El oficio de librero como una de las bellas artes

Estas pasadas navidades, Mari Carmen, una profesora de música jubilada de setenta y tantos años, decidió regalarme un libro a mí. Ella vive aquí al lado, de vez en cuando pasa por la librería y aunque promete no comprar nada, siempre se lleva algo. Le acaban de operar de cataratas y ahora presume de ver de lejos, pero antes se pegaba a las estanterías intentando adivinar los títulos más cercanos a su estatura. Ahora me alegro de que ya no le interese subirse a la escalera para ver más allá de la primera balda, cosa que en una mujer tan mayor, aunque con mucha independencia, me daba pánico. De vez en cuando hablamos, aunque para ser justo, ella es la que me habla. Me cuenta sus ideas, sus obsesiones y sus manías: el ecologismo, las plantas, y a partir de una recomendación mía, ahora también los pájaros, aunque se ríe de que en la ciudad hay poca variedad de todo esto. En su tiempo libre de jubilada, además de leer los libros que compra, lee algunos otros que ya leyó hace muchos años pero que le siguen entusiasmando y participa en un teatro para mayores. En su última actuación hizo de científica, preocupada y desesperada por el cambio climático, lo sé porque me recitó parte de sus diálogos. En cada visita que me hace voy ganando más confianza y me atrevo a pensar que la empiezo a conocer… Tanto que estas pasadas navidades, cuando me pidió varios libros para regalar, me hizo elegir uno para que ella misma abriera el 6 de enero, pues le hacía ilusión autorregalarse un título que no supiera cuál era. Elegí A la salud de los muertos de Vinciane Despret, ya que el anterior libro que tanto le había gustado fue Habitar como un pájaro, también de la antropóloga belga. Es de mis escritoras favoritas y disfruto mucho de recomendarla, en este caso la víctima fue Mari Carmen, infectada por mi entusiasmo. Pero la sorpresa vino cuando uno de los libros que ella eligió expresamente, después de que se lo hubiera envuelto, me lo entregó a mí. Era Por un bosque primario en Europa Occidental, un manifiesto de su «queridísimo Francis Hallé», un biólogo y activista francés. Por supuesto, me quedé sorprendido y muy halagado. Me dijo que era una tontería, pero que le parecía que el bosque primario y que la labor ecologista de Hallé eran muy importantes para mi generación, que los bosques, que la naturaleza… que son tan bonitos, que merecen ser salvados… Fue un muy lindo detalle.

El regalo de Mari Carmen no solo era para agradecerme que la escuchara, supongo, aunque por supuesto me parece demasiado exagerado pensar que es algo digno de agradecer, disfruto de que me comente sus ideas, y aunque a veces su hilo narrativo se pierde, es divertido conocer a una persona mayor todavía muy punki. El manifiesto de Hallé le daba la vuelta a nuestra relación habitual, era una forma de infectarme a mí de su propio entusiasmo por los árboles y del activismo que ella practica. Y el libro presenta una certidumbre muy clara, que a su vez me recuerda a lo que Mari Carmen suele contarme de sus obsesiones: el bosque primario no será algo que ni Francis Hallé ni sus hijos podrán disfrutar. El proyecto que se proponen es tan gigantesco que si triunfa y logra reconvertir un bosque secundario en uno primario en alguna parte de Europa Occidental, tardará más de un siglo en afianzarse. La labor del ecologista no está aquí. Mari Carmen me lo decía cuando pensaba en su afición por la lectura, en cómo involucra un gasto de dinero y energía, pero qué más va a hacer, si es lo que le apetece, aprender y querer que el mundo sane a través del conocimiento y la cultura. Ella no estará aquí mucho más tiempo y tiene miedo del mundo que deja, pero necesita creer, al verme a mí, al ver a sus sobrinos nietos, que lo que dejará valdrá la pena… y aunque estos arrebatos de intimidad repentina me pueden incomodar un poco, no dejo de pensar en que es un esfuerzo noble, y tampoco puedo evitar el resabio romántico de imaginar que es una tarea que me está encomendando para el futuro. Me gusta imaginar que nuestras acciones vocacionales, en esto que llamamos industria cultural, están alimentando este hilo de relaciones y que entonces sirven para algo más que para suplir nuestras necesidades materiales del momento, que estamos dejando marcas visibles, concretas, que podemos apreciar y ver. Ser librero es una vocación, de eso no hay duda, no voy a compararme con un ecologista y su macroproyecto de salvar al mundo, no soy tan tonto, (tampoco se me escapa la ironía que existe entre la relación árbol-libro) pero sí que hay una pequeña parte de mí que idealiza todo lo que hago. La curación (y uso muy conscientemente el término) con la que trabajo, acciones para dejar escrito en el cuerpo de la ciudad que me rodea, con todas sus almas que le dan vida, un mensaje para la posteridad, no sé si eterna, definitivamente no eterna, pero al menos un poco más de mi propia vida orgánica y material, de mi día a día. Es ingenuo, lo sé, sobre todo cuando los cambios suceden tan rápido. Por eso mismo tengo que hacerlo ya, tengo que escribir estas líneas y tengo que dejar claro hacia dónde estoy trabajando, porque quién sabe cuánto tiempo más aguantaremos. El momento en el que te enteras de que el peso del mundo, de la necesidad, es demasiado y la vocación no es suficiente. Ay.

