Un mono en cautividad aprende a hablar y convoca a un grupo de académicos para relatarles su historia de vida. Este es el argumento de un conocido cuento de Franz Kafka. Cuando leía el último premio Anagrama de Ensayo (Sin relato. Atrofia de la capacidad narrativa y crisis de la subjetividad, Anagrama, 2024), escrito por Lola López Mondéjar, no podía quitármelo de la cabeza. En el cuento el mono relata cómo consigue desprenderse de su simiedad a base de un duro adiestramiento. Ahora desprecia su antigua especie y considera que ha alcanzado la cultura media de un europeo. Gracias a la palabra le invitan a tertulias, banquetes y conferencias científicas. Sin embargo, al volver a casa cada noche, mantiene relaciones sexuales «simiescas» con una chimpancé semiadiestrada que vive con él. Sólo trata con ella por las noches, nos dice, porque de día le aterra su mirada de animal cautivo, que él conoce bien. Creo que esa mirada de la chimpancé anónima es la gran ausencia del libro de López Mondéjar.
Su diagnóstico es claro: las redes sociales y la precariedad están erosionando la capacidad de desarrollar una identidad propia y original. La construcción de la subjetividad es principalmente narrativa, requiere crear un relato sobre sí mismo, lo cual es cada vez más complicado en la era de las pantallas. La incapacidad para narrarse a sí mismos —atrofia narrativa— se puede comprobar sobre todo en los más jóvenes. Incapaces de enfrentarse a la construcción de una identidad única y personal, prefieren, como los niños pequeños, imitar el comportamiento de los otros sin ningún tipo de reflexión. De esta manera mimética adoptan alguna de las identidades que les ofrece el mundo posmoderno. Aferrarse a estas identidades, cerradas y totalizantes, les otorga una ilusión omnipotente de coherencia del self, mientras que su «atrofia narrativa» les convierte en seres huecos, invertebrados, e irreflexivos: este es el arquetipo del joven posmoderno de nuestro siglo.
Mondéjar equipara (no es broma) la personalidad del joven actual con la de los miembros del Daesh, los guardas de los campos de concentración nazis, la esposa de Goebbels, los integrantes de sectas o los pilotos que bombardearon Hiroshima y Nagasaki. Como ejemplo paradigmático, nos explica la historia de dos jóvenes que fueron captadas por el Daesh hace unos años y que antes pertenecían a la subcultura gótica. La transición de góticas a yihadistas no debe sorprendernos ya que las jóvenes presentaban «esa facilidad para adoptar una identidad y luego otra sin apenas solución de continuidad»[1]. Sujetos alter-dirigidos como marionetas, que lo mismo se hacen del Real Madrid, tiktokers, góticas, que yihadistas.
¿Qué nos puede salvar de esta deriva identitaria? Nada menos que la Ilustración: sólo ésta consiguió sacar al ser humano de la «infancia de la humanidad». Niega la autora reproducir los aspectos más problemáticos del movimiento ilustrado; lo hace a modo de conjuro, como si al pronunciar «yo no soy colonialista» una quedase inmediatamente libre de la sospecha de serlo. Lo cierto es que Mondéjar considera que el Sujeto Moderno es un tipo de humanidad evolutivamente superior independizada del mito y la religión. Alcanzó la edad adulta, superó su simiedad:
«los hombres y las mujeres modernos se socializaban en un entorno cultural en el que predominaban los ideales ilustrados: «sapere aude», decía Kant; el saber nos hará libres, la ciencia y el progreso permitirían al hombre elevarse por encima de su infancia —y la infancia de la humanidad— y construir su propio destino» [2].
El que no consigue acceder a esta adultez queda anclado en «una identidad imaginaria y no narrativa, una identidad adhesiva, que es la menos evolucionada, la más infantil»[3].
