La ética de reescribir vidas ajenas

Siempre me ha interesado la porosidad entre lo que escribimos y las historias que los demás nos han contado. Hace unos años, en un curso que impartía en una escuela de creación literaria, les conté a mis alumnos lo que había sucedido en Estados Unidos con un relato publicado por Kristen Roupenian en el New Yorker en 2017. La historia, Cat Person, sirvió como baliza en medio del #MeToo: una chica joven empezaba a salir con un hombre más mayor que ella; unos cuantos desencuentros sexuales más tarde y tras ligeros toques de acoso, el tío en cuestión acababa llamándola puta. Resonó tanto con la atmósfera del momento y se hizo tan viral —fue la ficción más descargada del año en el New Yorker— que la autora ganó poco más de un millón tras las pujas de varias editoriales, añadido a lo que después, imagino, facturaría por su adaptación cinematográfica, estrenada en 2023, ya en otro clima, sin pena ni gloria. Lo fascinante no era el texto ni su contenido. No me entusiasmé por el estilo ni he vuelto a releerlo en los años que siguieron; mi motivo para acordarme aún hoy de Cat Person es que, en 2021, otra mujer, Alexis Nowicki, escribió un artículo par la revista Slate en el cual acusaba a Roupenian de haber cogido y ficcionalizado detalles muy, muy concretos de su vida. La historia de Alexis había llegado a Kristen y esta última había transformado el relato de una tercera persona primero en ficción, luego en texto y finalmente en contratos millonarios.

¿Cómo se enteró Nowicki? Algunos amigos le escribieron preguntándole si había escrito ella el texto del New Yorker bajo pseudónimo o si lo había hecho Charles, su ex, la versión en carne y hueso del hombre que acaba llamando puta a su ligue. Coincidían: los orígenes geográficos de la protagonista y los suyos, la residencia en la cual vivía durante sus estudios universitarios, el cine en el cual ella había trabajado, la experiencia sentimental entre edades dispares; incluso el aspecto físico del propio Charles, en la ficción Robert, o la descripción de su casa. Mientras que Roupenian construía a Robert como un personaje masculino repugnante, asqueroso, agresivo, la descripción de Nowicki en su réplica es la de un hombre tierno y paciente. En esfuerzo mayor de crueldad, la disparidad más grande entre los dos hombres quizá sea que uno de ellos, en la ficción, es inmortal; en cambio, Charles murió en 2020, tres años después de la publicación de Cat Person. Tras enterarse de esa muerte, Nowicki le escribió un correo electrónico a Roupenian. Aquí parte de la respuesta, que Nowicki cita en su artículo para Slate:

Me ha preguntado estos últimos días cómo encontrar el equilibrio entre lo que a mí me conviene y lo que te debo. Cuando vivía en Ann Arbor, tuve un encuentro con un hombre. Luego descubrí, a través de las redes, que este hombre había tenido una novia mucho más joven. También algunos datos sobre ella: que trabajaba en un cine, que era de un pueblo cercano a Ann Harbor, y que era estudiante universitaria en el mismo colegio al cual yo fui en mi posgrado. Usando esos datos como punto de partida, escribí una historia que constituía principalmente una labor de imaginación, pero que también se inspiraba en mis experiencias personales, pasadas y presentes. En retrospectiva, me equivoqué al no dar marcha atrás y borrar esos detalles biográficos, especialmente el nombre del pueblo. No hacerlo fue descuidado por mi parte. Entiendo perfectamente por qué la inclusión de esos detalles puede provocar un gran dolor y confusión, y no sabes cuánto lo siento por eso. No hace falta decir que nunca fue mi intención y que haré todo lo que pueda para rectificar cualquier daño que haya causado. No estaba preparada para la atención que recibió la historia, y no siempre he sabido cómo manejar sus consecuencias, ni para mí ni para otras personas. Siempre ha sido importante para mi propio bienestar trazar una línea clara, pública, entre mi vida privada y mi ficción. No es sólo una cuestión de privacidad, sino también de seguridad personal. Cuando publiqué el relato, recibí una cantidad inmensa de rabia de parte de lectores masculinos que sentían que el personaje de Robert había sido tratado injustamente. He sentido siempre que mi insistencia en que la historia era por completo ficcional, y que no acusaba a ningún individuo real de comportarse así, era lo único que me separaba de un desborde ya no de rabia, sino de violencia potencial.

Lo difícil de que una relación que has vivido sea reescrita y recordada como el relato corto más viral de todos los tiempos, escribe Nowicki, es la sensación de que millones de personas ahora conocen esa relación, pero descrita por un extraño, mientras que ella «se queda sola con el recuerdo de lo que realmente pasó, tal y como cualquier muerte deja el peso y la responsabilidad de aferrarse a las partes de una persona que sólo tú conociste». Su texto o lamento no proviene del rencor, no hay rabia hacia la mujer que tomó prestados trozos de su vida como si esos cachitos fueran sus musas, si acaso una forma ligera de comprensión y entendimiento acompañada del dolor que trae consigo, inevitablemente, el duelo. Sin embargo, si hubiera habido rabia, rencor, reproche, ¿cuál sería la legitimidad de esas emociones y la auténtica obligación de la autora con respecto a aquella vivencia extraída de redes sociales, o relatada en ocasiones de intimidad por el nexo común entre las dos? ¿Quién juzga sobre la legitimidad ética que tenemos los creadores para generar una obra a partir de lo que conocemos o llegamos de algún modo a conocer?

