Cuando las paredes tiemblan

No sé muy bien cuándo comencé a leer a Fredric Jameson. Con él en ocasiones me siento como en un sueño, como en aquella escena de Origen donde Leonardo DiCaprio le pregunta a Cillian Murphy si recuerda cómo ha llegado hasta allí, y cuando este se da cuenta de que está soñando, las paredes tiemblan y los muebles se tambalean. Para mí, leer a Jameson es un poco así. Es transitar por párrafos arduos, arrastrarse a duras penas por renglones angustiantes y frases sinuosas hasta que, de pronto, las palabras encajan y su estructura se revela ante ti como una visión alquímica. Las paredes de tu habitación tiemblan y la oscuridad del texto se disipa en un fogonazo eléctrico.

Debí leer por primera vez a Jameson en tercero o cuarto del grado en filosofía, casi seguro que por mediación de David Sánchez Usanos. Son muchas las personas cuyo extraordinario trabajo de investigación, edición y traducción han contribuido hacia la ardua (y, cada vez más, merecida) difusión de su obra en nuestro contexto nacional. Pero no puedo evitar mencionar en especial a David, que no solo fue indispensable para su visita a nuestro país en 2014, sino también en que los libros de Jameson llegasen a mi habitación.

Debió de ser aquella época extraña previa a la Pandemia, cuando Donald Trump llegó a la Casa Blanca, Mark Fisher se quitó la vida y los tiempos de indignación e impugnación populista habían disipado todo tono emancipatorio y, por el contrario, empezaba a formarse una incipiente ola reaccionaria.

Y así, poco a poco, fui transitando aquellos párrafos arduos, deslizándome por esas palabras sinuosas. En días que se tornaban oscuros, en las páginas de Jameson fui encontrando un reguero de trocitos de luz que me sumió, poco a poco, en las insondables profundidades de su pensamiento. Sin saber cómo, me había quedado atrapado en su prosa, en lo más hondo. Por eso me cuesta tanto responder cuando alguien me pregunta por dónde empezar a leer a Jameson. Porque, de verdad, no sé muy bien cómo he llegado hasta aquí.

Cuando estalló la COVID yo vivía solo en una casa enorme en las montañas, estaba deprimido y tenía una copia de Arqueologías del futuro sobre la mesa. Estaba afectado por los síntomas de una enfermedad crónica todavía sin tratar, y me acababan de negar la renovación de un contrato precario en una tienda de ropa. Trabajar como otro engranaje de la industria textil había sido una experiencia reveladora. Me había permitido transitar los sucios intestinos de un centro comercial que proyectaba al exterior una imagen de lujo y elegancia. Me había hecho sentir como un orco en las fábricas de Isengard, movilizando con un esfuerzo deshumanizante un torrente incansable de plástico y poliéster.

Mientras doblaba camisetas por las mañanas, Fredric Jameson, por las noches, me hablaba de cómo podíamos pensar el capitalismo, de qué imágenes y relatos y, sobre todo, de qué puntos de vista movilizarían las posibilidades emancipatorias del futuro. En un momento tan bajo, leer sobre utopías podría parecer extraño, incluso frívolo. Pero, para mí, todo aquello tenía sentido. Las bolsas de camisetas en el vientre de la bestia, los textos de Jameson sobre la ciencia ficción. Ambas eran imágenes de un mundo furioso, inconexo y acelerado.

