Éxodo digital: la urgente revolución de nuestros espacios

En los últimos días hemos sido testigos de una diáspora digital que ha alterado de manera profunda el paisaje de las redes sociales: miles de usuarios, hartos de los bots, la propagación de discursos de odio y la creciente manipulación de los algoritmos, han abandonado plataformas como Twitter (ahora X) en busca de nuevos espacios. Sin embargo, este éxodo no debe ser entendido únicamente como una simple fuga de las redes tradicionales, sino como un movimiento mucho más complejo y profundo: un proceso de reconfiguración de las formas de expresión y contenido que habitamos en el espacio digital. Lo que ocurre aquí no es simplemente el cambio de plataforma, sino un desplazamiento de las lógicas de poder que gobiernan estas plataformas, y una reafirmación de la capacidad de revolución molecular que poseen los individuos al des-estratificar sus relaciones virtuales.

Lejos de ser un simple acto de desesperación o un lamento por lo que se ha perdido, esta migración digital es, en muchos sentidos, un acto de resistencia, un desplazamiento nomádico que permite la creación de nuevos espacios más horizontales, abiertos a la experimentación y a la libertad. Propongo un ejercicio de reflexión crítica que conecta esta diáspora digital con las plagas de Egipto descritas en el Antiguo Testamento. Cada plaga será vista como un reflejo de las tensiones que surgen entre los modos de producción, expresión y comunicación en las plataformas de hoy. ¿Qué posibilidades revolucionarias se abren en estos movimientos?, ¿y si lo que hoy parece una huida pudiera ser la semilla de una nueva forma de comunicación colectiva, libre de las cadenas de la manipulación algorítmica y de la violencia estructural? Mi intención es explorar la relación entre estas plagas y las dinámicas de control digital, pero también cómo los modos de expresión (signos, lenguajes…) y modos de contenido (cuerpos, estructuras…) en las plataformas han ido erosionando las formas de subjetividad y comunidad que alguna vez fueron prometidas. Este análisis, lejos de ser pesimista, busca poner en valor la potencia de la diáspora digital como una oportunidad para repensar sus posibilidades.Sin embargo, no debemos caer en la ilusión de que este cambio es completo, ni que las plagas ya han pasado. Al contrario, aún estamos atravesando varias de ellas, y el futuro nos desafía a seguir desafiando las estructuras de poder digital.

Primera plaga: La sangre sobre el Nilo o la inundación de bulos

La primera plaga que asola los nuevos espacios digitales es la inundación de bulos. La desinformación se ha convertido en el fluido que recorre todas las conversaciones, intoxicando los discursos, contaminando las interacciones y haciendo del espacio digital un terreno inhóspito. Al igual que el Nilo convertido en sangre, la información se convierte en un veneno que oscurece la percepción y frena la posibilidad de construir una realidad compartida. Los bulos no solo proliferan en las redes sociales, sino que se estructuran a través de una maquinaria que produce y distribuye constantemente contenido falso, alimentado por algoritmos diseñados para propagar la confusión.

Esta plaga es el reflejo de un modo de contenido que se ha vuelto tóxico. Los espacios digitales se estrían, convirtiéndose en territorios donde la veracidad no importa. La batalla por la verdad se pierde frente a las dinámicas de viralización y consumo acelerado. Al abandonar Twitter y migrar a nuevas plataformas, no basta con buscar un espacio diferente. Si el nuevo entorno sigue reproduciendo los mismos algoritmos que priorizan el sensacionalismo y el escándalo, el problema persiste. La solución radica en diseñar modos de expresión que favorezcan la verificación y el pensamiento crítico, desplazando la lógica del click rápido por una lógica que valore la conexión genuina.

Segunda plaga: La multitud de ranas, bots y manipulación

La segunda plaga es la invasión de bots, que actúan así como una multitud de ranas que saltan por todas partes, invadiendo cada rincón del espacio digital. Las ranas que cubrieron el suelo de Egipto vuelven en forma de bots, que saturan las conversaciones, invaden los comentarios y distorsionan las interacciones. Estos bots no son entidades neutras: son armas de manipulación política y social, diseñadas para amplificar el discurso extremista, crear falsas impresiones de consenso y alterar la opinión pública. En lugar de una máquina de guerra que permita la transformación social, los bots construyen una máquina de dominio que busca controlar la narrativa, alterando la percepción de los usuarios mediante la repetición masiva de mensajes manipulados.

