El autor, el autor

I

Cuando hablamos de cine, pocas ideas han tenido una vida tan longeva como la del autor cinematográfico. Por lejana que resulte la teoría, quizás hayan escuchado alguna vez que tal o cual película es «cine de autor». Y hasta si uno tiene parafilias, uno se habrá referido a una situación algo inusual como sacada de una película de tal o cual director. 

El caso es que la idea no goza de mala salud precisamente. La teoría del autor está tan viva que aún hablamos, y hasta escribimos, en su vulgata: la teoría vulgar del autor es la que dice que autor es aquel de quien se puedan detectar miradas reconocibles. 

El término es vago y como es lógico, sus traducciones varían. Una mirada reconocible puede incluir, según convenga, temas o argumentos o imágenes. O, de vez en cuando, una cierta forma de encuadrar, montar, musicar y dirigir actores. En ambos casos, lo que define a la teoría vulgar del autor es la coherencia entendida como repetición de alguno o todos estos aspectos.

Aunque parezca redundante, una idea así tuvo sus autores. Uno importante fue André Bazin, el gran crítico de cine y cofundador de la revista Cahiers du Cinéma, que empezó a escribir de ella en las páginas de la propia revista. No obstante, ya en 1957, en Sobre la política de los autores, Bazin se mostraba ambivalente y provocador.

Aún así, ofrecía una síntesis perfecta: «La política de los autores consiste [….] en elegir dentro de la creación artística el factor personal como criterio de referencia, para después postular su permanencia o su progreso en la siguiente».

Me gustaría subrayar la importancia que tiene, al menos para Bazin, la idea de progreso. Llega tan lejos como decir que Ciudadano Kane es «más una película de la RKO» y que, por lo tanto, Mr. Arkadin es una película de autor.Y sin embargo, Bazin tenía claro que «el autor es, para él mismo, siempre su propio tema». Dicho de otro modo, si no importan los temas, sino que interesan los autores, lo lógico es que el autor nos guste por quien es y no por lo que trata (o no), etcétera.

II

Después de ver El reverendo (First Reformed, Paul Schrader, 2018) por segunda vez, volví a preguntarme qué sentido tenía el autorismo que hoy se practica. Schrader puede ser considerado un autor, tanto por la vulgata y hasta por condiciones un poquito más exigentes, similares a la de la vieja escuela autorista. En su obra, se reiteran las mismas imágenes, tratadas de la misma manera (planos generales de hombres escribiendo, espacios que separan a los personajes en las escenas) y hasta hay una recurrencia temática considerable (el pecado, etcétera). No solo hay “progresión” en su obra sino que se revisan temas. 

En la película, hay no pocas citas directas de Los comulgantes. En un texto muy generoso, Aaron Rodríguez Serrano era uno de los pocos críticos en analizar el vínculo en profundidad. 

La argumentación del texto es lo suficientemente sofisticada como para que no la desmerezca con una simple discrepancia. Pero me llamó mucho la atención una cosa que afirmaba Rodríguez, y que le hace ya más valiente que el resto de críticas que he leído de El reverendo: «Es una verdad revolucionaria, esto es, verdaderamente religiosa: enfrentarse con el mal a pecho descubierto ante la certeza de que no se tiene nada (ni futuro, ni horizonte, ni redención). Ese es quizá el umbral del cine religioso de Bergman, y por eso quizá Schrader ha leído mejor que nadie sus posibilidades y sus carencias.»

No estar de acuerdo con algo es bastante fácil, basta con decirlo. Pero entender por qué uno no está en condiciones de aceptar algo es, en realidad, algo dificilísimo. Así que empecé a pensar en los inicios de la película, tan semejantes. Ambas transcurren en un templo de fe donde un sacerdote da su sermón rigurosamente mientras nieva.

Las ideas visuales de Schrader subrayan lo mismo, una y otra vez. La iglesia fue fundada por los padres fundadores hace mucho tiempo. El atormentado sacerdote da un discurso. También escribe un diario, cuya voz en off oímos. La misa es un paisaje nevado. Los planos machacan al espectador con esa idea: en un mundo moderno, alguien lucha por su fe. 

En la película de Bergman, el inicio es bien distinto. El cura está también bastante atormentado, dando un sermón. Pero vaya, el organista mira el reloj, tiene ganas de irse a casa. Y hay un niño, que lame los bancos, en la clase de travesuras que pergeña el aburrimiento en una mente impaciente. 

La película de Schrader es altamente insegura, nos muestra machaconamente algo, una y otra vez, para que quede claro y no quepa nada más. En la película de Bergman, cabe la vida misma.  En la película de Schrader, el cura está atormentado, además escribe un diario y lo anuncia con solemnidad. Le mira una mujer, Esther, y la mujer que le salvará más adelante.

El cura atormentado de Bergman da un sermón pero es el plano y el semblante de su actor principal el que nos hacen intuir que está un poco atormentado. Cuando más adelante tape una biblia, sabremos que lo está con una cierta certeza.  Schrader solo nos deja oír la voz sombría de su héroe. En cambio, Bergman cede la voz a la mujer enamorada, y no correspondida, al comienzo de la película, aprovechando que su sacerdote ha recibido una carta, una carta de amor y pena, y no la ha leído aún. La leeremos con él.

Esta es la que me parece la decisión más artísticamente reveladora de la película. Para Los Comulgantes, el silencio de Dios viene acompañado de la conciencia unida a la carne. Que no es la de un solo hombre, sino la de varios niveles de inquietud, inteligencia y calidades del pensamiento. La carta de amor está rodada de un modo extraordinario: primero la voz del reverendo, luego, en su mayoría, el primer plano de Ingrid Thulin recitando la carta al espectador y antes de volver a ella, un pequeño flashback entre ambos. 

Lo que quiero decir con esto es que diciendo que Schrader es un cineasta muy personal no estamos diciendo casi nada. Ni de qué significa personal, ni de cómo trata la sabiduría, ni de cómo podemos aceptar o no su neurosis como una señal de progresión artística. Quizás, después de todo, lo que sí estamos diciendo es más sencillo. Que admiramos la tozudez de Schrader, que se atreva a hacer el ridículo o a conquistar lo sublime, y que se repita, sin temor a corregirse. 

Pero entonces admiramos al autor. E, irónicamente, estamos lejos de la obra.

Los comulgantes (Nattvardsgästerna, Ingmar Bergman, 1963)