En agosto de 2021 encontré, en una de mis excitantes visitas a los mercadillos de domingo en Berlín, una carta con sello del Tercer Reich, enviada desde la ciudad de Dachau en diciembre de 1944. La traduje al español. Dice así:
Querida mía:
Estaba a punto de escribirte cuando la pobre Renate llegó con la triste noticia. Pero luego hubo tanta inquietud que lo pospuse para esperar una hora tranquila. Hoy, cuando se ha celebrado el oficio religioso, en el que tan gustosamente habría participado si todo no hubiera sido tan difícil, he pensado profundamente en toda la tristeza, y de repente he sentido a Albert muy cerca con una cara tan infinitamente feliz que ya no podía estar triste en absoluto, sino que sólo le deseaba la vida en otro mundo con todo mi corazón. No está lejos de nosotros, puedes sentirlo si te sientas tranquilamente con él, ya que hace unos días se sentó tranquilamente en el banco de la estufa y tenía una cara muy brillante y feliz. No es a él a quien hay que compadecer, sino a ella y a ti.
Perdí a dos hermanos en la Guerra Mundial, y sé lo que significó para mamá y lo que significó para mí. A día de hoy, el mundo es más pobre para mí por el único hermano al que había querido tanto, no hay forma de superarlo. Pero eso es sólo por fuera, lo que llevas en tu corazón lo posees para toda la eternidad.
Una buena amiga mía, que también quiere mucho a Renate, me dijo que cuando le di la noticia, se había pasado una tarde entera quejándose del mal destino, entonces ella, que no conoce de nada a Albert -sólo lo conocía su marido- habría sentido la cercanía de Albert, una alegría radiante -realmente dijo alegría- que le habría avergonzado su tristeza y se habría sentido como una vieja llorona.
Estamos recibiendo la alarma, ¡tengo que cerrar! Volveré a escribir durante las vacaciones, para que al menos esta carta desaparezca.
Por hoy, te abrazo calurosamente y te recuerdo con cariño.
La alarma ya ha pasado, sólo hemos oído disparos, no estaban con nosotros, sino con vosotros, me temo. Son las 8 de la tarde del domingo. Espero que no le haya pasado nada y deseo y espero que todos nos libremos de cualquier daño.
Fue alarmante comprobar en Google Maps que la dirección del remitente se encontraba a poquísimos kilómetros del campo de exterminio de Dachau. He odiado, con odio profundo, a la remitente de la carta –por la que pagué cincuenta céntimos y que acabé perdiendo en una mudanza– desde entonces: algo en su ligera y excelente escritura, en su reducción de la guerra a lo anecdótico, me produce un asco atroz. Viendo The Zone of Interest he sentido que, aunque ubicada en Auschwitz, el personaje de Hedwig Höss, interpretado por Sandra Hüller bien podría haber firmado la misiva.
No creo que Jonathan Glazer esté interesado por «la banalidad del mal», ese concepto tan malinterpretado y manido de Hannah Arendt que todos los críticos de España se han puesto de acuerdo en recordar, sino por la curiosa dupla formada por banalidad y belleza, a su juicio elemento unificador de la conciencia, y sobre todo de la estructura familiar, nazi. En The Zone of Interest no se plantea la pregunta que todos, de niños o adolescentes, cuando conocemos la historia de las atrocidades cometidas por el estado nazi, nos hacemos, a saber: ¿cómo es posible que se tolerara el exterminio?, ¿es que nadie sabía nada?, ¿ignoraba el ciudadano común alemán la «solución final», o simplemente le daba la espalda a la realidad? La respuesta se da por hecha, y la propuesta de Glazer es radicalmente obvia, y absolutamente cristalina en sus intenciones: el humo negro procedente los hornos de Auschwitz aparece en prácticamente todos los planos generales del exterior de la casa, o reflejado en las ventanas; y una luz roja, de sangre y fuego, tiñe las noches de la familia Höss. El exterminio está continuamente presente. El matrimonio se encarga de verbalizarlo, de bromear con él. El tema de la película no es: ¿cómo es posible que aquello ocurriera con el beneplácito de tanta gente?, sino: ¿qué realidad construían esas familias que defendían el exterminio, a qué elementos prestaban atención? Glazer no parece estar preocupado por preguntas graves, de difícil respuesta, como la naturaleza del mal, y ni siquiera dota a sus personajes de complejidad psicológica, lo que supone una decisión ética bastante arriesgada: los adultos de la familia, y los cómplices que los rodean, son prácticamente autómatas, parecen no tomar ninguna decisión, o quizás ni siquiera necesiten tomarlas.