¿Quiénes son los «hombres y mujeres modernos» de los que habla Mondéjar, sino una pequeña élite cultural y económica que floreció en Europa gracias, en buena parte, a la explotación de personas precisamente consideradas primitivas y subhumanas? ¿No se sirvió el colonialismo de una serie de binarismos como racional/irracional, evolucionado/primitivo, narrativo/corporal —que Mondéjar reproduce uno por uno— para ejercer una violencia sistemática contra poblaciones fuera y dentro de las fronteras nacionales? Todavía hoy, gobiernos como el de Netanyahu reproducen este relato para deshumanizar a la población civil palestina: son «animales humanos», salvajes irracionales, bebés genéticamente diseñados para el fanatismo. Como nos muestra la teoría poscolonial, el ideal logocéntrico de autonomía y racionalidad siempre vino acompañado de una violencia espacialmente diferida. El cuento de Kafka es tan bueno porque nos muestra cómo los que se jactan de su muy humana y narrativa racionalidad necesitan explotar económica y sexualmente a esas «monas semiadiestradas» importadas del mundo «salvaje», exactamente igual que esos hombres blancos europeos que viajan de turismo sexual a Tailandia, Cuba o Brasil.
A nivel de referencias teóricas, leer Sin relato es como estar en una fiesta en la que no para de entrar gente y no puedes hablar más de cinco minutos con cada persona. Entre todos ellos, encuentras a varias copias de Lola López Mondéjar —proclive a la auto-cita— y percibes ausencias significativas.
Y es que para la autora, la teoría crítica, que cuestionó precisamente esa forma de racionalidad ilustrada, simplemente no ha existido. A su vez, toda la filosofía francesa del siglo XX, desde Sartre a Foucault, pasando por Simone de Beauvoir, Roland Barthes, Gilles Deleuze, Félix Guattari y Jacques Derrida, queda desacreditada por la firma de una petición contra la criminalización de la pederastia, en el año 1977. No seré yo quien apoye a la intelectualidad francesa en este asunto, desde luego, pero declarar toda su obra inválida y ensalzar en su lugar a figuras como Schopenhauer o Nietzsche —que probablemente tenían una concepción de la mujer similar a la del Cuento de la Criada— no es más que un ejercicio de moralismo barato, intelectualmente deshonesto.
Mondéjar toma del francés René Girard el concepto de «deseo mimético» para sostener que en la sociedad actual todo el mundo imita y nadie piensa por sí mismo. Esta interpretación desvirtúa el concepto de Girard, para el que la mímesis no es mala en sí misma sino constitutiva del deseo humano. De acuerdo con Girard, todo deseo es mimético, lo que pondría en duda una autonomía del tipo ilustrado en la construcción del sujeto. Por otro lado, al acusar a los «pensadores posmodernos» de pederastia —en un pasaje de poco rigor que no tiene ninguna conexión con el resto del libro— participa la autora del proceso por el que las sociedades buscan solucionar sus conflictos mediante la designación de un chivo expiatorio. Fue el propio Girard el que describió cómo, en momentos de crisis, la comunidad acusa a un grupo de personas de prácticas que violan todas las distinciones básicas de la sociedad, como la pederastia, el incesto, la homosexualidad o el asesinato de bebés. Mondéjar, al sugerir que los «pensadores posmodernos» son todos pederastas (en consonancia con la demonización de lo queer / trans que predomina en el conservadurismo actual) reproduce simbólicamente la designación de determinados sujetos como «chivos expiatorios».
Nos presenta además una serie de analogías que pretenden demonizar una generación (la Z) y desfigurar otra (la boomer, la suya). La primera es comparable a la que trajo el fascismo, pues se adhiere miméticamente a identidades totales y cerradas; mientras que la segunda mantiene aún la llama de los ideales ilustrados. Esta distinción me parece muy cuestionable. ¿Acaso hay una generación más autorreferencial, más propensa a la historia de vida psicológica, más consciente de sus traumas, síntomas, y compulsiones que la generación joven? ¿Es creíble imaginar a una mayoría de boomers —especialmente a los hombres— admitiendo que tienen ansiedad, narrando sus traumas, yendo a terapia? Sospecho que esa «generación perdida» de la que habla Mondéjar, los seres ilustrados y auto-narrativos capaces de formar «subjetividades propias», corresponde en realidad a una reducida élite cultural: gran parte de los miembros de su generación serían considerados bajo sus estándares «seres primitivos», incapaces de una subjetividad propia.
