieren quedarse donde están). La tercera observación, la de Beckett, es la más profunda: «no viajamos nunca, que yo sepa, por el placer de viajar: somos idiotas, pero no tanto». ¿Qué razón para viajar sino la de verificar, la de ir a verificar algo inexpresable que procede del alma, de un sueño o de una pesadilla, aunque no sea más que el deseo de saber si los chinos son tan amarillos como dicen o si existe realmente al sur ese improbable color, ese rayo verde, esa atmósfera azulada y purpúrea? El verdadero soñador, decía Proust, es aquel que se dispone a verificar algo. Tú, por tu cuenta, lo que verificas en tus viajes es que el mundo sigue fabricando su cine, que no deja de hacerlo, y que eso es la televisión: la cinematografía del mundo entero. Aunque viajar sea precisamente comprobar «a qué momento de la historia de los media» pertenece tal ciudad. De ahí tu descripción de Sao Paulo, la ciudad-cerebro autófaga. Has llegado incluso a ir a Japón en busca de Kurosawa para comprobar si el viento de allí agita las banderas como en Ran pero, como ese día no hacía viento, tuviste que conformarte con las turbinas eólicas que, ¡milagro!, aportaron a la imagen ese suplemente interior indescriptible, esa particular belleza o ese pensamiento que la imagen no conserva porque no existen que en la imagen, porque la imagen los ha creado.

Es decir, que tus viajes han sido ambiguos. Por un lado, constatas que, en efecto, el mundo hace su cine, y que la función social de la televisión es la función de control: de ahí vienen tu pesimismo y tu desesperación crítica. Por otro lado, constatas que el cine está aún por hacer, y que ese es el viaje total, absoluto, mientras que los otros viajes no consisten sino en verificar el estado de la tele: de ahí tu optimismo crítico. En el punto de unión de ambos caminos se produce una convulsión, una ciclotimia, un vértigo que te caracteriza, el manierismo como esencia del arte, pero también como campo de batalla. Y, al pasar de un lado a otro, podríamos decir que las cosas se intercambian. Porque, de televisión en televisión, el viajero no puede evitar pensar y devolver al cine aquello que le pertenece, arrancándoselo a los pasatiempos y a la información, como una especie de implosión que libera algo de cine en las series televisivas que tú compones, por ejemplo, la serie de las tres ciudades o de los tres campeones de tenis. E, inversamente, cuando retornas a la crítica de cine, lo haces para comprobar que incluso la imagen más plana se pliega casi insensiblemente, se estratifica, forma zonas espesas que te fuerzan a viajar en ella, a emprender un viaje suplementario y sin control: las tres velocidades de Wajda, o sobre todo los tres movimientos de Mizoguchi, los tres escenarios que descubres en Imamura, los tres grandes círculos que se trazan en Fanny y Alezander, donde encuentras esos tres estadios, esas tres funciones del cine, en Bergman: el teatro que embellece la vida, el antiteatro espiritual de los rostros, la operación rivalizante de la magia. ¿Por qué la insistencia en el tres, tanto en un lado como en otro, en los análisis de tu libro? Quizás porque el 3 sirve tanto para clausurar y reducir 2 a 1 como para abrir en dos el uno y producir una fuga de la unidad que lo salva. Tres o el vídeo, la apuesta por el pesimismo y el optimismo críticos, ¿puede ser ese tu próximo libro? El combate ofrece tantas variedades que puede continuarse en todos cualquier accidente del terreno. Por ejemplo, entre la velocidad de movimiento que el cine americano no deja de multiplicar y la lentitud material que el cine soviético mide y conserva. En un texto muy bello, dices que «los americanos ha llevado muy lejos el estudio del movimiento continuo, de la velocidad y de la línea de fuga, de un movimiento que vacía la imagen de su peso, de su materia, de un cuerpo en estado de ingravidez… mientras que en Europa, en la URSS incluso, a riesgo de marginalizarse hasta la muerte, algunos se toman el lujo de interrogar el movimiento en su otra vertiente: ralentizado y discontinuo. Paradjnaov, Tarkovski, pero también Eisenstein, Dovjenko o Barnet, miraban la materia acumularse y obstruirse; una geología de los elementos, de las inmundicias y de los tesoros hacen el cine de la fortificación soviética, ese imperio inmóvil…» Y, si es cierto que los americanos se sirvieron del video para ir incluso más rápido (y controlar así las altas velocidades), ¿cómo usar entonces el vídeo para lograr esa lentitud que conserva y que escapa al control, cómo enseñarle a ir más lento, siguiendo ese consejo que Godard le dio a Coppola?