CARTA AL ARTISTA LLORICA Y DESCLASADO

Sobre las quejas de los pequeños cineastas y la clase obrera en la industria cultural

AVISO: Esta carta no va dirigido a ningún particular, porque jamás perdería mi tiempo en crisparme de esta forma si no fuera un problema estructural y reincidente. Si te sientes interpelado, probablemente es porque hablo de peña como tú, pero es tu problema, no el mío.

Mi mamá me dijo «el alma no la venda’

Me da igua’ que robe’, me da igua’ que venda’

Pero por tu mama, el alma no la venda

Intro, Yung Beef

Dinero, poder, respeto,

lo último es lo mejor

Like That, Kendrick Lamar

Se ha puesto de moda un tipo de artículo completamente bochornoso, en el que se habla con directores que están produciendo sus óperas primas o están teniendo cierta repercusión en el mundo del cortometraje, se comenta lo injusto de la situación laboral, cómo tienen que trabajar en otros ámbitos e invertir gran parte de su capital privado en poder llevar los proyectos a cabo —que, por supuesto, siempre son carísimos, porque esta gente no sabe crear nada sin gastarse unos miles de euros en diez minutos de metraje—. Hay una apariencia de bondad en todos estos artículos, que seguro tienen buenas intenciones por parte de los explotados periodistas, pero que a mí me toca especialmente los cojones por la falsa postura de les directores. Hablan de precariedad, de la incapacidad de hacer de su pasión su trabajo, de la poca inversión que se hace en cultura por parte del estado o los problemas laborales relacionados con la gente joven. Estos cineastas se presentan, a elles mismes, como una clase maltratada, expulsada por los nepobabys de la industria que tienen que encontrar las formas más rocambolescas por sacar sus proyectos adelantes. No soporto esa actitud, porque el cine está lleno de obreros a los que sí se deberían dedicar estos artículos, pero no son estos cineastas primerizos apasionados, sino los trabajadores que esa gente conoce, porque trabajan con elles e ignoran en cada una de las entrevistas —sus montadores, sus sonidistas, su gente de arte o de fotografía—. Estes cineastas hablan mucho sobre no tener dinero para sus proyectos, pero lo hacen porque quieren reproducir las dinámicas industriales de las producciones profesionales, no para crear una distribución justa de la riqueza. Este tipo de artistas no son más que lloricas narcisistas con ansias de grandeza y poder, sin ningún interés en mejorar la situación de los trabajadores de la industria que son, en una importante de los casos, sus supuestos amigues. ¿Pienso que la clase obrera debe conquistar el espacio de lo pop y la cultura de masas? Sí, porque ahí es donde se generan gran parte de los discursos y experiencias estéticas consumidas. Pero lo que hay que hacer es conquistar ese espacio, no reproducir sus lógicas. Hacerte un corto que cueste miles y miles de euros, llegando a valer más de todo un año de sueldo mínimo mientras explotas a tus colegas no es conquistar una mierda, sobre todo cuando estás justificando esa asimilación de lo industrial y el querer entrar en esos circuitos para explotar a tus colegas. Entrar en lo popular para conquistar ese espacio de conversación, pero no establecerse en él como un usuario más de sus sistemas de opresión.

Godard ya se quejó de que los yankis acogieron la idea de «política de los autores» para quedarse con la idea de «autores» y olvidar la de «política». Si acaso, quien ignora más el término de política, incluso más que los yankis de mierda, son los propios autores, especialmente los emergentes que viven bajo una situación precaria. Piensan que precariedad equivale a clase, que tener poco dinero en el banco o no ser millonario te hace obrero. Lloran en periódicos de mierda diciendo que nadie paga sus proyectos, que tienen que «trabajar de otra cosa» para poder vivir de esto o, en el caso más irritante, que con lo poco que reciben con sus obras apenas les da para vivir. La idea de que existe una injusticia por «tener que trabajar de otra cosa» y no de lo que te gusta, no por fallas sistemáticas, sino porque es cruel que a nivel individual no se te otorguen determinadas ayudas implica que tú, por cineasta, al contrario que el resto de la población, no te mereces «trabajar de cualquier cosa», sino que tienes algún tipo de excepcionalidad, que tienes unas capacidades por las que cualquier otro puesto de trabajo se te queda pequeño. Dicen «tengo que trabajar a media jornada en el Corte Inglés para poder pagar mis cortos», como si la gran parte de trabajadores de esas grandes cadenas no tuviese que trabajar allí para vivir y fuera menos injusto. Yo trabajé en varios sitios mal pagados, entre ellos el Corte Inglés. Cuando leí ciertas quejas me quedé pálido, porque no parecía tener en cuenta que el resto de mis compañeros, sean del mundo de la cultura o no, se merecían tan poco como yo estar explotados, que también tenían hobbys y aspiraciones, que tenían tan pocas ganas de estar allí como las tenía yo. ¿Ser cinéfilo te hace menos merecedor de ser explotado? ¿Qué mierda de cine va a hacer un cineasta con una visión tan distorsionada y alejada de la realidad? No he conocido a gente más incompetente a la hora de hablar de los problemas socioeconómicos de la mayor parte de la población como les artistas y la gente del mundo de la cultura.

