Cuerpo contra cuerpo

A nadie sorprende ya la afirmación de que nos encontramos ante una crisis del género y la sexualidad. No tiene por qué ser polémico afirmar que habitamos una realidad post-feminista si con esto nos referimos no al hecho de que ya no existen estructuras de dominación masculina, sino que convivimos con ellas –incluso, a veces, reforzadas– y con su desmantelamiento, y que buena parte del imaginario cultural se asienta sobre esta tensión. Algo parecido a lo que afirma Bourdieu sobre la escuela de arte cuestionada puede ser aplicado aquí al género y la sexualidad: una institución en crisis favorece la interrogación. Sin embargo, los cauces de la interrogación no son siempre críticos; pueden reforzar, de hecho, la institución bajo la premisa del desmantelamiento. En lo que sigue voy a tratar de pensar La habitación de al lado de Pedro Almodóvar y La sustancia de Coralie Fargeat como dos películas que se sitúan justamente en esta crisis y tensión tomando cauces bien distintos.

A la crisis del género le acompaña necesariamente un desequilibrio en nuestras concepciones del cuerpo que, sin embargo, no se nos aparece de forma tan obvia como la primera. Foucault afirma que la sexualidad es el dispositivo moderno predominante de acceso al cuerpo, por lo que casi podríamos dar por sinónimo uno y otro. Cuestionar el género es cuestionar el cuerpo; buscar alternativas y resistencias sexo-genéricas es hacer tambalear la corporalidad. La habitación de al lado nos invita a adentrarnos en el escabroso mundo de los cuidados en un momento en el que la división sexual de los espacios público y privado ya no opera como antaño, y ante un escenario ecológico desolador que convoca la necesidad de ampliar el alcance de estos. La sustancia, por otro lado, nos sitúa ante la tragedia de la hipersexualización y el envejecimiento para las mujeres en un contexto farmacopornográfico y de reglamentación del éxito femenino en términos neoliberales. Aunque a través de temáticas diferentes, ambas pivotan sobre un eje que vincula la tensión entre cuerpo y poder.

Además de la advertencia anterior, Foucault también muestra que lo que en Occidente llamamos sexo, es una forma. ¿Qué quiere decir esto? Que a pesar de que el cuerpo se oculta tras la máscara de lo natural, se trata de un «dispositivo regulatorio» que funciona mediante unificación e idealización. Puede resultar muy tentador considerar el sexo, por el contrario, como lo informe, una suerte de materia prima, de proliferación de pulsiones, sensaciones y placeres indisciplinados. Es decir, aunque

nada podría impedir pensar el orden sexual según la autoridad de la ley, la muerte, la sangre y la soberanía –las referencias a Sade y Bataille– cualesquiera que sean las promesas de subversión que demandemos no son, en definitiva, más que una «retroversión» histórica. Debemos pensar el sistema de la sexualidad a partir de técnicas de poder que le son contemporáneas (Foucault, La voluntad de saber).

A esas técnicas les dará el nombre de biopolítica, ya que se ejercen justamente en la intersección entre el disciplinamiento de los cuerpos y el control de las poblaciones, tratándose así de un poder que ya no se erige sobre el problema de la soberanía –fuerza y prohibición–, sino sobre las normas, placeres y deseos –la vida corporal. De nuevo, sexo y cuerpo van de la mano. La liberación política no debe indagar, por tanto, el poder en términos oposicionales –resistir al poder es oponerse a él, salirse de él–, sino rastrear los mecanismos reguladores a través de los que se producen y se mantienen los deseos del sujeto –amamos eso mismo que nos somete.

Lo que más nos interesa para pensar nuestros objetos es que, dado lo anterior, la identificación del sexo y el cuerpo con lo informe es lo que Foucault denomina en la cita una «retroversión histórica». La sustancia recurre sin descanso al medio de lo informe ya que la materia, sea en forma de cuerpo o de comida, solo aparece como producto de una normatividad excretoria pero a la que, sin embargo, no se le da ninguna oportunidad para la formación, porque su única forma es un exceso que no tambalea ninguna estructural pensarse fuera de esta. El discurso que opone el cuerpo y el poder –por muy desfigurado y abyecto que se muestre, como en La sustancia, con sus babas, sus bultos, sus arrugas, su mierda, sus pelos– acaba por ser cómplice del poder. Refuerza la dominación en tanto que la subversión no es subversión mientras no se entienda el cuerpo como una forma y el deseo como elaboración de un proceso vinculado al poder –esto ya sí son las técnicas de poder que le (nos) son contemporáneas. La sustancia solo elabora la resistencia en forma de transgresión.

