En los espacios de la derrota

Travis Wilkerson ha retirado su última película, The Fuckee’s Hymn, del circuito de microfestivales de cine. Dice estar agotado de sus dinámicas, y ha preferido compartirla en un espacio virtual de intercambio de archivos. Un paso más para que el cine sea libre y se convierta en un verdadero lugar de resistencia, un territorio sonoro y visual que flote por el ciberespacio, desinteresado de las dinámicas del «y tú más, y tú mejor» de la crítica y los festivales. Insostenible, por otra parte, hacer cine así. Cada vez tendrá que filmar más barato, y, por lo tanto, más político. Tal vez sea esta la única forma de que las imágenes vuelvan a tener agencia, cuando sean tan pobres y miserables que no tengan más posibilidad que rebelarse contra el sistema. Se buscan imágenes desesperadas, pero todo lo que obtenemos es conformismo. Casi nadie hace cine político como Travis Wilkerson porque casi nadie está cabreado como él. Es preciso el enojo para tener la fuerza suficiente con la que destruir los significados de la imagen y construir algo nuevo a partir de sus piezas desparramadas. Pero eso implica asumir que uno no es cineasta, o que serlo es lo menos importante; que el cine no es un fin sino un medio. Destruir el ego, integrar la lucha armada audiovisual, convertirse en un insurgente de las imágenes, infiltrarlas en los resquicios del poder. Que las armas sean las imágenes, pero también los sonidos. Como en Machinegun or Typewriter?, el cine puede ser incluso una desesperada emisión radiofónica pirata en busca de un amor perdido.

Apartar, incluso, las imágenes por un rato. Cerrar los ojos y dejarlas marchar; hay demasiadas, al fin y al cabo. Escuchar en su lugar esa voz radiofónica de Travis Wilkerson, entrenada como si fuera un arma de guerra —él, sin embargo, la considera un instrumento, algo que puede ser tan letal como una metralleta. La práctica totalidad de su cine se construye a través de la voz, que marca un camino discursivo, un paisaje acústico por el que transitan paralelamente las imágenes. Su cine es discurso, pero no universitario sino panfletario; y su voz, firme y enojada, es un cebo para el despistado, un centro de gravedad sonora alrededor del cual giran cada vez más rápido las ideas de su obra.

DID YOU WONDER WHO FIRED THE GUN?

Travis Wilkerson heredó muchas de las tensiones estéticas de James Benning. Pero Benning es un caminante, un ciudadano legal y olvidado, mientras que Travis Wilkerson es un convicto que no puede sentarse a contemplar el espacio, solo puede recorrerlo sin detenerse demasiado en cada lugar. Por eso el sonido en el cine de Benning surge de la observación del entorno y en el de Travis Wilkerson de la intervención del entorno. Los últimos 25 minutos de Did you wonder who fired the gun? los ocupa un travelling, filmado desde el salpicadero de un coche. Una imagen continua de una carretera en movimiento, un viaje para escapar de su pasado y de una sombra que le persigue, desde hace horas, en otro vehículo. Pero no vemos nada de eso, solo vemos la carretera oscura avanzar poco a poco, recortada bajo un cielo naranja; una experiencia de lo sublime donde el pavor y el sobrecogimiento ante la naturaleza salvaje se sustituye por el miedo ante un horror mucho más real: aquel donde Estados Unidos ya no es un territorio mítico sino tétrico, en el que el racismo es la ley y ni un director blanco está a salvo. Ese plano continuo, largo, interrumpido solo por unas imágenes superpuestas y una canción de Phil Ochs, comienza a disolverse en la retina. De repente ya no es cine lo que vemos, es algo parecido a una pintura, un campo de color regenerado continuamente, tal vez Rothko en movimiento.

Robert Rosenblum interpretó el expresionismo abstracto como una sublimación de la pintura de paisajes. En su sublime abstracto, el espectador no ve un Rothko, o un Pollock: se encuentra dentro de ellos, en un paisaje al que se accede sólo mediante la observación continuada, a través del tiempo. La pintura así adquiere una dimensión reservada solo al cine y la música: la temporalidad. Pero mientras uno puede escapar de ella, no puede hacerlo de la temporalidad del cine, pues este impone su duración al espectador. Para verlo al completo hay que verlo un tiempo determinado. Para escucharlo al completo, lo mismo. Cuando Travis Wilkerson atraviesa Alabama con su coche no sólo se nos impone una duración – es decir, un relato – sino que nos secuestra dentro del vehículo, forzándonos a mirar el horizonte mientras escuchamos el oscuro relato de su voz. ¿Qué vemos? Tan sólo una carretera anaranjada. Pero ¿qué escuchamos? Una carretera ensangrentada. En la voz de Phil Ochs:

And they shot him on the Alabama road

Forgot about what the Bible told

They shot him with that letter in his hand

As though he were a dog and not a man

They shot him on the Alabama road

Did you say it was a shame when he died?