Durante siglos, los violentos cambios de nuestro mundo han venido acompañados de un arte y un pensamiento furiosamente determinado a captar el espíritu de su tiempo. Jameson nos enseñó a entender cómo y por qué la cultura aparentemente ha renunciado a esa responsabilidad mientras que nuestro mundo no ha dejado de transformarse de forma acelerada. Lo que algunos llaman posmodernidad o posmodernismo no es, para Jameson, simplemente una etapa histórica o un estilo artístico. No es tampoco ni es una ideología ni una teoría política, ni tampoco la aparente ausencia de ideología y de teoría. Jameson lo dejó muy claro en el subtítulo de su más aclamada obra: el posmodernismo es la lógica cultural del capitalismo tardío. Es decir, la forma específica que el estado más perfecto y avanzado del capitalismo encuentra en el arte y en la cultura para acelerar la circulación de mercancías y, en definitiva, acrecentar su proceso constante de reproducción. En el momento en el que el comunismo parecía finalmente desacreditado y se nos empezaba a hablar del Fin de la Historia, Jameson mantenía viva (en un contexto particularmente hostil, por cierto, como era el estadounidense) la más básica intuición del marxismo. Aquella que nos recuerda que todo lo que pensemos o hagamos tiene una deuda indisociable con el lugar que ocupa en el mundo en el que vivimos. Y que, si nuestra labor intelectual y artística parece más desconectada que nunca, si nada parece tener propósito ni sentido, no es porque hayamos entrado en un tiempo poshistórico o postideológico. Si la brecha entre la injusticia y el caos en el mundo, por un lado, y la frivolidad y la toxicidad de la cultura, por el otro, parece más grande que nunca, no es más que la señal de la envergadura de nuestra responsabilidad por resarcirla.

En eso creo que Jameson recoge una clara intuición de Adorno: un pensamiento sometido a un presente aberrante es un pensamiento cómplice con la aberración. Ahora que el horror se abre paso por la franja de Gaza y nuestros políticos recrudecen la xenofobia de su discurso, esta reflexión se hace si cabe más necesaria. Cuando los tiempos parecen más oscuros, más importante es la misión de estar a la altura. No se puede decir que muchos filósofos de nuestro tiempo lo hayan estado. Fredric Jameson es, sin duda, uno de ellos.

Cuando me enteré de la muerte de Jameson estaba volviendo en tren a Madrid después de un fin de semana en el que me había emocionado mucho y había dormido poco y bebido demasiado. De pronto me sentí desolado. Pero ya no estaba deprimido. Por el contrario, me inundó un sentimiento pleno de complicidad y agradecimiento. En pocas horas las redes se habían llenado de mensajes de aquellos que le admiraban, que le habían conocido o que habían acudido a sus clases. Muchos de ellos halagaban su talla intelectual y resaltaban sus aportaciones teóricas. Pero todos ellos, sin apenas excepción, le destacaban como un hombre bueno. Señalaban que, pese a ser uno de los más celebrados filósofos de los últimos tiempos, nunca renunció a la humildad intelectual ni a la generosidad con sus alumnos. Todos los que le conocieron confirman esta imagen, pero yo además creo que es algo que transpira con claridad en sus escritos.

Jameson siempre rehuyó el moralismo y escribió desde una profunda compasión y compromiso. Esa, en mi opinión, es la verdad más profunda de la teoría socialista: que ha de nacer del amor por el prójimo, el horror ante la injusticia y la más pura humildad ante la gravedad de la responsabilidad asumida.

Con el tiempo, aunque sigo sintiendo los tiempos más oscuros que nunca, mi disposición y mi ánimo han mejorado. Por suerte, mi enfermedad cuenta con tratamiento. Pero, aunque otras ideas y lecturas han pasado por la mesa de mi habitación, siempre recuerdo que tengo que volver a leer a Jameson. Siempre pienso (y hoy más que nunca): «hace mucho tiempo que no leo algo de Jameson». Esa frase, para mí, siempre es verdadera. Cuando siento que necesito tocar tierra, repaso algunos de sus textos o conferencias, escucho alguna de sus ponencias. Y entonces, de nuevo, entre su espesa prosa, los chispazos, los fogonazos. Conozco esa sensación, pero no deja de sorprenderme. Las paredes de mi habitación tiemblan, los muebles se tambalean. Recuerdo por qué hago esto. Conecto de nuevo con la honda responsabilidad que implica vivir en un mundo caótico e injusto. Recuerdo el papel que la filosofía y la cultura no solo pueden, sino que necesariamente han de jugar en la consecución de un mundo mejor. Una filosofía sumisa a su tiempo será siempre una filosofía cómplice. He aprendido muchas cosas de Fredric Jameson, pero creo que esa es la más importante.