El tiempo del recuerdo

Se habló mucho, con excesiva ironía, de la elección de casting de Cerrar los ojos, la esperada vuelta de Víctor Erice a salas comerciales. Un galán televisivo como José Coronado no es lo que uno espera, a priori, de una película de Erice. Se especuló entonces sobre posibles exigencias de producción, pero ya sabemos que la autonomía, entendida en un sentido radical, es una de las banderas del cineasta vasco. Y bien, en la primera secuencia de Cerrar los ojos todo queda claro: la presencia de Coronado es necesaria por cuestiones intrínsecas a la trama –su mirada–, pero también por una de las cuestiones con las que solo los mejores cineastas saben hacérselas: la costumbre. La disonancia tonal de la primera secuencia –en la que todo suena antiguo, falso, incluso ridículo– necesita de la presencia impertérrita de un Coronado al que todos recuerdan por aquella serie o aquel anuncio de yogures. La película se abre con una declaración de intenciones que busca derribar cualquier expectativa de continuidad, cualquier deseo nostálgico.

Erice vincula su película a dos elementos inexpugnables: los ojos de los actores, realzados con cada cambio de luz –sobre todo en Manolo Solo y Ana Torrent– y la vinculación entre soporte de la imagen, espacio y tiempo, calculada ya desde el fuera de campo de la primera secuencia –Shanghái– que se traslada al resto del metraje –Julio Arribas– y acaba por conformar una única dimensión en la última secuencia. Se hablará de despedida, de canto de cisne, de cierre orgánico de una filmografía coherente, pero todo ello es externo a la película, que no tiene ‘mensaje’ alguno y que Erice hará bien en no explicar. Sí, puede que haya en la cinta recados personales, bombas en clave autorreferencial y ciertos intentos por dar cuenta del ‘estado del cine’ actual, y el título no ayuda nada al discurso crítico, es más, lo ata a todas estas cuestiones. Pero hay algo que es reseñable por encima de todo: la disonancia, el cambio constante de ritmo, de tono, la agilidad con la que el sentido del tiempo va modificándose. Quizás la película quiere hacer suya, en clave presentista, la temporalidad propia de la memoria, que es anárquica, caprichosa, en cierta medida incontrolable y cuyo punto de referencia –¿por qué recordamos, a veces, más momentos anodinos que especiales, por qué la duración de los eventos se iguala en el tiempo del recuerdo?– es difícil de explicar.

Del tiempo que Miguel pasa en Madrid –y que ocupa la mayor parte del metraje–sorprenden algunos planos de situación, la elección presumiblemente antiestética de los lugares (la estación de Metro Ligero Ciudad del Cine, por ejemplo), el tempo de las conversaciones rodadas de manera convencional, esperando la ocasión para el primer plano –en disonancia con el último Almodóvar, que emplea justamente la estrategia contraria– o la espera para el reencuadre. La soledad de Miguel se acrecienta con el aislamiento formal que acompaña a todo abundante uso del plano-contraplano, y roto en contadas ocasiones –la entrevista, los encuentros con Max– hasta su vuelta a Almería. En el sur, sin embargo, el paso de los días se acelera, pero el ‘tiempo interior’ se ralentiza. Las únicas referencias temporales vienen marcadas por el horario del trabajo –levantarse a las cinco de la mañana para pescar con Patón– y la emisión del documental en televisión. Durante el resto del día, parece que Miguel no siente necesidad de saber qué hora es. Las elipsis, ausentes en la primera mitad, van aislando las secuencias conforme avanza el metraje, que en su última media hora parece ya no necesitar de un nexo visual entre las escenas. Erice confía entonces en la proximidad sentimental fundada en la duración, y renuncia al estilo mantenido hasta entonces, buscando iluminación en la sencillez.

La película entonces, como la memoria de Arribas, sufre un formateo. Y en el asilo, el tercer espacio que se nos presenta, de nuevo, con breves planos de situación, la referencia temporal reside únicamente en la repetición de las acciones y los espacios —comer, fumar, encalar—, y los fundidos a negro se acrecientan. Para entonces, a casi dos horas de metraje, toda expectativa está disuelta y uno ya no espera nada, simplemente atiende. El discurso escondido de Erice parece atacar a la ubicuidad de la mirada contemporánea, a una hipertrofia que creemos irreversible y que se alimenta de exigencias y expectativas. Ya en la tercera parte de la película, uno casi se deja llevar, como Miguel en el asilo. Está claro que el protagonista no está del todo a gusto en ese espacio donde la repetición y la rutina obligadas parecen anular toda intención. Incluso tiene que esconderse para fumar. Pero ¿acaso se encontraba cómodo en Madrid, o pescando en Almería? Los ojos, que para Erice siempre han traslucido la expresión de la verdad, nos indican que estamos ante alguien cansado, la historia de un torturado que se va adaptando a los distintos espacios sin queja, pero cuya vida no evoluciona del todo. Está estancado en ese tiempo marchito del recuerdo, durante casi todo el metraje es un sujeto pasivo, que necesita de la fuerza centrífuga de los otros para movilizarse. No está claro, en fin, si el cine lo cura o lo condena.

Tenemos aún un último tema: el del soporte, abordado con particular sutileza. Sin recurrir a florituras formales videocliperas, Erice nos habla de las tipologías de la imagen –fotografía y cine analógicos y digitales. Lo sorprendente, de nuevo, y dado el discurso extracinematográfico de Erice, es que no establezca una jerarquía entre ellas. Poco o nada le interesan las cuestiones estéticas inherentes al soporte, sino la mera funcionalidad. Si bien la película no renuncia al misticismo cinematográfico, presente en toda la obra de Erice, no subordina, como muchos espectadores desearían, toda imagen al encantamiento. Hay, al menos, dos estratos de la imagen que se sublevan frente al arrebato místico: la imagen como recuerdo y la imagen como evidencia. Lo único que Julio Arribas guarda, aunque no reconoce, de su pasado, es una fotografía antigua. En ella parece depositar Erice toda esperanza de reconciliación, y está claro que esa imagen de la niña, sacada del rodaje de su película inconclusa, adquiere una potencia afectiva mayor en formato analógico que en su copia digital, pero no olvidemos que es una fotografía digital –tomada por Belén, la asistenta social que interpreta María León­– lo que resulta de una importancia fundamental en la trama, pues en cierto modo la resuelve. No hay, como pudiera parecer, jerarquía: cada imagen va acompañada de un uso, cada soporte se vincula con un terreno afectivo diferente.  Las disonancias tonales entre la primera secuencia y el resto de la película apuntan a lo mismo, y –he aquí lo sorprendente– Erice, cuyo discurso precisamente se ha caracterizado por sus excesos apocalípticos y melancólicos, parece dar gracias a ese cambio tecnológico que le ha permitido cerrar de forma heroica una filmografía, sin duda, histórica.

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