La última sesión de Freud (2023), basada en la obra de teatro homónima de Mark St. Germain, fantasea con una reunión ficticia entre C.S. Lewis, autor de Las crónicas de Narnia y apologista cristiano, y un exiliado Sigmund Freud, adicto a la morfina y postrado por el cáncer de mandíbula en su último mes de vida. Freud, escandalizado por la conversión de Lewis y la inminente guerra, invita al irlandés a debatir sobre ateísmo y religión. La conversación se desliza hacia tópicos psicoanalíticos, como la relación de dependencia entre Freud y su hija Anna, pero su gran tema es la contraposición entre dos posturas ante la muerte y el sufrimiento: la aceptación resignada de la ciencia y la elaboración de la fe religiosa.
A pesar de ser un encuentro ficticio, la película trata de recrear fielmente a sus protagonistas. Seguramente el Freud de Hopkins, con sus arranques de erudición, su afilado humor, sus exabruptos de rabia, sus ja y sus das ist gut, sea uno de los más ajustados que hayamos visto en la historia, extensa, de caracterización cinematográfica del padre del psicoanálisis. Sin embargo, este empeño hiperrealista resulta inquietante desde el principio. La intención de Matt Brown y Mark St. Germain es contar una mentira (la reunión entre Lewis y Freud) con apariencia de verdad; y en esta contraposición encontramos el riesgo de la película, el primer motivo por el que desconfiar de la caracterización de Freud.
Lejos queda el excelente trabajo, más creativo e infiel —y por lo tanto, más honesto— de Viggo Mortensen en la película de David Cronenberg Un método peligroso (2011). Comparando ambas podemos observar cómo, a veces, la voluntad de realismo y fidelidad en la recreación histórica funciona como un mecanismo totalizador donde se tornan aun más significativos los olvidos. La omisión más grave de La última sesión de Freud, conscientemente amplificada en Un método peligroso, es la identidad judía de Freud, que definirá su posición ante los nazis y su exilio londinense, y quedará plasmada en su última publicación: El hombre Moisés y la religión monoteísta.


Como sugiere la película de Cronenberg, la identidad judía de Freud comienza a ser especialmente relevante a partir de la ruptura con Carl Jung. En 1907, desde su ansiada Roma, Freud advierte a Jung, quien le pide una fotografía: «no erija usted un pedestal, pues soy demasiado humano para representar tan egregio papel». Esta precaución tiene un tono más grave del que parece. Muestra de ello es que Freud inmediatamente siente la necesidad de exponer una íntima inseguridad :
Hace quince años que no me dejo retratar a sabiendas, porque soy tan presuntuoso que me horroriza contemplar sobre el papel mi deteriorización física. Hace dos años me tuvieron que retratar para la exposición de Higiene (por orden superior), pero detesto tanto esa fotografía que no me inclino a ponerla a su disposición (Cartas, p. 34).
Con la imaginación saturada de iconos y figuras, Freud se resiente a enviar a Jung una fotografía. Detrás de esta precaución descansa, por supuesto, la sospecha de que todo encumbramiento conlleva tarde o temprano un asesinato, pero también una advertencia sobre el poder de las imágenes. Poco a poco, Freud observa, con temor paranoico, cómo en Jung el asesinato del padre se traduce en una deriva hacia el misticismo, la teorización sobre las diferencias psicológicas entre judíos y arios, y la parapsicología. Mientras tanto, se vuelca en cómo los fenómenos religiosos restauran la fe en la omnipotencia de las ideas, propia de los infantes, mediante una divinización del mundo y las imágenes que pone en peligro a la ciencia, disciplina que exige una renuncia a los sentidos en favor de la abstracción racional.
Es posible que, ante Jung, Freud comenzase a preguntarse qué tiene la religión del Padre (y de su padre, que sufrió un agresión antisemita delante del joven Freud) que la convierte, junto con la ciencia, en perpetuo objeto de persecución. Tras el affair de Sabine Spielrein, la ruptura con Jung y con el antisemitismo en auge en Europa, las emociones salen a flor de piel. Escribe a Spielrein:
Debo confesarle, a posteriori, que su fantasía sobre el salvador nacido de una unión mixta (entre judíos y arios, Spielrein y Jung) no me gustaba en absoluto (1912).
Un año después, tras la noticia de su embarazo, insiste:
Como sabe, estoy curado de ese último retazo de predilección por la causa aria (…). Él o ella serán morenos, no rubios. ¡Acabemos con esas quimeras! No saludaré a Jung en Munich, como usted bien sabe (…). Somos y seguiremos siendo judíos. Los otros solo nos explotarán y nunca nos comprenderán ni apreciarán (1913).