Aprendí a leer las imágenes a partir del trauma de la representación. Con la lectura de clásicos como Imágenes pese a todo, con el visionado de Noche y niebla, de Shoah, de Histoire(s) du cinéma, en contraposición a La vida es bella, La lista de Schindler o El niño con el pijama de rayas. Con la comprensión intelectual de lo irrepresentable, aprendí a censurar imágenes, a vincularme políticamente con el negro, con la pantalla oscura. El Holocausto se impuso como la única brújula para todos aquellos que buscábamos optar por la alternativa ética a la espectacularización de la barbarie, la violencia y el horror. Hoy, tras tantos años de debate sobre la representación del exterminio, y con el consenso generado en torno a la figura –ética y estética– de Claude Lanzmann, un proyecto como La zona de interés suena, a priori, como algo anacrónico. La apuesta por la obviedad forzada solo puede entenderse desde la asimilación total de todos esos debates: Glazer no pretende añadir nada a la discusión sobre lo irrepresentable, es más, asume tanto la crítica godardiana –el cine falló en su cita histórica al no grabar los campos– como la tesis de Lanzmann –el horror de los campos es irrepresentable, y solo puede ser abordado vicariamente– al insistir, de nuevo, de forma obvia, en el fuera de campo.
Decía Vilém Flusser que, para mirarlas adecuadamente, las imágenes técnicas, al contrario que la pintura tradicional, exigían cierta distancia acrítica, casi un elogio de la superficialidad. Glazer parece asumir el riesgo: allí donde domina la racionalidad técnica, es preciso aplicar la distancia como método. Así, todas las imágenes de los interiores de la casa –un lugar que se nos presenta de la forma más fría posible, en una escena en la que el padre de familia va apagando las luces de todas las habitaciones, dejando entrever en un gesto cotidiano tan calculado que allí no hay ni rastro de ignorancia, que nada les es ajeno–, están capturadas, con varias cámaras ocultas en diferentes ámbitos de las estancias, como en un reality show del tipo Gran Hermano. Como consecuencia, no obtenemos un aparato ingenuo y peligroso, que nos advirtiese con afán moralista de la «espectacularización de la tragedia», como sucedería en una película de Lanthimos o de Haneke, sino una nueva insistencia en la obviedad técnica: el aparato de producción televisivo aprovecha mejor los espacios que cualquier otro. Es como si con esa luz, con esa textura, Glazer estuviera contestando a la inmisericorde solemnidad de Holocaust (Marvin J. Chomsky, 1978), la miniserie que familiarizó al espectador anglosajón con la representación de la shoah. Un contraste entre dos tipos de superficialidad.
El interludio floral, que algunos críticos han leído en clave metafórica –curioso, en una película tan prosaica y obvia– como la imagen del «florecimiento del mal» es, en realidad, un veneno: la imagen misma se contamina del rojo de la margarita, corrigiendo nuestra mirada, o más bien dirigiéndola hacia otro lado, a un espacio donde no valgan las anestesias estéticas. No se trata de insistir en que la belleza ciega, o que la belleza maquilla el horror: nadie dudará de que las palabras del superviviente de Auschwitz Joseph Wulf, reproducidas en subtítulos en la película, son bellas. La introducción de un testimonio directo tan lírico me lleva a pensar que estamos sobrevalorando las supuestas intenciones antiestéticas de la propuesta de Glazer. La película no atenta contra la belleza, sino contra los discursos unitarios de la belleza o contra la mencionada dupla que concibe todo acto bello como bienintencionado. Contra el encuadre fijo y ensimismado. Contra la asimilación entre justicia y belleza. Es una pena que Glazer no lleve más lejos su apuesta por envenenar las imágenes. O quizás, asimilando todos los mecanismos de la hipervigilancia –desde las cámaras ocultas hasta los cenitales casi imposibles–, de lo que se trate es de recordarnos que ninguna imagen está ya sana.
