La condena del hipócrita siempre ha sido políticamente fecunda. Demostrar que el otro «dice una cosa y hace exactamente la contraria» produce un regocijo popular, un acuerdo inmediato de desaprobación. Pero de lo popular viene también el dicho castellano: «quien critica se confiesa». No debería sorprender, a estas alturas, que alguien que manifieste unas convicciones éticas fuertes en torno a algo haga exactamente lo contrario. En parte, porque los ideales éticos suelen formularse desde una falta, como una aspiración: «las personas más violentas son las que más quieren la paz», dijo John Lennon, que admitió haber pegado a su primera mujer antes de que Yoko Ono le convirtiera al feminismo.
De todo el asunto Errejón, vaticino que la derecha quedará fijada en esta crítica. Nunca verán una victoria del feminismo, sino que señalarán la vieja «doble moral» de la izquierda, la del comunista con iPhone. Para muchos de ellos, no hay posibilidad de doble moral en torno a cuestiones como el feminismo, porque no hay voluntad de una única moral en primer lugar.
La hipocresía de Errejón muestra una falta de introspección y de inteligencia emocional; pero no es, ni de lejos, lo más grave de su texto de renuncia. Sus acciones, nos dice, son producto de una subjetividad tóxica, neoliberal y patriarcal. Se presenta como víctima de una serie de estructuras que en realidad le benefician más que perjudican, sin mencionar el sufrimiento de aquellas, desposeídas, que habitan los márgenes, como las mujeres que agredió. El poder le ha arrebatado la empatía y la culpa es del neoliberalismo, nos dice, del patriarcado; e incluso de la gente, le falta añadir, por haberle votado.
Más allá de las maniobras de la carta, merece la pena centrarse en los testimonios. Ellos ofrecen una descripción de Errejón que no sorprende demasiado a los que conocemos las actuaciones de ciertos hombres poderosos en otros ámbitos, como la academia o la empresa.
En un colegio donde trabajé tres años reinaba un hombre similar. El director era el máximo exponente de una masculinidad Peaky Blinders (su referente). Al entrar en la empresa, iniciaba a los trabajadores con un discurso en el que fardaba de lo innovativo del proyecto, rechazaba un par de llamadas, te decía lo especial que eras y te exhortaba a comunicar cualquier problema o duda que tuvieras: «yo también tengo ansiedad», decía, «estuve ocho años yendo a terapia». La forma de vida que encarnaba y promovía era bastante clásica: hombre en traje, ocupado; al teléfono, pero siempre erguido (sólo llamadas); con una sensibilidad merecedora de admiración; capaz de tomar «decisiones difíciles» pero también de salir de fiesta con sus trabajadores al Ochoymedio. Rápidamente intentaba forzar un escenario de cervezas después del trabajo. Si eras hombre, optabas a entrar en la camarilla heterosexual nocturna de los findes, si eras mujer, testearía esa noche tu capacidad para decirle que no al jefe, tras una chapa sobre cómo deconstruyó su masculinidad vasca.
Bajo su control, una serie de hombres enganchados a esa promesa de forma de vida. Iban todos en traje y garabateaban sus ideas con un rotulador en las puertas de cristal del centro —que luego limpiaba Patricia, la señora de la limpieza—. Cuando había algún problema, el jefe aplicaba siempre el mismo remedio: interminables discursos sobre cómo éramos una familia y había que sacrificarse por el proyecto, lo especiales que éramos cada uno y lo bien que trabajábamos. Siempre con un tono suave y terapéutico, mezclaba las mayores alabanzas con reproches velados, que en privado se convertían en broncas salvajes. Cuando se iba, el problema seguía, pero su manada de hombres soñaba de nuevo, como bajo un embrujo, con una vida de Sillicon Valley, trajes, despidos, mujeres y puros en la azotea.
Profesoras, alumnas y trabajadoras conocían las prácticas de este hombre, pero nadie decía nada, debido a la «alta rotación» de la empresa. A pesar de ello, eran tan fuertes los rumores que al final del primer año nos sacó a un par de profesores a un parque y nos dijo: «no soy un depredador sexual, y os lo digo mirándoos a los ojos, para que veáis que no miento». Una frase que probablemente nunca quieras escuchar en boca de un director de colegio.
Narcisismo, género y masculinidad
La relación de dominación que unía a jefe y empleados en mi antiguo colegio se entendería desde la psicología moderna como la de un «perverso narcisista» y sus víctimas. De igual manera se ha tildado a Iñigo Errejón y a otros maltratadores poderosos. Como señala el sociólogo Marc Joly, cada vez más personas utilizan este término y similares («psicópata narcisista», «manipulador emocional») para racionalizar experiencias emocionales y laborales traumáticas. Merece la pena detenerse ante esta psicologización de las figuras de poder en torno a la noción de «narcisismo». A menudo se utiliza para ocultar o desviar la atención de factores más estructurales que, aunque no exculpen a los responsables, son fundamentales para entender la dominación patriarcal capitalista.
La condena al narcisismo no es nueva: está presente desde, por lo menos, la década de los setenta, calificada por Tom Wolfe como la «década del yo». En los últimos años, sin embargo, la categoría ha propiciado la construcción de un perfil psicológico al que a menudo se le atribuye un tipo de perversidad absoluta, incuestionable. Se habla de un mundo poblado por fantasmas sin empatía que gozan arruinándonos la vida, sin explicar las dinámicas de poder en las que éstos florecen. Títulos como Los narcisistas y tú. Aprende a gestionarlos en todos los ámbitos de tu vida (2022), Tú no eres el problema: entiéndete y sana tras el vínculo con personas narcisistas (2024), Rodeados de narcisistas: Cómo detectar, esquivar y protegerte de las personas tóxicas sin morir en el intento (2024) confirman que el narcisista, como el infierno sartreano, siempre son los otros. En muchos, el itinerario verbal se repite: primero «identificar», «detectar»; luego «gestionar», «protegerse»; finalmente «liberarse» y «sanar».
