Chillando en los pasadizos de otro mundo

basta con que nos disipemos un poco,
con que sepamos permanecer en la superficie,
con que tensemos nuestra piel como un tambor…

GILLES DELEUZE

El niño se llama Mahito. La primera vez que cruza el umbral hacia el centro de otro mundo, lo hace solo. Después vuelve a cruzarlo, esta vez acompañado de un amigo inusual. Su gesto es el mismo, o podría parecerlo, pero evidentemente algo ha cambiado ya para siempre: no hay más que fijarse en la convicción de su paso al iterarse, al re-cruzar ese umbral que anteriormente prevenía ante lo desconocido. El umbral es un espacio vacío, claro, en el que apenas existe la luz, como mucho aquella procedente de los dos mundos que colisionan en él. Es un espacio triste, también, porque está ontológicamente negado como tal, y eso lo vuelve, como mínimo, un lugar solitario. Mahito cruza el umbral, pero nunca sospecha que quedarse en él sea una opción: hay algo en ese vacío que impele al tránsito, que alude a lo siguiente de sí, a un afuera cuya existencia solo podemos intuir. Este gesto, con su repetición, aparece hacia el final de El chico y la garza, el último trabajo de Hayao Miyazaki.

Últimamente vengo pensando que la imaginación es una buena amiga de la serotonina, y que ambas suelen tomarse ausencias conjuntas y severas. Uno quiere creerse generoso, pero lo cierto es que en los últimos meses he vadeado el tema del suicidio con una insistencia triste y angustiante; no como proyecto real —el suicidio no es nunca un proyecto—, sino como frontera en un contexto biopolítico de callada violencia. Como, mientras uno vive, parecería difícil eludir la idea de que queda mucho por vivir, la esperanza resiste y se agarra sorpresivamente. Pero la esperanza precisa de la imaginación para volverse propositiva, para anclarse en el mundo y elegir otros umbrales que nos redirijan a su interior, hacia el centro, hacia espacios en los que se vuelva posible nuestra activación política.

En El chico y la garza la imaginación se abre paso con un verdor fulminante, porque a la película de Miyazaki lo primero que le interesa es afirmarse en el mundo. Desde esa afirmación se desordena, se reinventa, se destruye y reconstruye. Responde de una manera ingeniosa y vivaz, a mi juicio, a la pregunta sobre la manera en que una imagen, como tal, estaría siempre en deuda con las demás, formulada con tino por Peter Szendy en el marco de una ontología de la imagen que piensa al capital como un elemento constituyente de todas sus formas posibles. Para Szendy, igual que para Deleuze, el principio político de activación para toda imagen es su carácter relacional, es decir: su capacidad para entrar en contacto con imágenes eventualmente otras. Desde ahí podemos, sin ir más lejos, pensar la fuerza reificadora con la que opera buena parte del cine de autor —y la cursiva responde aquí a poco más que un rechazo a definir semejante categoría— contemporáneo, empeñado en escindirse del conjunto de las imágenes del mundo, de crear un campo semántico propio y eminentemente capitalizado por dinámicas de naturaleza industrial y elitista.

Pero las imágenes de El chico y la garza se presentan siempre abiertas, y no es del todo cierto que Mahito solo cruce el umbral hacia el centro de otro mundo en el tramo final de la película. No está claro, de hecho, que ese otro mundo tenga un centro. Bien al contrario, podríamos argumentar que ese espacio vacío que nuestro protagonista cruza y re-cruza no se significa como umbral en mayor medida que muchos de los otros lugares que Mahito visita en su largo viaje hacia el centro. La casa de Kiriko, que lo acoge y le da de comer, funciona también en ese sentido: nuestro protagonista tampoco cree que quedarse allí sea su objetivo, porque su impulso es fundamentalmente nómada. Entra en ese mundo otro por pura curiosidad, siguiendo la promesa vaga de un hombre-garza, y todos sus movimientos responden a partir de ese momento a la misma convicción: la de seguir moviéndose.