La teoría crítica nos conduce a pensar con firmeza que no hay ninguna correlación evolutiva entre los ideales ilustrados y el progreso del ser humano. La contraposición entre palabra y cuerpo, la primera con la connotación positiva de identidad narrativa-racional, y el segundo con la connotación negativa de identidad mimética-irracional, es inherentemente logocéntrica y clasista. Cabe recordar que Freud relacionaba la invención del lenguaje con el pensamiento mágico, argumentando que el uso de la palabra aumentó tanto el narcisismo del ser humano que pensó que con ella podía afectar al mundo exterior. En otras palabras, igual de humana es la ley que la magia, Moisés bajando con las tablas que Aarón adorando al becerro.
Como han mostrado décadas de teoría crítica y feminista, la pretensión ilustrada de alcanzar la «adultez de la humanidad» no es más que una fantasía de independencia anclada en el repudio de una dependencia sistemáticamente invisibilizada por el sistema dominante. El sujeto ilustrado también es una identidad o tipo de subjetividad, no puede escapar de las relaciones de poder que la producen: desvelarlas, en lugar de invisibilizarlas, ha sido una de las tareas del pensamiento contemporáneo que Mondéjar menosprecia. Es cierto que la identidad es una «ficción operante» que otorga una ilusión de coherencia. Pero también lo es la noción de subjetividad, y, en general, todo aquello que llamemos «yo», máxime si nos guiamos por las reglas del lenguaje y la gramática.
Incluso partiendo de la primacía de la narración sobre el resto de las facultades humanas, no está claro que tengamos el dominio que la autora presupone sobre ella. El desprecio que Mondéjar muestra hacia la infancia es significativo en este sentido, ya que, como argumenta Adriana Cavarero, los primeros años de vida suponen un límite a nuestra autonomía narrativa: no podemos tener recolección de ellos sin la ayuda del otro. Mondéjar concibe a los niños, la juventud digital y a todo aquel que habita esa «infancia de la humanidad» como meras máquinas imitadoras. Esto contrasta claramente con la idea de pluralidad de Hannah Arendt —otra de las grandes ausentes, sólo referida de manera superficial, a pesar de su importancia en la filosofía de la narración—, para quien cada nacimiento trae algo completamente nuevo y único al mundo. Este carácter único se revela con acciones y palabras en el espacio público, pero requiere fundamentalmente de la presencia de los otros, que son los únicos que pueden contar la historia de quienes somos: «nadie es autor o productor de la historia de su propia vida» (La condición humana, Arendt).
En cuanto a la «identidades» actuales, me parecen por lo general mucho menos totalizantes y cerradas que las de hace un siglo: pensemos, por ejemplo, en cómo han evolucionado las identidades de género/sexualidad, antiguamente restringidas hombre y mujer heterosexuales, para dar espacio y voz a nuevos sujetos. Hay un proceso creativo y político en las identidades, en tanto formas colectivas de la subjetividad, que la autora ignora. Mondéjar, por ejemplo, opina que la identidad trans es meramente una forma de clausurar un malestar psíquico, una forma de no pensar. Si es así, también debería serlo pintarse las uñas, tener el pelo largo, llevar falda, joyas y anillos, y, en general, performar como una mujer cis. ¿Por qué debieran importar los genitales para determinar una identidad como problemática y la otra como normal? Su pretensión de eliminar cualquier identidad de género desde una «subjetividad ilustrada» busca en realidad invisibilizar el carácter construido de algunas identidades esencializadas.
El libro es conservador, moralista y filosóficamente inconsistente. Me cuesta entender por qué ha recibido un premio de este calibre. Algunas de sus tesis resuenan —otras no— con un movimiento reaccionario mundial, recientemente impulsado por la vuelta de Donald Trump, que clama contra la «degeneración de la sociedad» desde un autoritarismo nostálgico que señala a los migrantes y las personas trans como chivos expiatorios mientras fomenta un capitalismo cada vez más suicida y disfuncional.
[1] P.231.
[2] P. 248.
[3] P.122.