Dejo que los clientes me endulcen el oído, me digan lo mucho que les gusta mi selección, dejo que prometan que volverán, aunque no lo hagan nunca más. Tengo pocos fieles parroquianos, algunos más que otros, pero el negocio de las librerías es uno muy promiscuo, hay muchas en Madrid y somos muchos los libreros que prometemos ser faros indiscutibles del buen gusto. Ser librero es como ser un artista de la combinación y la atención. Mi mirada es como una antena, que capta por todos los medios cuál es ese libro que falta en la librería, pero no por un afán coleccionista, la finalidad de tener un libro no es que acumule polvo, sino que se vaya, encontrarle un «hogar». ¿Para qué sirve un libro si no es para venderlo? A veces dudo de si la pregunta que me debería hacer es esta, la única razón por la que parece que trabajo. Y no la formulo con un afán utilitarista o mercantilista, sino, otra vez, con demasiada idealización, como una forma de creer que lo que hago, poner en circulación textos muertos, sirve para darles vida, y en el camino dármela a mí mismo. Ojalá poder leerme todos los libros que me apetecen, pero parto desde esa imposibilidad, tengo que elegir y seleccionar, hay que ser brutal. Cuando los presupuestos no alcanzan y el tiempo de atención es tan limitado, no hay alternativa que ser juicioso. Los libros siempre conllevan imaginaciones varias de esos lectores ideales que algún día entrarán y se enamorarán del texto que yo les presente (y se enamorarán de mí, por supuesto). El librero es ese artista maloliente, parlanchín y demasiado entusiasta, porque se imagina seleccionando con un gusto exquisito, porque cree concatenar tantos mundos en un solo espacio, porque dice haber entendido a Deleuze y Guattari cuando escriben que «un libro no tiene objeto ni sujeto… un libro es una multiplicidad». O cuando dicen que «la ley del libro es la de la reflexión, lo Uno que deviene dos». O cuando finalmente admiten que «qué idea más convencional la del libro como imagen del mundo». Y algunos dirán que en realidad no estaban hablando de libros… y entonces hay que empezar de nuevo.

Arte del librero: elegir para hacer crecer. El arte del equilibrio que no se puede equilibrar con sensatez, pero ¿quiero encontrar la razón o simplemente dejar crecer lo orgánico de lo individual (siendo ese individuo yo y mi razón y mi curiosidad y todo mi cuerpo que recorre y mueve estanterías)? Como tengo ojos y veo y sé leer, no me es posible dejar de lado una especie de corporeidad y naturaleza de carbón a la entrada de la librería. Convertirme en espíritu que deja todo el espacio disponible a nuevas adquisiciones. Así que tengo que ser yo quien monte todo esto, al mismo tiempo que me pregunto para qué sirvo, tengo que trabajar en el día a día para justificar mi existencia, mi espacio, y a veces eso me suena muy injusto. La cultura no es una esfera que exista por sí misma, se tiene que alimentar y tiene que alimentar(nos) también. No se trata de pensar en la obviedad de que en el presente hipercapitalista lo que prima es el mercado, la rentabilidad, sino de pensar de verdad por dónde pasan los flujos que rodean a una librería, espacio cultural o simple tienda. Estos flujos, que es imposible que no atraviesen a los libros, objetos físicos o herramientas, futura leña o cimientos. Y entre todo esto, lo que es inefable y lo que es más práctico, estamos los libreros y lo que nos interesa aportar a nuestro trabajo, seres que pareciera que no saben hacer nada más que hablar de libros y caer rendidos ante su poder. (Leo en El infinito en un junco, de Irene Vallejo, que mi oficio es uno tan antiguo que existe desde el siglo V a. C., libreros ambulantes que trabajaban en la antigüedad griega vendiendo sus libros en el mercado del ágora: «se instalaban tenderetes de venta de rollos literarios entre puestos que ofrecían verdura, ajo, incienso y perfumes. Por un dracma, dice Sócrates en un diálogo de Platón, cualquiera puede comprar un tratado de filosofía en el mercadillo». ¿Noto un tufo de clasismo en esa frase, Sócrates? Qué buenos tiempos aquellos en que los libros costaban tan poco…)