Did you say he was a fool because he tried?

Did you wonder who had fired the gun?

Did you know that it was you that fired the gun?

Did you say it was a shame when he died?

Para entonces, cuando suenan estos versos, hace rato que hemos dejado de ser espectadores de cine, y la canción bien podría estar sonando en la radio del vehículo, bien podríamos haberla puesto nosotros para haber aligerado el pesado silencio, la tensión generada al atravesar esa carretera endemoniada. Travis Wilkerson hace suyo el género americano por antonomasia, con perdón del Western: la road movie. Para el proscrito, el guerrillero, solo hay futuro en la huida. Su cine es una huida constante, pero no un escape definitivo. Siempre vuelve a su origen, para entender, para encontrar significados, aunque vuelva a escapar poco después. Orbita su pasado, que no es más que el pasado de su nación, como un meteorito, penetrando el núcleo del sistema solar de vez en cuando para escapar rápidamente como una sombra y esconderse tras los escombros de un cinturón de asteroides. Did you wonder who fired the gun? es una incursión secreta en el pasado de su familia, que no es más que el pasado del sur americano. Como un fantasma renegado dispuesto a reventar la paz doméstica, para acto seguido escapar de ella, Travis Wilkerson denuncia a su propio abuelo, un racista sureño, por haber asesinado a un negro en los años cuarenta. Un acto así no queda sin respuesta; lo convierte en un proscrito para su propia familia, la oveja negra que habla demasiadas verdades y no se calla en ninguna cena navideña. Y aquellos que supuestamente le persiguen por la carretera, ¿quiénes son? Tal vez sean sus allegados, intentando decidir si acabar de una vez por todas con él.

AN INJURY TO ONE

¿Y qué es, sino una huida, An injury to one? Formulada como trabajo fin de carrera de la prestigiosa escuela liberal de arte CalArts, evaluada por Thom Andersen y construida con la ayuda de James Benning, recoge lo mejor de ambos y, por si acaso, reniega a la vez de ellos. Comienza de la forma más antiamericana posible: con un preámbulo anticapitalista que podría haberle condenado a prisión de haberse filmado unos cuantos años antes. Pero antes la censura era activa, anunciada, violenta. Ahora es silenciosa como un cáncer, y directores de su estirpe no tienen espacio público más que el que le puedan prestar curadores con sentimiento de culpa. ¿Hay futuro para este cine más allá de la exhibición museística? Y si es así ¿no es una forma de matar unas imágenes que necesitan ser libres, propagarse como un virus, alojarse en el cerebro de todo el mundo como un parásito para devorarlo poco a poco?

An injury to one se apropia de otro género mítico de Estados Unidos, un extraterrestre musical desconocido: el primitivismo americano. Si la música country implica mirar hacia el paisaje, el primitivismo es mirar a las estrellas, y por eso es un híbrido entre la tradición americana y la hindú, de la que hereda su vocación cósmica, su reverberación espacial. La contribución de India a la música contemporánea es incuantificable. Del sitar nace la música electrónica, el minimalismo, el drone. Sonidos sostenidos en el tiempo, notas concretas que, al escucharlas durante un rato se convierten en abstractas, adquieren una dimensión aérea y se transforman en paisajes sonoros. Una música espacial en todas sus acepciones que genera una tensión constante detrás de la cabeza, como una broca que se acerca a tu nuca lentamente pero que nunca te alcanza. Variantes de esta música planean por todo el metraje de An injury to one. Así, el espectador está alerta, paranoico, en el punto exacto en el que parece que le quiere Travis Wilkerson: entre la indignación y el peligro. Nos narra la historia de Frank Little, un sindicalista del IWW asesinado por una corporación minera en la ciudad de Butte, Montana. El relato es local, las implicaciones deberían ser universales. La música, en este caso, es el vehículo de la indignación, de la sorpresa y del entendimiento. Una música que rima con los intertítulos y subraya difusamente la intención de la película, que no sólo es histórica, también geográfica. Su cine tiene una vocación espacial: Butte, Alabama, Los Ángeles, Cuba. Una colección de espacios de combate, marcados por las heridas del capitalismo y sus esbirros.

