El autor, el macho

De todos los cambios surgidos en la última década en el mundo del cine —el cierre continuado de salas, el dominio popular de los «universos expandidos», la irrupción del streaming, la transformación de ciertos festivales europeos en plataformas para la temporada de premios estadounidense, etc.— sin duda el más importante es el movimiento #MeToo y sus ramificaciones éticas, políticas y estéticas. Por un lado, la industria parece haberse acomodado al feminismo más complaciente que ofrecen películas como Barbie, o a cambios superficiales que no alteran un modelo de producción inherentemente machista; por otro lado, la emergencia del término woke amenaza con enterrar toda perspectiva crítica o toda promesa emancipadora vehiculada desde el torbellino del #MeToo. Pero más allá de esa efectiva dicotomía, y fuera del contexto específicamente norteamericano, el movimiento supone una estocada a la idiosincrasia misma del cine europeo: la figura del autor.

En su último libro, la profesora Geneviève Sellier acusa, desde el compromiso con un #MeToo extendido, a la figura del autor, modelo fundacional del cine moderno francés. El texto, publicado por La fabrique y titulado Le culte de l’auteur. Les dérives du cinéma français ha generado cierta conmoción en los afianzados cuadros críticos parisinos, y no es para menos: Sellier no solo pone en cuestión la figura del autor desde un punto de vista pragmático, defendiendo que el cine, en todo momento, es un oficio colectivo, sino que establece una continuidad entre la dominación masculina y la validación cahierista del ejercicio de autoridad de Hitchcok, Godard, Truffaut o Jacques Doillon. El libro es un encendido ajuste de cuentas con la intelectualidad parisina, culpable, según Sellier, de que Francia sea el país de la «impunidad artística», donde la violencia contra las mujeres se llega a legitimar simbólicamente por motivos exclusivamente estéticos. En sus propias palabras:

en efecto, si Francia se deshizo de la monarquía absoluta y de la religión de Estado, también construyó la «laicidad» del genio artístico a través de la figura del escritor romántico que engendra su obra en una torre de marfil alejada de todas las determinaciones sociales y en un más-allá de las leyes (pp. 30-31).

La celebrada autonomía del arte, fundada, de acuerdo con Bourdieu, por Charles Baudelaire en el París del xix, es también el caldo de cultivo de la ideología Nouvelle Vague, responsable de la extensión por todo el mundo de la categoría de «autor». Geneviève Sellier señala la falta de compromiso de la famosa generación de cineastas con el deseo femenino, pero lo más interesante de sus argumentos tiene que ver con la sombra misógina de todo aquello que no se proyecta necesariamente en la pantalla: el control masculino de los relatos, la romantización fetichista del hombre torturado —ataca así, con crudeza, a La maman et la putain de Jean Eustache— o «el esquema recurrente de un alter ego creador frente a un personaje femenino contingente». Si bien en ocasiones los argumentos de Sellier resultan vagos o incluso ridículos, como cuando ataca a Catherine Breillat por su complejización de las relaciones incestuosas en L’été dernier (2023), o cuando recuerda los fracasos de taquilla de Assayas, Carax o Desplechin, la identificación de ciertos paradigmas estéticos —los tics autorales— con la dominación masculina es formidable. A nadie le sorprende que los directores de L’amant d’un jour o La fille de 15 ans hayan sido denunciados recientemente por acoso sexual continuado a actrices mucho más jóvenes que ellos, y Sellier no se contenta con el punitivismo simbólico, sino que busca a los co-responsables de la violencia: ¿qué hacían los críticos ante las machistadas, en solemne blanco y negro, de Philippe Garrel?, ¿por qué se le conceden continuas oportunidades a Arnaud Desplechin, epítome del autor enigmático y narcisista, y no a otras cineastas? En el fondo, todo se debe a la entronización de la figura del autor como elemento distintivo entre lo que, como críticos, debemos atender y lo que no; como sentenció hace cincuenta años François Truffaut: «no hay obras, solo hay autores». Así,

Con cada nueva película de un cineasta que ha sido entronizado por la dichosa crítica como un autor, la visión crítica se desvanece para dejar paso a comentarios complacientes sobre las «obsesiones» que encontramos en sus opus y que vienen a confirmar su estatura autoral. Desde este punto de vista, un autor es alguien que siempre hace la misma película, postura que Rohmer ilustró particularmente (pp. 108-109).

Sellier dedica un capítulo escalofriante a la catalogación de algunas actrices que, habiendo empezado muy jóvenes a trabajar con ciertos autores, interrumpieron súbitamente su carrera o se pasaron al mundo del teatro. Denuncia también, con cierta desidia, la complacencia de figuras femeninas sometidas al dominio autoral, como Mia Hansen-Løve, Claire Denis o Breillat, y defiende el camino de cineastas como Justine Triet o Alice Winocour. A pesar de su irregularidad, el libro constituye todo un evento en el panorama crítico francés, pues coloca en la diana a figuras endiosadas como Alain Bergala, Antoine de Baecque o Éric Rohmer, y no solo a los ya acusados o condenados —Polanski, Brisseau, Doillon, Jacquot, Garrel. En el editorial del penúltimo número de Cahiers du cinéma (815, diciembre de 2024), Marcos Uzal señalaba la tendencia, en festivales y pases de prensa, a la sustitución del crítico/periodista por el influencer/generador de contenido, y enfatizaba esta suerte de condena a la figura del crítico con una denuncia del ensayo de Sellier como sociología barata que niega tanto el estatus artístico del cine como la potencia del gesto crítico. Como denuncia Olivia Cooper-Haadjian en el mismo número de Cahiers, la misoginia en el cine no se arregla con criterios objetivos de reconocimiento (o sea, taquilla y premios). Hubo un tiempo en el que crítica y creación fueron al compás, y la figura del autor fue el motor de una revolución estética que buscaba generar un espacio seguro para la imaginación libre margen de la industria. Pero ese espacio, como bien apunta Sellier, es ahora una suerte de jaula estética intocable, un pack de repetición de gestos o estrategias de representación afianzadas en una cierta clase social —la clase media cultural—, una ciudad —París intramuros— y ciertos rostros —Mathieu Amalric, Jeanne Balibar, Louis Garrel, Isabelle Huppert— que condenan al cine «de autor» a una perpetuidad inasumible.

En su encendida diatriba contra la crítica y el esnobismo parisino, Sellier se conforma con inversiones simples, como que vuelva a primar el «contenido» sobre la «forma», o que se repare la desigualdad en la política de premios. Su enmienda a la totalidad de la figura del autor naufraga en una sopa de argumentos que en ocasiones rozan lo mezquino, pero su cometido principal —pintarle la cara a los cinéfilos y a los fetichistas de la crítica masculina— está más que logrado. Es preciso cerrar de una vez por todas el «momento autoral» en la historia de la crítica de cine, urge pasar página. Asediados por una industria maquiavélica, lo peor que pueden hacer los críticos es arrinconarse en sus mitologías. La crítica solo se salvará con un salto al vacío.

Fin août, début septembre (Olivier Assayas, 1998)
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