Este contexto parece propiciar una subjetividad estructurada como rearme psíquico ante la devastación del narcisista-otro. Un repliegue del yo que, en su versión más extrema, puede llevar a un cierre del deseo frente a una peligrosa seducción exterior. Paradójicamente, la simplificación proyectiva que ejerce la psicología de autoayuda coincide con otra forma de narcisismo: el de la autosuficiencia absoluta y el aislamiento del mundo. Por un lado, el narcisista se nos presenta como un ente poderoso y embaucador; por el otro, como independencia, límite, racionalidad.
En su libro Bonds of Love, la psicoanalista Jessica Benjamin trata de explicar esta paradoja mediante un análisis de género. Benjamin argumenta que detrás de los discursos anti-narcisistas clásicos —los que hablan de una sociedad infantilizada, feminizada, sin suficiente autoridad paterna, como Christopher Laschen La cultura del Narcisismo — late un miedo a la indiferenciación, que se asocia con una vuelta a estados primarios de dependencia propios de la relación maternofilial. Freud identificó esta fuerza materna con el «sentimiento oceánico, que busca algo así como la restauración del narcisismo sin límites»[1]. De forma mucho más explícita, Jordan Peterson, en su bestseller titulado 12 Reglas para la vida, se refiere al «hombre aniñado»:
No seas dependiente. Para nada. Nunca. Y punto. El acoso que forma parte de la aceptación en una cuadrilla de obreros es una prueba: ¿eres duro, divertido, competente y fiable? Si no, lárgate. Así de simple. No tenemos ninguna necesidad de tenerte lástima. No queremos aguantar tu narcisismo y no queremos tener que hacer tu trabajo. (Peterson, 2018, p. 299)
Para salir de este estado, el infante debe identificarse con el padre, que representa la individuación, la actividad frente a la pasividad. Esta superación de la dependencia, nos dice Benjamin, está detrás de la noción clásica de sujeto, que se destapa como implícitamente masculina. La subjetividad (neo)liberal moderna está fundada, entonces, en el repudio de un «narcisismo femenino», asociado con la dependencia, la apertura total hacia el otro, la fusión y la pérdida de control. Este «matricidio simbólico originario» (Adriana Cavarero) construye la ficción del sujeto independiente y autosuficiente. Por tanto, frente al narcisismo femenino, se instaura el masculino.
Benjamin sugiere que esta pulsión «femenina» (llamada así no por ningún atributo natural, sino por convención) que nos empuja hacia la indiferenciación, no puede ser nunca negada del todo, como propone la masculinidad clásica. Con la misma fuerza y desesperación que los hombres rechazan la seducción y la pérdida de control, buscan figuras a las que someterse, con las que fusionarse. Tal y como presumen de autonomía y límites precisos, necesitan desplegar su poder y expandirse más allá de sí mismos. El repudio de toda dependencia parece predisponer particularmente a los hombres para sufrir y ejercer la dominación.
El entramado discursivo de mi antiguo colegio apelaba a una subjetividad masculina/neoliberal de autosuficiencia y control, pero siempre desde la seducción, incitando al descontrol y la fusión. Esta doble apelación a la agencia y al arrastre —distinción e indiferenciación, autonomía y dependencia—, tan propia del hombre poderoso, se puede entender desde el psicoanálisis como la raíz discursiva de la dominación. Estructura relaciones abusivas de poder, combinando el «qué única y especial eres» con un alegato por lo incontrolable/irracional/inconsciente (llámese, «eros», «aión», «azar», «mundo interno», «dios», «inconsciente», «emociones», etc.).
La fantasía masculina de Errejón
La oscilación entre fantasías de independencia y de dominación/fusión es un rasgo distintivo de la masculinidad, y tiene su raíz en el repudio de toda pasividad/dependencia/vulnerabilidad. Está en el corazón de la sexualidad masculina heterosexual, que alterna entre un ascetismo que rehúye la intimidad, y una objetivación de la mujer que la hace alternar entre una poderosa seductora (fuerza indiferenciadora y fusionante) y un cuerpo explotable (donde ejercer la omnipotencia). La encarnación totalizante de un narcisismo de la autosuficiencia —y la represión de todo lo que signifique dependencia y apertura— predispone al hombre a buscar la dependencia mediante formas perversas, como la dominación o la sumisión absolutas. La utilización proyectiva de términos como «perverso narcisista», «psicópata narcisista» o «monstruo» para explicar estas relaciones de poder, simplifica dinámicas que son estructurales, con el peligro de fomentar otro tipo de subjetividades narcisistas hegemónicas.
La apelación interesada y banal al patriarcado y el neoliberalismo, tal y como hemos visto en la declaración de Errejón, es una forma de fantasía de impotencia que busca anular cualquier tipo de responsabilidad personal, reproduciendo una dinámica masculina clásica.
Bibliografía
Jessica Benjamin (2013). The bonds of love: Psychoanalysis, feminism, and the problem of domincation. Pantheon.
Adriana Cavarero (2022). Inclinaciones: crítica de la rectitud. Fragmenta Editorial.
Marc Joly (2024) La perversion narcissique: Etude sociologique. CNRS Editions.
Jordan Peterson (2018). 12 rules for life: An antidote to chaos. Random House Canada.
[1] La cita es de El malestar en la cultura.