La presencia de bots en las redes sociales es la manifestación de un modo de expresión corrompido, donde las interacciones ya no son humanas, sino automatizadas. La forma en que nos relacionamos con los otros se convierte en una simulación de diálogo, inerte e inerme. La solución no está, repito, en abandonar un espacio para ir a otro, sino en crear máquinas de guerra que puedan desmontar esta manipulación y restablecer formas genuinas de comunicación. Se trata de transformar los espacios de interacción para que constituyan posibilidades en las que los discursos sean construidos por los usuarios y no impuestos por algoritmos automatizados. Y con esto no me refiero únicamente a los bots como también a todos los lenguajes enlatados, reacciones iterativas y vacías de sentido más que la identificación con una gramática cultural. La gramática propia de una comunidad de bots no podría ser otra que la constituida por automatismos propios de la artificialidad más alienada posible, sea quien fuere quien la reproduzca.

Tercera plaga: Los piojos, mosquitos y pulgas o el consumo de la industria cultural

La tercera plaga que acecha nuestros espacios digitales es la invasión de piojos, representando la saturación de la cultura del consumo superficial y del espectáculo. Como los piojos que infestan a los egipcios, el espacio digital está plagado de contenido trivial que devora el tiempo y la atención de los usuarios. Las plataformas no solo distribuyen información, sino que también promueven una lógica del consumo que vacía de significado las interacciones, reduciéndolas a meros productos que se compran y se venden. Este fenómeno no es incidental, sino que responde a unos mecanismos que utilizan el entretenimiento y la cultura popular para mantener a los usuarios cautivos de un ciclo infinito de consumo. Y lo más peligroso es que dicho consumo no responde a lo necesariamente monetario, sino a la constitución de nuestras subjetividades.

Al igual que los piojos que infectan todo, el consumo cultural en las redes sociales se ha transformado en una máquina de contenido cuya única finalidad es la creación constante de material de bajo impacto. En este espacio, los modos de expresión se reducen a espectáculos, imágenes y narrativas que buscan captar la atención, y en ningún momento provocar —por muy violento que sea dicho contenido—. El éxodo digital no debe ser entendido como una huida, sino como un primer paso para desafiar este modo de contenido. La clave radica en crear un espacio liso, donde los componentes no sean consumidores pasivos, sino productores activos de sentido. Este nuevo espacio debe permitirnos alejarnos de la lógica del consumo para abrazar una creatividad colectiva que no esté regida por la lógica del mercado. Podría estar más cerca de una congregación de blogs así como lo que al comienzo de la polis se comprendía que era el ágora que de una red social al estilo de X.

Cuarta plaga: Moscas, discurso de odio y polarización

La cuarta plaga es la invasión de moscas en tanto que proliferación del odio y polarización simbólica. Las redes sociales actuales son campos fértiles para los discursos de odio, que se multiplican y se propagan como moscas en un espacio cerrado. En lugar de ser un terreno de intercambio y construcción de conocimiento, el espacio digital se ha convertido en un campo de batalla donde las luchas ideológicas se libran mediante ataques y descalificaciones. Esta plaga no es solo una cuestión de contenido tanto como de expresión, con la que las interacciones se han vuelto agresivas, defensivas y destructivas. En lugar de fomentar el diálogo, se privilegian las disputas, y la empatía se ha visto reemplazada por la polarización.

El cambio de plataforma no es suficiente para erradicar esta plaga. Es necesario transformar la forma en que nos relacionamos y nos expresamos. En un espacio liso los modos de expresión pueden ser abiertos, inclusivos y tolerantes. Crear nuevos espacios de interacción significa desactivar las estrategias de ataque y construir nuevas formas de afectación que promuevan la comprensión y el respeto. Este es el verdadero desafío del éxodo digital: no huir de los discursos de odio, sino transformarlos en discursos de encuentro y diálogo. No nos creamos, en todo espacio liso se corre el riesgo de que lo haga implosionar la máquina fascista.

