El exceso como forma

Madres paralelas

En 2017 murió José Salcedo, el encargado de montar las veinte películas que Almodóvar había hecho hasta el momento. La última en la que trabajó fue Julieta (2016) que hoy destaca en la filmografía de Pedro por su frialdad, su perfección sobria y distante —algo que la crítica también reprochó a La voz humana (2020). El relevo lo tomó Teresa Font en Dolor y gloria.  A diferencia de Salcedo, la mano de Font hacía acto de presencia con un corte agresivo al comienzo de la película, el que pasaba de un plano medio de Antonio Banderas sumergido a un recorrido en detalle por su cicatriz. Escenas después, en una conversación entre Banderas y Cecilia Roth, me pareció que los tiempos no se acoplaban: el incorregible –pero admirable– tono Almodóvar no procedía de un personaje vestido de manera exuberante rompiendo la puesta en escena, ni de un comentario coloquial colado en una escena dramática, ni de un acento impostado por una de sus actrices. Esta vez era el montaje lo que, aparentemente, fallaba. Ese desacoplamiento de tiempos se volvía no solo notorio, sino esencial, cuando llegaba el núcleo dramático de la película: la escena que comparten Sbaraglia y Banderas, en la que Almodóvar y Font cortan los planos en el momento justo del clic emotivo, evitando así desencadenar un torrente, buscando la contención incluso en el momento más bello. Era todo intencional, y con Dolor y gloria nacía un Almodóvar nuevo, algo que que La voz humana (2020), Madres paralelas (2021) y Extraña forma de vida (2023) vendrían a confirmar.

El playback, que siempre ha sido algo muy almodovariano por su capacidad para hacer evidente lo prostético, es la puerta de entrada a Extraña forma de vida. En la primera secuencia, Almodóvar y Font enlazan una extraña imagen de las patas del caballo de Pedro Pascal con una atención, sosegada y atemporal, al rostro de Manu Ríos, quien canta sin cantar —no a la manera de Penélope en Volver, buscando la perfección sincrónica, pero tampoco desde el folclorismo con el que el propio Almodóvar interpreta La bien pagá en ¿Qué he hecho yo para merecer esto?! o Miguel Bosé replica a Luz Casal en Tacones Lejanos, sino desde un lugar en el que ambas perspectivas colisionan: la evidencia del playback y la sobriedad de un rostro. Es curioso cómo Almodóvar se detiene en lo inexpresivo de la cara de Manu Ríos e instantáneamente la olvida; desde luego hay un gesto publicitario en la reducción del cuerpo a decorado, y sin embargo, por tratarse de un cuerpo que habita el exterior, está radicalmente deserotizado. Me refería antes a la ‘puerta de entrada’ porque ya con la primera secuencia Almodóvar avisa que lo que vemos es una película ‘de interiores’, y el playback es algo necesario, pero que se deja fuera. Siendo Extraña forma de vida una película sobre las distancias, el juego entre la interioridad del hogar y la exterioridad (del paisaje, del deseo: pues el terreno es lo único erotizable en la película) se sostiene en esa primera secuencia. Y me parece que Almodóvar concibe toda la película como un ejercicio sobre la interioridad, generando un espacio en la imagen en el que la distancia, más que estar marcada por una dispocisión espacial notoria, es una ilusión. Almodóvar, que tanto ha trabajado sobre la superficie de la imagen —la luz, el color, los brillos, los tejidos: elementos del mundo externo que la imagen mejoraba o filtraba—, parece preocupado ahora por su plasticidad —algo intrínseco a la imagen—, confirmando así el giro hacia el cine —o del mundo al cine— iniciado en Dolor y gloria (2019).

Madres paralelas afianza esta tesis, pues volvemos a encontrarnos con un montaje extraño, plagado de fundidos y elipsis y con saltos temporales que descolocan —la segunda visita de Arturo— si bien cumplen su función informativa.  De Madres paralelas se dice no solo que hay una descoordinación en el montaje —esa escena en la que Aitana Sánchez-Gijón llega al hospital y se acelera el ritmo— sino en la superposición de las dos historias presentes en la película. Y es cierto, o al menos lo es parcialmente, pero habrá que prestar atención a la aparente falta de fluidez en el montaje ya que esta aparece, dada su repetición, como una nueva apuesta estética. Y es que no hay acoplamiento narrativo posible entre ambas historias, es más: la coherencia que las encadena finalmente no obedece a ningún giro de guion, ni a una clave de escritura que dé la película por “cerrada” a la manera de un thriller noventero, sino de un elemento puramente visual: el gesto. Esa maniobra que precede al reconocimiento, la introducción del palillo primero a Cecilia, y luego a la tía Brígida, sirve para unir Historia e historia, ficción y verdad, individuo y colectivo. 