Cuando lloras porque las condiciones del cine están basadas, como cualquier lógica capitalista, en la explotación de la clase trabajadora, especialmente la clase trabajadora joven, estás haciendo una crítica legítima. Cuando lloras porque no le dan dinero a tu proyecto personal sólo escucho lágrimas de burgués, que escucharán los de tu clase, pero que a mí me la pelan. Cuando tratas las condiciones del cine como excepcionales o ajenas al resto de industrias del mundo capitalista estás ayudando a la explotación de la clase trabajadora. Y cuando tienes que trabajar en un empleo de mierda, como la mayor parte de la población, pero tu queja no es que ese empleo no debería existir, sino que tú deberías estar haciendo cine, pienso que eres un niñato gilipollas que siempre se sintió especial y pensó que nunca iba a tener que trabajar.

Cuando acabé con dos euros en la cuenta, mi mejor amiga me dijo que nada demostraba más mi privilegio de clase que ese gesto. Podía permitirme no ahorrar, llegar al límite, porque sabía que si existía alguna emergencia podía llamar a mi familia y me ayudarían, que para mí sólo implicaba no tener caprichos hasta que me llegara el siguiente ingreso en unas semanas. Ella, al contrario, si no tenía dinero en la cuenta no tenía a quien pedir ayuda, pues su madre tampoco tenía. Gastaba parte de su sueldo en ayudar en casa, porque sólo con el de su madre no llegarían a fin de mes tranquilas. Ella podía ganar más que yo, podía incluso tener mejores condiciones, pero la precariedad no hace la clase y la mayor parte de artistas no entienden esto.

He tenido trabajos de mierda, tanto en la industria cultural, como en restauración o en supermercados, pero siempre he sido consciente de mi clase. Pertenezco a la pequeña burguesía, trabaje donde trabaje. Podré estar explotado como el resto, podré tener dos euros en la cuenta como este diciembre, pero sé que mi familia pertenece a la pequeña burguesía y ese es un privilegio que puedo perder, pero porque colapse las empresas de mi padre, no porque yo esté en un empleo o en otro.

Al llegar a la escuela de cine pasé de ser el «amigo rico» entre mis amigos de Vigo, que son todos de clase obrera, a ser uno de los chavales con menos capital de todo el centro escolar. Pese a eso, yo era consciente de que vivía una situación de privilegio, aunque fuese por pertenecer a una familia con pequeñas empresas locales. Siempre comenté mi condición de hijo de la pequeña burguesía como contradicción inherente a quien soy, tal vez porque, al llevarme principalmente con gente obrera y haber militado en varias organizaciones, era plenamente consciente de ello. La mayor parte se quejaban de esta situación de precariedad, que ellos eran la clase obrera de la escuela, porque en el mundo de la cultura el burgués siempre es el otro. Luego salía la verdad: las familias tenían empresas de construcción, bufetes de abogados, propietarios de una casa de arquitectura, o eran funcionarios, pero sobre todo tenían varios pisos de alquiler que habían heredado, (pero eso, decían, «no hacía una fortuna»). No eran los millonarios de la escuela, pero se les notaba el haber ido siempre a un colegio privado en el centro de grandes ciudades, donde siempre fueron de los que menos dinero habían tenido, una burbuja de privilegio ajena a la realidad.