En mi historia personal como librero he tenido una serie de oportunidades que me parecen bastante particulares, y no creo que mi caso se pueda aplicar a otros de forma sencilla. Trabajo en la librería Contrabandos, en Lavapiés, una librería especializada en libro político, que está conectada con la editorial La Oveja Roja. Conectada es una forma de decirlo más bien vaga y críptica, pero me gustaría hacer hincapié en esto, sobre todo si aceptamos esta idea de que cuando se trata de libros nada está simplemente conectado, sino que existen proyectos múltiples que se nutren de unas raíces comunes. El proyecto editorial de La Oveja Roja, una editorial militante especializada en ensayo, pero que también cuenta con colecciones de narrativa, poesía, novela gráfica e infantil, se deshilacha, se expande en el espacio temporal, se concretiza todavía más allá del libro. Se hace espacio y esas mismas colecciones, que a veces parecen demasiado estrechas, crean estanterías a su alrededor. Hacen crecer relaciones con otros muchos autores y libros hasta formar un pequeño rincón, una esquina en un calle más bien escondida del centro de Madrid…

Contrabandos es una librería pequeñita, casi unos 30 metros cuadrados, con todas las paredes cubiertas de estanterías de madera, elaboración casera de Alfonso, editor y antiguo librero (muchos clientes mencionan que sigue oliendo a madera). Ahora mismo, mientras escribo esto, la librería tiene poco menos de 6000 ejemplares, no es mucho, pero tampoco poco. En noviembre del 2021, me convertí en el librero principal y entonces descubrí lo mucho que se nota la nada discreta mano del librero. Por más que querramos fingir una especie de neutralidad objetiva y profesional, esa mano es la que dará una nota personal a un proyecto que a veces podría pecar de ser demasiado despersonalizado, sobre todo si nos comparamos con otras librerías, donde el librero es una cosa más bien parecida a un «dependiente cultural»: sirve productos culturales, pero nada más, no busca complicidad ni arraigo, ni con la gente ni el material.

Los libros que elijo para formar parte de la librería o de los eventos que consigo organizar para insuflar vida siguen unos preceptos no muy exigentes, aunque sí claros. Nuevamente arte de lo híbrido, del hacer multiplicidad (de la necesidad). Me quiero detener en esas dos frases con las que nació la librería allá por el 2015: «libro político» y «materialización de la cultura». ¿Qué es un libro político? Para mí, casi cualquier libro es un libro político, sea de narrativa o ensayo, poesía o novela gráfica, entonces la pregunta sería más bien ¿para qué política nos interesa hacer libros? Una política cultural de izquierdas, una que quiera garantizar un espectro político amplio atravesado por distintas ramas del conocimiento, un activismo cultural crítico y práctico. Y aunque podemos pensar que los libros ya son prácticos por su mera esencia, una existencia que pasa de la abstracción de la idea, la teoría, hacia la práctica de su puesta en marcha en forma de libros, sabemos bien que no sirven de mucho más que de leña si esa teoría no es crítica. La práctica de escribir libros no deja de ser un paso un poco más adelante de la práctica del pensar, pero nunca llegará a sustentarse, a concretarse más bien, si no parte de un lado crítico, autoconsciente de su propia materialidad. Jugando en la industria cultural de la actualidad, es difícil, sino imposible, no dejarse llevar por las tendencias del mercado, porque sus lógicas nos obligan a eso. Por eso es imprescindible imprimir un carácter crítico a cualquier proyecto, porque existimos en un sistema de omnipresencia mercadotécnica que ha convertido al libro en un objeto de clase.