Quinta plaga: La peste del ganado o el culto a la muerte y al narcisismo

La quinta plaga, los animales que mueren, es una de las más aterradoras, porque implica una muerte que no solo afecta a los individuos, sino a los afectos mismos de la sociedad digital. Como en el relato bíblico, donde la muerte de los animales es un acto que paraliza la vitalidad de Egipto, la muerte que acecha hoy es la de nuestras relaciones, nuestra construcción de subjetividades y nuestra capacidad de afectarnos verdaderamente. Esta plaga no se limita a la desaparición física de seres, sino que está vinculada a una del sentido. En las redes sociales, hasta ahora la vida se ha reducido a un espectáculo de vidas expuestas, donde los usuarios no son sujetos activos, sino cadáveres que giran en torno a un culto a la imagen y la visibilidad.

En las plataformas actuales, hemos caído en la trampa de un narcisismo digital, donde el acto de mostrarnos constantemente ante los demás nos hace olvidar que, en realidad, nos estamos vaciando de todo contenido genuino. Constituir un espectáculo —del latín spectaculum, «medio para ver, presenciar»— tan liso y brillante podría empujarnos a ahogarnos en nuestro propio reflejo. El espacio digital se ha convertido en una máquina de performance en la que pocas veces nos expresamos: nos exhibimos. Este proceso de exhibición, en lugar de crear formas nuevas de conexión, reduce nuestras interacciones a intercambios vacíos.

Este culto a la muerte, la obsesión por la apariencia y la exposición constante nos conduce a un estado de alienación. El riesgo aquí no es solo la desaparición de nuestra humanidad, sino el peligro de enamorarnos de esa muerte y hacerle un altar espectacular. El culto a la muerte en el espacio digital es la aceptación de una vida vacía, desprovista de afectos y relaciones intensas. Nos encontramos atrapados en una máquina que nos consume, donde el goce está vinculado a la desaparición misma de lo real. Aquí, la muerte no es temida ni rechazada, sino celebrada: nos hemos acostumbrado a la muerte, nos hemos habituado a morir en la exposición continua, a vaciarnos sin descanso en un espacio que nunca deja de pedir más.

En este contexto, la quinta plaga no es solo una amenaza, sino una trampa cultural que nos invita a sacrificar nuestra humanidad en favor de un culto morboso a la visibilidad. El riesgo es claro: si no rompemos con esta lógica, si no abandonamos este culto a la muerte, corremos el peligro de quedarnos atrapados en un ciclo interminable de reacciones vacías, en un mundo donde la vida se reduce a un clic. Nos enfrentamos a una muerte colectiva, donde los individuos ya no existen como seres de carne y pensamiento, sino como meros ecos de lo que alguna vez fueron, cuyas voces se pierden en la confusión del espacio digital.

El Éxodo como microrrevolución de los modos

Aún nos quedan por leer las últimas plagas: las úlceras, la lluvia de granizo ígneo, las langostas, las tinieblas y, finalmente, la muerte de los primogénitos de Egipto. Cada una de estas plagas nos evoca una forma de devastación o de revelación que, aunque si no se ha materializado completamente ya en nuestra experiencia digital, está gestándose en las sombras de las plataformas y las dinámicas sociales que las atraviesan. No se trata de esperar su llegada —en caso de no haber ocurrido ya—, sino de reconocer que en muchos aspectos ya estamos siendo testigos de sus efectos, ya sea en la erosión de la subjetividad, la censura silenciosa, la fragmentación del pensamiento o el colapso de lo comunitario. La tensión entre el pasado y el futuro en las plagas no es simplemente temporal, sino que muestra cómo las formas de control y opresión se imponen lentamente, como un virus que se propaga a través de lo digital. Estas plagas están aquí, en nuestro presente, y aún por venir, nos desafían a pensar en las respuestas que podemos dar antes de que su impacto sea irreversible.

La diáspora digital, entendida como el desplazamiento colectivo de miles de usuarios que abandonan plataformas como X en busca de nuevos espacios de interacción, no es solo un movimiento de migración de un espacio a otro. En la raíz de este éxodo digital late una potencia revolucionaria que va mucho más allá de un simple cambio de red social. Esta diáspora se configura como un verdadero despliegue molecular de resistencia, donde los individuos no se limitan a huir de los males inherentes a las plataformas, sino que, en su desplazamiento, reconfiguran las formas de expresión y contenido en el espacio digital, subvirtiendo el orden jerárquico y estratificado de las redes sociales dominadas por los algoritmos, los bots y la violencia estructural de la extrema derecha.