Este es el nudo que cabe desenredar para entender por qué hoy el cuerpo se ha convertido en el gran campo de batalla. Se presenta continuamente como espacio para la transgresión, a la vez que como algo que debe ser trascendido o superado por contener una potencia determinista y disciplinadora, sea biológica o biopolítica. Esta es probablemente la constatación más evidente de la crisis del género y la sexualidad.

La sustancia, como la mayoría de los productos culturales que reproducen una estética de la transgresión sustentadas en el recurso agotador de lo informe, comparte con el imaginario neoliberal la premisa de que la resistencia aparece siempre y exclusivamente en oposición al poder, y por tanto, elabora una visión de la subjetividad que puede (y debe) vivir sin carne. Se trata de una negación del poder que, ahora ya lo podemos decir, es sinónimo de una negación del cuerpo. ¿Qué posibilidades nos ofrece éste en La sustancia? Podemos pensar que la pantalla está atiborrada de carne, pero ésta solo se muestra como una forma más, entre cualquier otra, de exceso o provocación: el prodigioso culo de Sue y el aterrador dedo de Elisabeth están más cerca de lo que pensamos de un dualismo bien presente en la cultura occidental. Esta nos ha devuelto tradicionalmente un cuerpo que debe ser venerado o castigado, elevado o trascendido, amado o despreciado. Ambos lados de la balanza se refuerzan. Recordemos que según la creencia de la resurrección, Dios «resucitará la carne haciéndola incorruptible, inmortal, espiritual» (San Agustin, La ciudad de Dios). Es decir, deseamos ser cuerpo, pero despojando a este de todas sus condiciones. La sustancia se piensa bien lejos de esta dialéctica, se piensa al margen de ella y, por ello, no puede estar más atrapada, no puede serle más cómplice.

Desde el feminismo se ha considerado, en cambio, que el vínculo con el cuerpo –sin despojarle de sus condiciones pero haciéndolo también deseante– es inexorable y así lo hace también La habitación de al lado. La identificación tradicional entre lo femenino y la naturaleza ha supuesto en la historia de la teoría feminista cierta tensión y vigilancia a través de las lentes del esencialismo, pero es innegable que sus fundamentos se desarrollan junto a un proceso de corporeización y (re)sensibilización que tiene su punto de mira en la somatofobia constitutiva al falogocentrismo –que es especialmente una negación del cuerpo masculino por delegación. Esto último lo expresan Butler y Malabou con la siguiente fórmula: «sé mi cuerpo por mi, pero no me digas que ese cuerpo que eres es el mío» (Butler y Malabou, Sé mi cuerpo). El tipo de dominación que se deriva de la somatofobia sexualizada es una en la que el privilegio permite a algunos sujetos desprenderse de su cuerpo. La exposición de la existencia del trabajo reproductivo y de cuidados oculto en las dinámicas de producción por parte de las feministas marxistas es quizás el ejemplo paradigmático. Por tanto, una salida prometedora o feminista no se encamina a la propiedad del cuerpo –como en el final de la La sustancia, que solo es cuando ya no queda nadie al otro lado cuando llega la autoafirmación– sino a algo así como un «sé mi cuerpo por mí, junto a mí» o a mi lado.