Cuando Virginia Woolf le planteó a Vita Sackville-West, su amante, que quería escribir Orlando a modo de autobiografía, la única condición que esta le puso, y lo hizo de forma explícita, era que, «ya que vas a dibujarme y descuartizarme, desenrollarme y retorcerme, o lo que sea que quieras hacer conmigo», le dedicara el libro a su víctima. Quienes escribimos tendemos a pensarnos legítimos para descuartizarnos, desenrollarnos y retorcernos a nosotros mismos, con menor consideración a lo que esos ejercicios puedan suponer a terceros, pero es inevitable que en ese proceso se nos acumulen otros cadáveres en el armario.

Hace un mes, una amante del pasado con la que me encontré se enteró de que yo había publicado, en un libro de poemas, un texto largo que le había escrito y enviado hace unos años, y que en aquel momento le había resultado profundamente doloroso e hiriente; se suponía, además, aunque yo no me acordaba, que en algún momento había llegado a decirle que no lo haría, y que ese texto iba a quedarse quieto en nuestra correspondencia. Me defendí con argumentos sobre la calidad del poema —demasiado bueno dentro del conjunto como para no publicarlo y aprovecharlo, dije yo—, sobre el hecho de que absolutamente nadie podría identificarla a ella en él si lo leía, sobre la primacía que tiene la libertad de creación literaria por encima de otras consideraciones. Pero me he preguntado, y sigo preguntando, si de verdad estaba justificada esa decisión, hoy por suerte perdonada; en otros textos he inmortalizado también a más personas de formas deformadas e injustas, en un acto que siempre, al acometerlo, me ha parecido inevitable, pero del cual en tantas otras ocasiones me he arrepentido. Que escribir un libro sea una forma factible de enterrar un secreto no tendría que ofrecernos a quienes escribimos la libertad radical de no responsabilizarnos de las imágenes que de los demás construimos en esos libros, de la manera en la que esos libros dañan, reabren heridas, hieren o devuelven reflejos morbosos o partes de un olvido gangrenado. Es sonado cómo, en su divorcio, Hélène Devynck, exmujer de Carrère, obtuvo los derechos para vetar cualquier aparición suya en la obra de su exmarido. El resultado también tuvo su correlato perverso: resolución de la imposibilidad de retratar al otro, imposibilidad ya jurídica y legal, a través de una gran elipsis en la narración; introducción de fragmentos de Devynck insertando citas de otra novela, De vidas ajenas, anterior a los nuevos términos del contrato matrimonial, que se inmiscuía ahora en lo que podía ser novelado y lo que no, las partes de su vida que ya habían sido arrancadas y aquellas a cuya desposesión Devynck se negaba por completo. Se revelaba contra la idea de ser, «hasta la muerte, el objeto de las fantasías de [su] exmarido».

El caso de El odio, libro de Luisgé Martín cuya publicación camina la cuerda floja entre la Fiscalía y las resoluciones judiciales, no es exactamente como ninguno de estos casos, pero sí que abre algunas de las vetas a las que trato de apuntar aquí. El debate que se ha dado en redes sociales y artículos ha originado, me parece, reflexiones a brocha gorda y posturas arquetípicas y caricaturizables, con una posición «feminista» fuerte (la que prima, y razones tiene para ello, consideraciones sobre la violencia vicaria y el derecho de la madre de los hijos calcinados por José Bretón a no sufrir otra forma de maltrato y revictimización) y otra postura en apariencia igual de férrea que enarbola la defensa de la libertad literaria, de creación y de expresión. Casi nada se habla del libro en sí o de su calidad, hecho normal, por otra parte, en un texto cuya publicación ha sido retenida; todas las consideraciones ético-morales, además, se centran en su publicación, cuando también cabría hacerse las preguntas oportunas sobre qué ética trasluce de la propia conversación que los lectores o no lectores están teniendo en redes sobre el libro y su paratexto. Luisgé Martín construye el texto sin una particular reescritura y reelaboración, retomando correspondencia y transcripciones; a nivel de crítica genérica, podríamos casi acercarlo más a la crónica o a una forma elaborada de no-ficción, pero difícilmente a cualquier cosa semejante a una novela. Me parece que los otros casos plantean preguntas algo más interesantes y para las cuales sí que no tengo respuestas, pero sobre todo un punto de partida en el que encuentro la raíz del problema: la ética no de la recepción o distribución, sino de la creación literaria, la forma en la que pergeñamos textos o artefactos, para qué y cómo lo hacemos, con qué intenciones y motivos. No creo que nos hagamos todo el rato las preguntas adecuadas cuando creamos; somos igual de caprichosos e irracionalmente humanos en la creación que en todo lo demás. Y, quizá, buena parte del debate, drama y discusión pública al que asistimos hoy se habría ahorrado si, en ese instante de la creación, la forma en la que el autor se preguntara por su responsabilidad ética hacia las personas que convierte en literatura o a las que van a afectar sus daños colaterales fuera distinta. Como escribía Roupenian: me he preguntado estos últimos días cómo encontrar el equilibrio entre lo que a mí me conviene y lo que te debo. La literatura no puede ser ni asunto de conveniencia ni deuda o contrato de satisfacción permanente del otro, pero en ese intersticio hay mucho espacio para una posición autoral que no sea egoísta.