Esta migración, por tanto, no debe ser vista solo como una escapatoria, sino como un proceso activo de creación de nuevos modos de existencia en lo digital. La diáspora digital se convierte en un acto de des-estratificación: los antiguos espacios de redes sociales, como territorios controlados por poderes centralizados y verticales, son abandonados para dar paso a espacios lisos, móviles, horizontales, donde las relaciones no están predeterminadas ni mediadas por el poder de los grandes conglomerados tecnológicos. En términos deleuze-guattarianos, es un proceso de desterritorialización, donde la red pierde su forma cerrada y se reconfigura como un espacio nómada, abierto, donde cada movimiento contribuye a la creación de una nueva cartografía social, política y cultural.

Es crucial entender esta nomadología digital como un modo de expresión, pero también como un modo de contenido; pues no son divisibles unos de otros. Los modos de expresión, en el contexto de la diáspora, no son simples formas de manifestarse, sino verdaderas maneras de entrar en relación con los demás de una manera profundamente diferente, desafiando la lógica capitalista y de control de la información que caracteriza las plataformas tradicionales. En este nuevo espacio digital, la potencia de la migración es la creación de nuevas formas de afecto, de comunicación no mediada por los algoritmos, de creación colectiva que no se agota en la búsqueda de aprobación o visibilidad, sino que se construye sobre la base de la experimentación, la subversión de las normas, y la redefinición de la intimidad digital.

En este sentido, la revolución molecular que la diáspora digital encarna no es una revolución a gran escala, sino una revolución que se produce en los márgenes, en los pequeños desplazamientos que realizan los individuos cuando cambian de plataforma, de modo de expresión, de contenido. Cada uno de estos movimientos individuales es una pequeña victoria sobre la lógica de la exposición masiva, sobre el culto a la muerte digital, sobre la mercantilización de la vida privada y la conexión humana. Cada desplazamiento es un pequeño acto de resistencia, que, en su multiplicidad, desmonta los cimientos de la lógica autoritaria de las redes sociales tradicionales.

La potencia revolucionaria de la diáspora digital no se encuentra en una simple fuga, sino en la creación de nuevas formas de habitar lo digital, nuevas formas de generar conocimiento, de producir subjetividad, de construir comunidad. Al migrar de una plataforma a otra, nos alejamos de los lugares de explotación y destrucción, pero al mismo tiempo nos acercamos a nuevas posibilidades de creación que no están supeditadas al capital, a la vigilancia o a los discursos de odio. Lo que está en juego no es simplemente un espacio vacío, sino una oportunidad para reinventar el espacio mismo, para recrear las formas en que nos afectamos, nos comunicamos y nos construimos como seres sociales.

El riesgo, claro está, es el de caer en nuevas formas de estratificación digital en las que los viejos vicios de centralización, control y manipulación se reproduzcan. Pero la fuerza de la diáspora digital radica precisamente en su capacidad para desestructurar estos viejos esquemas y crear espacios que resisten y se reinventan constantemente. La nomadología digital no es una simple dispersión, sino una constante reconfiguración de relaciones, una construcción de nuevas formas de subjetividad que desafían las fronteras de lo que se considera posible en las plataformas tecnológicas dominantes.

En suma, la diáspora digital es un acto de rebeldía molecular que busca, a través de pequeños desplazamientos y subversiones, reescribir la narrativa digital. Es una llamada a la reinvención, a la creación de nuevos modos de estar, de expresar, de ser, que no estén gobernados por las viejas lógicas de la violencia estructural y la homogeneización. Es un recordatorio de que las verdaderas revoluciones no siempre ocurren en grandes gestas, sino en los movimientos invisibles de los individuos que, al cambiar de espacio, al transformarse en nómadas digitales, llevan consigo la potencia de una nueva forma de existencia, una forma que aún está por escribirse, pero que ya se insinúa en cada uno de esos pequeños y silenciosos desplazamientos.

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