Este tipo de historias ha llevado a mis amigues de toda la vida a pensar que en el cine todo el mundo es un pijo hijo de burgueses, pero eso es mentira. El cine está lleno de obreros, los vemos en cada película cuando salen los créditos. Es fácil pensar los créditos así: son los obreros saliendo de la fábrica. El cine es una industria y, como tal, se sustenta sobre el trabajo de la clase obrera. Los gaffers explotados, los runners mal pagados, los ayudantes de montaje y de producción y de foto que hacen horas extras sin parar. Esos son los cineastas obreros. ¿Qué se supone que se está reivindicando cuando comentamos la precariedad en la que viven los directores? Si incluso en las producciones pequeñas son quienes más dinero se llevan, más repercusión tienen y a quienes más nos invitan a dar vueltas por España con todo pagado. No estamos vendiendo nuestra fuerza de trabajo a nadie, no somos directores de encargo, somos el privilegio de haber formalizado una idea en una obra artística.

Exit (Sharon Lockhart, 2008)

Pero ¿sabes lo que más me cabrea? Que por tu mierda de ideología vea a mis amigues explotades día tras día. Al final toda la industria del capital se mueve por la ensoñación de ascenso social. Un amigo, dedicado al ámbito de la cultura, comentaba conmigo cómo existía, en su círculo íntimo de toda la vida de amigues y familiares, la sensación de que él había escalado socialmente, porque se dedicaba a una industria que dentro de Vigo es casi inexistente —él buscaba trabajo como camarero, como reponedor o en algún hotel, pero por las prácticas que había hecho este fue el que más fácil le resultó encontrar—. No era un trabajador de Citroën, ni se dedicaba a la construcción, ni al transporte, ni a la mecánica o el naval como casi toda su clase del instituto y los hombres de su familia, sino que había podido ir a Madrid y estudiar periodismo. Lo que nadie tenía en cuenta era que, al contrario que elles, su sueldo no llegaba al mínimo estipulado por la ley según las horas trabajadas —siempre le tocaba trabajar de más, no tenía contrato, estaba de autónomo y mil trucos más para que su empresa de la industria literaria que factura millones no le pagara unos cientos de euros más. Habían pensado que, por trabajar en la industria de la cultura, había dejado de ser de clase trabajadora y, salvando tristemente las condiciones de algunos de los otros trabajos, era de los que estaba más explotado y, por una diferencia abismal, quien menos cobraba. ¿Acaso debería sentirse menos clase obrera mi colega, cuya familia trabaja en el sector de limpieza y construcción automovilístico porque trabaja de lo que ha estudiado? Y tú, cineasta primerizo que quiere hacer su corto, ¿piensas que a quien afecta esta situación es a ti por no poder realizar tu proyecto? La industria cultural está llena de obreros explotados, pero nunca son los que firman la obra como autores principales, sino los trabajadores que estos contratan.

Este tipo de conversaciones no son únicas de estas entrevistas. En las residencias artísticas nos encontramos con este tipo de quejas sin parar. Esto vale para todo, para el poeta que se queja de que no le financian una residencia para escribir, mientras le maqueta su libro une chavalite en prácticas que está aún terminando el máster. Para el artista plástico que se queja de no tener ayudas, sin pensar en los trabajadores de la galería que tienen que gastarse gran parte de su sueldo en moverse al centro de las ciudades donde están expuestas sus obras. En el músico que odia el porcentaje que firma con la productora, pero se la pela que tengan a la mayor parte de la plantilla en prácticas. Porque la cultura es industria, llena de obreros explotados día tras día. Pensar la clase trabajadora del mundo del arte como una clase trabajadora distinta al resto sólo beneficia a la burguesía. Porque mientras tú, artista obsesionado con la fama, hablas de lograr sueños, el obrero de la cultura habla de encontrar un trabajo. Por eso no me extraña que tú, que te puedes permitir trabajar durante unos meses para dedicar ese dinero a tu corto veas con distancia y altura a tus compañeres de trabajo. En cambio, un montador que trabaja en la cadena de Citroën en Vigo y un montador de video que trabaja en Madrid producciones de Amazon tienen más que ver entre ellos que la que tienen que ver contigo, puto pijo.

En definitiva, para que lo entiendas, no eres un obrero porque el estado te pague poco o nada por hacer tus cortos, ni es ninguna situación de injusticia. Eres un niñato llorica y desclasado por pensar que no mereces trabajar como el resto del mundo por ser artista. Cuando es tu corto, tu idea, tu producción y eres la principal persona que quiere llevar ese proyecto, déjame aclararte, el que contratará a sus colegas eres tú, el que gestionará esa pasta eres tú. ¿Te queda claro? El burgués eres tú, por mucho que te joda. Y si un burgués llora, nos la pela.