Y si entonces todo libro es una posibilidad política, en verdad ¿dónde podemos parar de contar? ¿De dónde podemos captar una esencia, destilar una idea que vertebre una política cultural que nos sirva de guía para la librería y que sea un rechazo al carácter omnipresente de lo establecido? Ahí es donde entra ese segundo término clave: «materializar la cultura». Materializar en todas sus acepciones, como literalmente hacer posible la cultura, pero también como cuestionamiento de las estructuras que determinan el acceso o la prohibición a esa cultura. El libro es un objeto plagado de contradicciones, parte fundamental de la cultura de la democracia, basada en ideales ilustrados de enseñanza del pueblo, del acceso a gran escala a productos que fomenten la libertad de pensamiento y la calidad estética, pero que también es un objeto de ocio que puede ser o demasiado accesible (consumible, por lo tanto poco trabajado) o demasiado exclusivo (no solo en su interior teórico, sino también en sus precios). Este encarecimiento del libro y la cultura no es solo una respuesta al mercado, a la necesidad de encontrar nuevos nichos de venta que explotar, sino también porque ¡vaya por dios!, los trabajadores de la cultura merecemos comer también. Al estratificar y difundir a lo largo de una cadena de producción, el negocio del libro se vuelve una auténtica tarea colectiva que ya no es (¿o nunca lo fue?) una cosa entre el escritor y el lector. Y al hacernos conscientes de toda esta maquinaria que fue puesta en marcha mucho tiempo antes de nosotros nacer, tendemos a exigir condiciones más dignas de trabajo, un reconocimiento, una salida por tanto derroche de vocación. Y de ahí nace la contradicción del librero: al intentar escapar de las lógicas capitalistas institucionalizadas que se aprovechan del poder difusor del libro como propaganda nos damos cuenta de que la librería también es una institución, un espacio donde decisiones humanas son instrumentalizadas y se convierten en una especie de cátedra. Lo que los libreros leen y recomiendan puede ser lo que luego los académicos institucionalizan, pero como nos es imposible leerlo todo, tenemos que confiar en unas estructuras que nos dicen qué es lo que estamos ofreciendo, y el buen librero es el que sabe rellenar esos huecos… ¿Pero en verdad, es satisfactorio trabajar llenando el aire con palabras vacías? A veces es como si viviéramos en automático, solamente esperando a la siguiente tanda de novedades y picoteando un poco para intentar argumentar lo suficiente acerca de porqué este libro es el mejor del año, o este otro, o este otro (porque siempre va a haber otro más ad infinitum).

El libro entonces se vuelve un objeto que vive entre el arte y la mercancía, de la que dependen muchas personas para seguir viviendo, que no sería justo ignorar por más que nos guste la idea de una cultura verdaderamente democrática. Recuerdo una escena de El diablo viste de Prada, donde Andy (Anne Hathaway) se burla de la industria de la moda enfrente de su jefa Miranda (¡Meryl Streep!), denostando una decisión editorial de la revista de moda en la que trabaja, «Soy nueva en estas cosas», se disculpa. Miranda le responde: «¿Estas cosas?» con el tono helado que demuestra que el problema radica en no saber dónde poner el foco. ¿Qué son estas cosas que le dan trabajo a Andy y a Miranda? Aquí está muy claro dónde comienzan a girar las tornas: en el mundo de la moda estadounidense, empieza todo en la revista Vogue, con la decisión editorial de un equipo de «expertos» encabezado por la editora en jefe. Ella habla con sus diseñadores favoritos y elige a cuáles reseñar, resaltar y ayudar, pero ella también tiene derecho de vetar. ¿Dónde queda el arte del diseño de modas si todo depende del visto bueno de una mujer? Cuando Miranda Prestley le replica a Andy su falta de interés se lo hace recalcando que nada de lo que lleva puesto es un accidente, una industria que se alimenta del aura de prestigio y exclusividad, pero que también tiene que democratizarse, tiene que llegar a las masas, donde un simple suéter azul cerúleo implica una decisión hecha meses atrás en un despacho en el centro de Nueva York, el verdadero centro del poder. Supongo que esto también puede aplicarse a los libros, y no sé si se me está yendo demasiado lejos la metáfora, una simple excusa para hablar de Meryl Streep. Dentro del mundo del libro hay categorías y etiquetas que también sirven para distinguir lo que uno es y lo que uno cree ser a partir de los productos culturales que consume, cosas que han sido elegidas para los consumidores. No digo que los libreros nos comportemos como una todopoderosa Miranda Prestley, pero en la elección de qué tener y qué no tener, a qué darle bombo y qué es mejor ocultar en la estantería, hay mucho de humano, mucho de arte humano. Esto, que será muy obvio para cualquiera que conozca cómo funciona el sistema capitalista de manera básica, tiene el defecto de abstraerse, de simplificarse, de llenarse del brillo de la sabiduría y de un excesivo romanticismo.