El chico y la garza (Hayao Miyazaki, 2023)

En uno de esos grandes pasadizos del otro mundo, Mahito se encuentra azarosamente con la persona a la que busca, su madre, fallecida en la explosión de un hospital a comienzos de la II Guerra Mundial en Japón. Pero las cosas no resultan como él esperaba: en el otro mundo, su madre es una niña de su misma edad, y de hecho se reconfigura como un nuevo umbral hacia otra parte, hacia otro destino desconocido, y también como una compañera para recorrer todos esos pasadizos llenos de misterio. Mahito olvida su convicción inicial y prosigue, cruzando y cruzando puertas, encontrándose con periquitos totalitarios, pequeños seres luminosos y todo tipo de criaturas que, en el espacio sin reglas del tránsito, aparecen naturalizados. Diría Deleuze: «He aquí lo que es el otro: puebla el mundo de posibilidades, de fondos, de franjas, de transiciones; inscribe la posibilidad de un mundo aterrador aun cuando yo no estoy aterrado, o bien, al contrario, la posibilidad de un mundo tranquilizador cuando yo estoy realmente aterrado por el mundo».

Lo crudo de la idea del suicidio es que aparezca razonablemente, explicada por toda una serie de estructuras que le otorgan un sentido más bien nítido. Esta apariencia razonable nos violenta y cercena para nosotros la posibilidad de acceder a una imagen verdadera del otro. Nuestro mundo de umbrales queda atrapado en la lógica binaria que puentea entre la Vida y la Muerte: entre ambas, apenas ese espacio vacío en el que estamos completamente solos, ese espacio que no tiene otra voluntad que la de hacernos cruzar aterrados, sin convicción, por la pura imposibilidad de quedarnos en él. En el posfacio a Desconfiar de las imágenes, de Harun Farocki, que firman la que fue su pareja, Antje Ehmann, y el filósofo Kodwo Eshun, se apunta algo que, a mi juicio, resulta muy conmovedor a este respecto:

Si uno mira el mundo desde su ventana del primer piso durante un tiempo suficiente, tal vez el mundo se le revele; esta revelación es la recompensa que uno obtiene por ese tiempo que ya no recuperará jamás. Claro que, también, quizás uno no gane nada por todo ese esfuerzo.

En cada uno de los umbrales que Mahito cruza en El chico y la garza se adivina algo parecido a este salto al vacío de la mirada, a esta confianza limpia en lo que está al otro lado, en que el sentido se construya a través de la insistencia, de la proposición, de una afirmación en el ser que, aunque precaria, no puede ser discutible. No se trata de ganar nada con el cambio, sino justamente de seguir viviendo, de seguir corriendo, de seguir chillando por los pasadizos de otros mundos.

Y la vida, ahora mismo, se me revela en esa continua transición, en el espacio de la misma transición como ontología: se trata, como insinuaba Agamben, no ya de construir nuevas imágenes para el cuerpo amado, sino de inventar —y la invención está presente en el mismo gesto de seguir con vida— un nuevo cuerpo para la imagen. Una nueva lógica, no ya construida en torno a espacios estancos conectados por lugares de paso, sino por lugares de paso en los que estar acompañados. Después vendrán otros mundos, e iremos hacia un centro que ya no es centro y retomaremos la periferia de unas biografías incomprensibles linealmente, hechas de retazos de otras vidas, grandísimos collages de experiencias de comunión. Mahito tiene la oportunidad de imaginar un mundo ajeno al suyo, como un raro Demiurgo, empleando unas figuras de madera. Pero su carácter, como inventor, es mucho más radical.

Algunas regiones de la experiencia depresiva en un mundo político tan sofocante como el nuestro son difíciles de explicar. El suicidio aparece como idea cuando siento que no dispongo de las herramientas suficientes para hacerme cargo de ese declinar. Pero tengo algunas, y quiero ofrecerlas, y ofrecerme a mí mismo en todo este campo de transiciones para que la fuerza política de la imaginación me alcance, y me vuelva a alcanzar, y pueda también canalizarse a través de mí. Puede sentirse la electricidad sobre la superficie del mundo cuando lo estiramos juntos y con fuerza.

El chico y la garza (Hayao Miyazaki, 2023)
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