La habitación de al lado convoca una aproximación íntima pero no por ello apolítica a la vulnerabilidad en un contexto de crisis de los cuidados. La precariedad como condición ontológica se ha convertido en una de las claves conceptuales de la filosofía política contemporánea. Sin embargo, no siempre se reconoce o subraya lo suficiente la herencia feministas de esta teorización, que tiene su origen en la crítica al poder que pone de relieve el cuerpo y su carácter dependiente como espacio de explotación a la vez que sustento de la vida. Adriana Cavarero, en Inclinaciones. Una crítica de la rectitud, por ejemplo, elabora filosóficamente una ética postural que se traslada de la verticalidad del homo erectus –ya lo sabemos, lo que nos hace ser como somos es nuestra verticalidad– a la inclinación, y para ello se sirve de la escena primitiva del nacer de otra e inclinarse ante el recién nacido o el inerme. De la misma forma, La habitación de al lado propone una realidad en la que el cuidado del otro –y aquí la otredad es importante, pues no se trata del amigo sino del no-cercano o no-familiar, incluso del desconocido o del ecosistema mismo– es la respuesta ante la condición de unilateral dependencia social y biológica –que, de nuevo, ya podemos pensar como sinónimos– con la que somos arrojados al mundo.

¿Qué posibilidades nos ofrece el cuerpo de La habitación de al lado? Algunas filósofas feministas como Luce Irigaray leyeron el falocentrismo intrínseco a la historia de la filosofía en clave de dicotomía materia-forma, siendo lo femenino identificado siempre con una materialidad externa, informe, a la propia dicotomía que, sin embargo, la sustenta o es su condición de posibilidad. En sus obras podemos encontrar cómo esa materialidad reprimida, que es efecto siempre del poder o de la propia estructura, y no excesiva o provocativa en sí misma sino como efecto, cobra forma. El ombligo en Irigaray o la baba en Monique Wittig ofrecen una comprensión del cuerpo agujereado, expuesto, abierto, dependiente, vulnerable, que trata de resistir al disciplinamiento biopolítico pero ofreciendo contra-respuestas desde los propios cuerpos, que son el lugar del poder. La carne aquí tiene mucho que ofrecernos, aún cuando se trata de una subjetividad que se sabe atada y formada desde un inicio a través de condiciones que no le pertenecen. De la misma forma que el ombligo en Irigaray expone la infinitud de la alteridad en una misma, o la baba en Wittig expone una alternativa a la erótica del dominio, La habitación de al lado pone en escena la condición criatural de la mortalidad –el cadáver, ya sabemos por Kristeva, es también lo abyecto o lo femenino.

Todas fuimos dependientes, en su momento, del cordón umbilical, todas babeamos y todas moriremos, pero no solo no lo hacemos de igual forma sino que el cuerpo, como hemos visto, no es condición de nada y, a la vez, lo es de todo. Por ello, películas como La habitación de al lado interfieren en el proceso de tomar forma de un motivo que todavía está por instituir filosófica y políticamente como es el carácter vulnerable de nuestros cuerpos biológicos y la relación que esto tiene con el poder. Dice Catherine Malabou que, aunque la naturaleza es tierna, solo empieza a ser pensable y practicable, al fin, si se cultiva. En el Prólogo a Power of Gentleness: Meditations on the Risk of Living de Anne Dufourmantelle, el dejarse ir de una vida que ya no puede soportar más es, de hecho, uno de los ejemplos que ilustran la formación de una ternura biológica. El cuerpo todavía tiene mucho que ofrecernos.

A diferencia de La sustancia, La habitación de al lado renuncia a la fantasía neoliberal de un cuerpo o un género que, si no está totalmente atravesado por la imposición vertical de la ley, debe buscar la resistencia al margen del poder, y abraza, en cambio, una visión precaria que supone siempre –y aquí es importante no olvidar la etimología de la vulnerabilidad– una exposición a la herida y a la violencia. Asomarse a la mortalidad del otro es asomarse a alguien que muestra que, sin cuidado, no hay vida. La vinculación que va desarrollándose a medida que La habitación de al lado avanza, y que convierte la lejanía en proximidad, no es sin embargo nunca del todo familiar y con ello mantiene así un principio que es político y que nos ata al cuerpo como fuente de explotación y sometimiento, toda vez que refuerza la idea de que «no existe la posibilidad de no amar cuando el amor está estrechamente ligado a las necesidades básicas de la vida» (Butler, Mecanismos psíquicos del poder).