Y aun así, sabiendo todo esto, vuelvo a afirmar con Deleuze y Guattari que «un libro no tiene objeto ni sujeto… un libro es una multiplicidad». ¿Cuál es la diferencia entre un romanticismo que me pierde y un uso excesivamente libre del lenguaje filosófico posmoderno? Supongo que entender que detrás de esas palabras que suenan tan bien para los enfermos de literatura, también hay un sentido de no circunscribir el libro a un solo objeto que funciona como herramienta o extensión de la mente, que lo mismo es propaganda capitalista de lo bueno que es tener una variedad enorme de productos que una crítica de ese mercado… el libro no es una amalgama de adjetivos que podamos sumar y sumar hasta hacer un monstruo, porque eso nuevamente causa invisibilidad, deslizamiento y mucha vocación engañosa… y entre la imagen del libro siendo arrojado como una bomba molotov en una revuelta estudiantil a lo Banksy y un libro siendo usado como soporte auxiliar para una mesa coja, me encuentro yo.

Vuelvo al yo, el yo-librero que todas las mañanas revisa las estanterías decidiendo qué es lo que voy a destacar. Las elecciones de material, todas, pasan por mí. Imprimo demasiada subjetividad al oficio del librero. Contrario a lo que se puede considerar un «dependiente cultural», que no sirve más que para acomodar y vender libros, cosa que un robot puede hacer, prefiero tener un segundo de narcisismo egocéntrico e imaginar que sin mi presencia Contrabandos no sería lo que es (para lo bueno y para lo malo). Entiendo mi trabajo como uno que es también híbrido, que también depende de muchas lógicas capitalistas que a veces no son tan claras o de invenciones propagandísticas que hablan de la pasión y la vocación. Al mismo tiempo intento trascender el objeto libro e idear actividades que den valor al espacio en el que trabajo. Convierto esa hibridación, que podría llamarse también enajenación, y hago de mi presencia un factor fundamental como motor que hace que todo siga adelante. Para eso necesito conocer mi material y estar en contacto constante con el sector del libro, pero también con los lectores y con un futuro público. En este sentido me es imposible ponerme de lado, ocultarme como tanto me gusta hacer entre los libros y tengo que asentar mi presencia por todo lo largo de la librería.

Me parece entonces crucial aprender a reconocer las formas de la fetichización del libro, ese carácter tan místico que a veces lo recubre, la idea de que es una mercancía con vida que exige ser leída por la persona ideal, libros que llegan a la vida de sus lectores, que estaban esperando y que valen todo el dinero que estamos dispuestos a gastarnos en él. En ese tránsito, el yo-librero se convierte en algo meramente posicional, un mero punto en la cadena simplificada entre el escritor y el lector. Y de nuevo, no es que me quiera hacer el protagonista, pero eso no podemos aceptarlo si estamos de acuerdo con que el libro político que nos interesa es el que logra materializar la cultura, y el yo-librero es parte fundamental de ese proceso. Contra el libro como propaganda, como ocio inexpresivo, como material de marketing, se vuelve fundamental que el librero aparezca como agente cultural independiente, no porque queramos justificar nuestro salario, sino porque queremos hacer valer nuestras vidas como arte, imitando a los textos que tanto nos gustan. Aun así, una propuesta poético-política como esta depende de un pequeño grado de ingenuidad. En el yo-librero reside todavía un poco de voluntad de vocación, un pequeño animal que está dispuesto a no comer si hace falta, por eso no podemos dejarlo libre, por eso tenemos que ponerle capas y capas de crítica que le protejan de aquello tan sencillo que es dejarse llevar por nuestras pasiones (y dejar que nos destruyan).

Sabemos que no sabemos nada acerca de lo que delimita la cultura, de lo que nos determina como seres humanos creativos y llenos de recursos que se inventan objetos y herramientas para sobrevivir a la posteridad… y no negaré que buscar raíces en esos bosques de Mari Carmen y Francis Hallé no sea también una especie de salvavidas, de búsqueda por un fundamento tan firme como lo es la raíz milenaria de un árbol, pero es un espejismo propio de la modernidad, sentir que estamos solos y al mismo tiempo que dependemos demasiado de unas estructuras que pensamos inmanentes a la realidad. Todo esto ya está escrito. Los libros siempre tendrán la última palabra y supongo que eso es un hecho desde el que podemos empezar.

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