A lo largo de su vida, Freud se identificó con figuras como Galileo y Darwin. Sus verdades científicas suponen un golpe al narcisismo de la humanidad equiparable al descubrimiento del inconsciente (Una dificultad en el psicoanálisis, 1917) y, al igual que él, fueron perseguidos y desacreditados. Tras la ruptura con Jung y el estudio de la religión en Tótem y Tabú, Freud se va dando cuenta, en un proceso de diferenciación, de que el judaísmo presenta similitudes con la ciencia y el progreso espiritual. Al negar la omnipotencia de las ideas (magia, vida post-mortem, superstición) y relegar la divinidad a lo invisible e inalcanzable, el monoteísmo supone un incremento en la espiritualidad, pues renuncia a los sentidos, especialmente la vista, inaugurando la necesidad de la fe. Por otro lado, las energías antes enfocadas en la adoración a los ídolos se vuelcan ahora hacia el texto, y en particular, hacia el texto ético, pues toda divinización del poder perpetúa injusticias y desigualdades, como muestra la teocracia egipcia. Bajo esta premisa, Freud sugiere en su último libro que el nazismo coge el relevo de la Inquisición, como un ejemplo más de un narcisismo primario que no es capaz de aceptar el desafío ético y existencial planteado por el monoteísmo. La expulsión de la omnipotencia del mundo (su desencantamiento), que comparten la ciencia, en pos de la verdad y el conocimiento, y el monoteísmo judío, en pos de una ética de los oprimidos, siempre provocará violentas reacciones que busquen reencantar el mundo y perseguir a los que representen esta exigencia ético- espiritual.

En definitiva, la película de Brown ignora que el rechazo a la religión en la última parte de la vida de Freud no es la continuación de un ateísmo de judío asimilado de la Viena fin-de-siècle, sino que se articula desde un doloroso exilio contra el antisemitismo de las religiones anti-monoteístas. En la película de Cronenberg, Freud y Jung debaten en Munich sobre El hombre Moisés y la religión monoteísta, algo imposible, pues las investigaciones que dieron lugar a la obra no se iniciaron hasta la década de 1930. Sin embargo, es interesante situar la disputa con Jung en el corazón de las reflexiones sobre Moisés. Tanto el acercamiento de Freud al judaísmo en la etapa final de su vida como la progresiva comunión de Jung con las tesis nacionalsocialistas en los años 30 pueden entenderse como derivas a partir de su tormentosa ruptura.
La mentira factual de Un método peligroso, por tanto, tiene un sentido ensayístico, y, al igual que la interpretación de Mortensen, parte de la imposibilidad de la equivalencia entre película y hecho, imagen y verdad. La última sesión de Freud, que pretende servirse de esta equivalencia para envolver de sentido una ucronía, elude sin embargo los claroscuros. Que este olvido —intencionado o no— ponga en cuestión el realismo de la película, no es, por tanto, el problema central: cualquier retrato de Freud debe asumir la imposibilidad de tal empresa. La riqueza y persistencia de su obra reside precisamente en fructíferas ambigüedades, como el refuerzo de valores victorianos patriarcales y la teorización que permite su desmontaje, o la defensa teórica del monoteísmo mosaico que contrasta con la obsesión del vienés por atesorar un sinfín de estatuillas e iconos, como su Atenea, sin la que era incapaz de vivir.
La relación de Freud con el judaísmo, ignorada en La ultima sesión de Freud, es una de esas fuentes de ambigüedades que dibujan el siempre cambiante retrato de Freud. ¿Qué queda de una religión sin la omnipotencia de las ideas y la divinización del mundo? ¿Acaso pueden algunas religiones funcionar como «la más poderosa protección contra las neurosis», como afirma en Psicología de las masas y análisis del yo (1921), y ser al mismo tiempo neurosis colectivas de regresión? ¿Y qué hay de esa última anotación un mes antes de morir: «Mística, la oscura autopercepción del reino situado fuera del yo, el ello» (Conclusiones, ideas, problemas, 1939)?
Freud sugiere en varias ocasiones que la omnipotencia del pensamiento nace como un efecto narcisista tras la creación del lenguaje, como una sobrestimación de las capacidades intelectuales del ser humano. También, en un precioso pasaje de las Lecciones introductorias al psicoanálisis, defiende la importancia de la conversación para el método psicoanalítico:
Las palabras, primitivamente, formaban parte de la magia y conservan todavía parte de su antiguo poder. Por medio de palabras puede un ser humano hacer feliz a un semejante o llevarle a la desesperación; por medio de palabras transmite el profesor sus conocimientos a los discípulos y arrastra tras de sí el orador a sus oyentes, determinando sus juicios y sus decisiones. Las palabras provocan afectos emotivos y constituyen el medio general para la influencia recíproca de los seres humanos (1917).
En este antiguo poder, y no en la pretensión científica, reside la esperanza del psicoanálisis.
