Reconozco que mi afición al tenis terminó hace mucho tiempo, cuando dejé de practicarlo a los 12 años tras haber pasado los seis anteriores golpeando pelotas con una raqueta. No le volví a prestar atención hasta que Rafa Nadal empezó a ganar títulos, pero apenas vi dos o tres de sus finales. El poco interés que tuve por el deporte televisado en general fue rápidamente absorbido por mi afición al cine, y la mala fortuna de los equipos y deportistas que me gustaban complicaron todavía más la resurrección de esa afición. El deporte me aburría, y me aburrió durante mucho tiempo, hasta que por fin dejé de entenderlo como una actividad donde lo importante es el éxito, y lo empecé a comprender de una forma más fundamental, como una cuestión relativa al espacio. El deporte es un juego, y eso implica que su fin es la victoria, pero lo fascinante no es esto, sino cómo se llega a ella. Lo que me fascina del deporte es que no siempre gana el mejor, pero casi siempre gana aquél que sabe ocupar mejor el espacio.
Nunca me interesó la NFL hasta que vi los extraordinarios documentales de Jon Bois, en los que explica que los mejores jugadores no son los que más títulos tienen, sino los que más yardas han recorrido. El fútbol americano, un juego agotadoramente posicional, lo empecé a disfrutar cuando entendí que su estrategia era la del desgaste, la conquista lenta del territorio enemigo. El fútbol inglés, más elástico, trata sin embargo del mismo arte, el del dominio espacial, pero aquí cada equipo es un acordeón que se repliega y expande entre los huecos de la defensa y el ataque. Casi cualquier deporte en el que puedo pensar necesita de este dominio en alguna de sus facetas.
El cine, arte espacial por excelencia, parece el medio más dotado para representar el deporte. Cierto es que lo ha intentado, pero pocas veces ha podido sobrevivir a la paradoja de la escala: el primer plano, el más dramático de todos, es a su vez el menos deportivo, pues anula el espacio a su alrededor y cancela la orientación del espectador en el partido. El plano general, que por el contrario informa de la situación del encuentro, resulta ser a menudo demasiado frío para las necesidades dramáticas de una película. La retransmisión deportiva, que salta de unos a otros no tiene, sin embargo, gran necesidad de crear una narrativa dramática, y se conforma con algunos planos cortos de los deportistas celebrando o lamentándose. El cine, por el contrario, necesita equilibrar más estas dos dimensiones, es decir, necesita mostrar al delantero chutando el balón y a la vez mostrar hacia dónde dispara, cómo ha llegado a disparar y las implicaciones narrativas del tiro. Abordar esto desde lo académico, como hacen la mayoría de las películas deportivas, implica representar el deporte en cuestión de una forma superficial. Los personajes están jugando al fútbol pero las imágenes no lo están haciendo.
Lo que más me fascina del wuxia es que mantiene viva la promesa de una utopía en la que el cine es capaz de expandirse hacia el infinito a través de todas las dimensiones del espacio. El wuxia ha adaptado la filosofía y mitología de las artes marciales —que no dejan de ser un deporte si las evaluamos con la aburrida mente occidental— a la rigidez formal del plano cinematográfico, expandiendo sus posibilidades a través del montaje y el movimiento. Nunca he sentido demasiado interés por la saga John Wick porque sus coreografías son solo eso, coreografías. Espectaculares, pero confinadas en la bidimensionalidad de la pantalla. Uno las ve, no las vive. El wuxia es la expansión interdimensional de esa coreografía, y para conseguirlo necesita valerse de todas las herramientas posibles que el cine puede suministrar. Si las dos dimensiones no son suficientes, se llegará a otras a través del montaje, mediante el uso de efectos, colores, cuerdas y combates aéreos. En el wuxia la cámara puede desligarse de su aburrida corporeidad y volverse ubicua, desmaterializarse de las manos del operador y aparecer sobre el rostro del protagonista sobrevolando una montaña. Solo así se hace justicia a la dimensión mítica del género, solo así se puede liberar su energía. En el wuxia la cámara pelea junto a los personajes.
En ese sentido, creo que Challengers es un wuxia donde la mitología es la del tenis y el campo de batalla son los 196 metros cuadrados de la pista. No se me ocurren muchos ejemplos recientes en los que se hayan explotado tan bien las posibilidades cinéticas del cine. Quizá Ambulance de Michael Bay, con su uso demencial de planos grabados con drones. En aquella película, filmada durante la pandemia, el espacio se multiplicaba y expandía de una forma que nos parecía extraterrestre, como si la gravedad del confinamiento hubiera hecho a los cineastas darse cuenta de la importancia total del espacio como material cinematográfico. Luca Guadagnino está confinado en la pista de tenis, y disciplinado por su reglamento. En esas condiciones, ¿cómo representar el rencor, la desesperación, la tristeza y el vigor de los dos rivales? Él nos responde que multiplicando las dimensiones del espacio y, como un niño jugando con todos sus juguetes, lo desfragmenta, liberando la cámara de su punto de vista humano, despedazando los encuadres. El tenis encuentra así una nueva forma de representación cinematográfica, puramente filosófica y cinética. En un momento al principio de la película, Tashi Duncan explica a Art y Patrick que el tenis es una relación en la que, durante unos segundos, cada jugador conoce perfectamente al otro, sus movimientos, sus ideas, su posición y sus golpes. La idea de Luca Guadagnino es trasladar ese conocimiento al espectador a través del movimiento y la estética, convertirlo en pelota, en raqueta, en tenista, juez y espectador. El tenis se convierte en una cuestión puramente espacial jugada en en la totalidad de sus tres dimensiones.
La obsesión de Guadagnino por lo juvenil y lo epidérmico apuntala y justifica la enérgica aproximación a este deporte. Alrededor del enfrentamiento entre los protagonistas se teje una red de flashbacks que van justificando narrativamente la estructura dramática del partido. Al igual que en Barry Lyndon, la disputa se resuelve mediante un duelo, y aunque aquí el desenlace no es la muerte, sino acaso una herida fatal en el orgullo, el combate es igualmente desesperado. La marcialidad de este deporte, en el que la emoción está restringida por un reglamento severo donde prima la deportividad, se ve desbordada por la disputa pasional del trío protagonista. ¿Qué importan las faltas y los warnings cuando está en juego el amor? Y, buscando el punto de vista del personaje de Zendaya, ¿cómo contener una situación que los acontecimientos anteriores y las imágenes hacen incontenible? En uno de los últimos planos de la película, una falsa doble dioptría enfoca a la vez la nuca de Tashi Duncan y a los dos tenistas jugando al fondo. Este plano salomónico les restituye como iguales ante los ojos de Tashi, pero la disyuntiva para ella es trágica, pues su propia filosofía deportiva no concibe el éxito simultáneo de ambos. La victoria de uno implica el fracaso absoluto del otro, y ella, que tomó una decisión contradictoria trece años atrás, sabe que ya no puede escapar y que perderá, sea cual sea el desenlace. Por fortuna hay en Challengers mucho más de Howard Hawks que de Damien Chazelle, pero la disputa elástica de los dos rivales es tan fraternal como erótica, y su desenlace, marcado por el ritmo del techno de Trent Reznor y Atticus Ross, parece disputarse en cualquier lugar menos en la pista de tenis. Challengers se reduce, así, a una conquista espacial, la de la pista, pero también la del espacio psicológico del otro. Para los tres protagonistas todo gira alrededor de esa victoria, sin darse cuenta que, precisamente, esta ya no puede darse. El espacio ya no se puede conquistar, sólo compartirse.