Ya desde los títulos de inicio, compuestos por imágenes alternas de Janis con una cámara y fotografías congeladas, Almodóvar enfatiza la idea de la película: si la fotografía depende casi exclusivamente del encuadre, también lo hacen la memoria, la historia e incluso la familia. Al final del metraje, veremos cómo estos conceptos, fundamentales para el reconocimiento, se han diluido o afianzado, mostrando así cómo una historia consigue modificar a la otra. Una de las dos historias —la que sigue a las madres paralelas— ocupa más de dos tercios del metraje, la otra solo se afianza discursivamente, y por momentos parece que la propia cinta te grita —como Janis a Milena— lo que hay que hacer. Al contrario de lo que ocurría en Dolor y gloria, la memoria no es aquí imagen en movimiento sino discurso sin imagen, en pugna y en constante construcción: es esa receta que se transmite de generación en generación —«ay, esos barquillos, la de tiempo que hacía que no los veía»—, es un sonajero enterrado, el recuerdo de unas botas, una anécdota terrible que ya se cuenta como si nada; es, también, una última voluntad que implacable se fuerza a aparecer en la película en aparente detrimento de la sutileza. En Madres paralelas una historia se ve y la otra se cuenta, y hay varias razones para argumentar que esta es una buena decisión: pragmáticas —porque, ciertamente, así es más fácil—, monetarias —porque una historia implica a varios individuos y otra a miles—; estéticas —porque una implica presente y la otra reconstrucción— e incluso éticas —porque la memoria histórica no puede reducirse a una imagen—. Cualquier exceso de verbalización frontal corrige la injusticia que habría supuesto imponer desde el cine una representación unitaria que ocupara el hueco de la memoria histórica: esa es, en todo caso, una decisión colectiva.  

La historia que se cuenta y la historia que se ve se superponen, se adecúan, se amoldan durante dos horas. Así consigue Almodóvar su riguroso e inimitable tono. La forma de la escena de confesión del secreto, sostenida sin palabras y con un solo scroll down en la pantalla del ordenador, demuestra que la verbalización no es un error de novato sino una apuesta que se traduce en un uso obsesivo del primer plano y se refuerza con las escenas de Janis en el estudio de fotografía o en el subrayado de la música diegética. En Madres paralelas no hay misterio alguno, todo se ve. Sí hay un secreto escondido, pero ni es el elemento central ni el que propiamente, como de costumbre, hace avanzar la cinta. Y cuando Janis lo desvela —en una escena que recuerda a la escalofriante conversación final entre Carmen Maura y Penélope Cruz en Volver—, no supone, a pesar de su gravedad, un gran tormento en la trama.

No es ese el principal desvelamiento de la película, sino el físico, el que intenta cerrar la herida histórica, el que descubre a un esqueleto en una cuneta, y la mirada de la niña Cecilia, entre la inocencia y el miedo, que hace confluir, en la temporalidad abierta por la cinta, historia e Historia. Ahí, a ese reencuentro final, conduce la película, y lo hace con una absoluta coherencia formal, justificando las dos decisiones más chocantes de la cinta: el primer plano y el abusado tono discursivo. Almodóvar siempre ha sido excesivo por caprichoso: sabía que el exceso lo haría singular, un cineasta con adjetivo y mundo. Lo que antes se traducía en secuencias abigarradas, locas y sobradamente explícitas, en personajes gritones o cameos desconcertantes, es en Madres paralelas un elemento formal, algo molesto, inquietante, que bien puede sacarle a uno de la película. El gesto justifica el tono. Almodóvar, el excesivo, el incorregible, depura su cine, pero no se permite traición alguna. Algo a lo que ya apuntaba ese inicio de Dolor y gloria y su cortometraje La voz humana: el exceso no se corrige, no se traiciona, se moldea. Y el exceso ahora es solo forma. 

[Una primera versión de este texto se publicó en CTXT en octubre de 2021, a propósito del estreno de Madres Paralelas]