Pero la tensión está aquí y ahora, en la película. Un zumbido discontinuo retumba por detrás, mientras Travis Wilkerson habla. De repente, comienza a escucharse una canción de los mineros, con la letra impresa sobre las imágenes pero sin voz. La lucha local de estos, y la de Frank Little, se convierten en internacionales, trascienden cualquier clase de localización. De repente, su cine lo es todo, y deseamos que por favor hiciera un documental de tal tema o tal otro, igual que esperábamos que Adam Curtis abandonara su esfera anglosajona para acudir a narrar los entresijos políticos de regiones menos atendidas. ¿Quién no ha deseado que España tuviera un Chris Marker, un Resnais, un Robert Kramer, en vez de los tibios que asolan el cine español? Pero hay que conformarse con lo que se tiene. Cineastas así no aparecen cuando se les llama, sino cuando se les merece. Sin embargo, podemos aprender de sus ideas, podemos entender sus lecciones. El cine político debe ser nervioso, excitante, inabarcable.

FOR MICHAEL BROWN

Hay un denominador común en todo esto, el tiempo. El tiempo de observación de las pinturas, el tiempo de las películas, el tiempo que invierte una raga india en evolucionar y colonizar el oído. Incluso Travis Wilkerson se vio atraído por los cantos de sirena del estructuralismo, que prometió – y promete, con no pocos argumentos – orden aritmético en el caos aparentemente indescifrable del cine. En 2014 imaginó que la ausencia de ondas – visuales y sonoras – era la máxima forma de respeto, el pudor total ante la tragedia. Esta es su descripción de For Michael Brown:

Out of respect for his parents’ request, four and one half minutes of silence for Michael Brown Jr. One minute for each hour his body lay in the streets of Ferguson, MO after he was shot to death by Officer Darren Wilson. Please watch in darkness. Please watch in silence.

La imagen, un rectángulo negro silente que dura cuatro minutos y treinta segundos. La similitud con la obra de Robert Rauschenberg y, más aún, con la de John Cage es enorme. Pero concedámosle, ya que nos ha defraudado tan poco, el beneficio de la duda. Al reclamar silencio y oscuridad parece intentar expandir los contornos de la pantalla de cine. Su petición de anular cualquier ruido y cualquier forma es inútil pero sincera, no nace de ese sentido del humor total de los vanguardistas del siglo XX. Es una muestra de respeto más que una reflexión sobre el cine estructuralista, pero llega a una conclusión estética similar a la de otros formalistas radicales de la imagen y el sonido: que hay un espacio de significados dentro del vacío, y que se accede a él sólo a través del tiempo. Su cine le debe más a James Benning de lo que pueda parecer, pero a la vez su reconversión del paisaje en espacio, del paisaje sonoro en narración vocal y del estatismo en movimiento es tan emocionante que casi se sale con la suya. James Benning es aritmético y Travis Wilkerson, antes que nada, político. Y la política, hoy en día, no puede prestar tanta atención a las matemáticas.

Elevar el propio pensamiento hasta el nivel del enojo (el enojo provocado por toda la violencia que hay en el mundo, esa violencia a la que nos negamos a estar condenados). Elevar el propio enojo hasta el nivel de una tarea (la tarea de denunciar esa violencia con toda la calma y la inteligencia que sean posibles)

Georges Didi-Huberman escribió esto sobre Harun Farocki. Entendió a la perfección que la chispa de todas las revoluciones no surge del conformismo y la calma. Las revoluciones, las luchas, no tienen por qué ser globales, pero deben ser constantes, golpear insistentemente la puerta del sistema. Travis Wilkerson, como Farocki, parece haber comprometido su vida – al menos su vida artística, que no es algo pequeño – a ser ese puño constante. Hay que agradecer la generosidad de su amplia renuncia. Sin embargo, pese a tantos directores, el cine político parece casi agotado, como un atleta desfalleciendo metros antes de la meta, mal entrenado, o entrenado equivocadamente. Pero ¿cómo es posible? el mundo nunca dio más de sí. Nunca hubo tantas imágenes que interpretar, politizar, contextualizar, destruir. Y sin embargo nos conformamos con la simple temática, con el concepto. Si hay un concepto, es cine político. Pero lo político no es evidente, se encuentra debajo, en el armazón audiovisual, en el discurso implícito en las imágenes y sonidos, no dado de forma explícita. El cine político no debería ser un manual de instrucciones que indicara cómo y cuánto indignarse respecto a algo. El cine político es un laberinto, lo suficientemente complejo como para que aquellos reaccionarios que lo experimenten se extravíen en sus imágenes y empiecen a gritar desesperados buscando la salida, que está sin embargo emplazada a simple vista para todos aquellos abiertos de corazón y mente.

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