«No puedo hacerlo, te necesito, porque me odio a mí misma» le dice Demi Moore a su alter ego o versión mejorada (en términos de belleza y juventud) de sí misma, Margaret Qualley, antes del larguísimo clímax final de La sustancia. Por si no nos habíamos enterado tras dos horas de metraje, la película va del asco al propio cuerpo. Se trata de actualizar los códigos del body horror con matices de terror psicológico, denunciando la presión social sobre el cuerpo femenino, las etiquetas asociadas a la belleza y a la edad y el papel de la industria cultural como máquina productora y movilizadora de la disforia y el autodesprecio. Coraline Fargeat utiliza la figura del doppelgänger, generalmente asociada el binomio excluyente bondad/maldad, no para desintegrar la visión binaria o antagónica de las figuras míticas de la cultura occidental, sino para reforzar el binarismo: la figura del doppelgänger se vacía de términos morales, pero se llena con términos estéticos: belleza/fealdad y juventud/vejez.
Por mucho que La sustancia denuncie las dinámicas de presión social, no deja tratar al cuerpo de forma efectista, excesivamente estética (vómitos, protuberancias, arrugas, sangre), vinculando la exterioridad al éxito y la interioridad al dolor. Hay en La sustancia una vuelta al dualismo más reaccionario, aquel que concibe no solo esos pares conceptuales como opuestos, sino toda relación social. Las escenas en las que Demi Moore conversa con su jefe, acentuadas por unos planos detalle con aire irreverente, están dispuestas —en un plano contraplano frontal, pero con una lente angular en el caso del personaje de Dennis Quaid— con el fin de confrontar dos singularidades aisladas. No hay apenas intersubjetividad en la película, solo devaneos individuales. ¿Se trata de una denuncia de la condena a la soledad a la que obliga la industria del espectáculo, o más bien de una reproducción sintomática de elementos crueles? En general, la película subraya la dimensión absolutamente individual de los sujetos como denuncia de los excesos de un capitalismo tardío, representado en esa desértica vista de Los Ángeles que ve Demi Moore desde su salón. Coincide con una película que en género y estética es diametralmente opuesta, Barbie (no en vano el jurado presidido por Greta Gerwig la premió en Cannes) en la denuncia no solo de los estereotipos vinculados a la belleza, sino de los canales irrompibles por los que los estereotipos discurren, y la imposibilidad de renunciar a ellos sin abrazar el desquicie identitario. Pero donde en Barbie había, como defendí aquí, una apuesta (quizás inconsciente) por la planitud, en The Substance todo se reviste de la obligada complejidad que plantea la dialéctica del «juego de espejos» dando como resultado un fantasma contradictorio que condena al cuerpo toda vez que denuncia los paradigmas de su representación.

Porque La sustancia ejerce la misma presión sobre el cuerpo en imagen de la que denuncia. Es incapaz de renunciar a la retórica del asco, utilizando manidos recursos del body horror más desacomplejado que aquí están dotado de un aparente sentido social, como se nos recuerda ya desde la primera secuencia que nos obliga a leer la fama de la protagonista en clave de condena, anulando en el tono la posibilidad de redención. Pero no hay nada en la películaque salga del cuerpo-individuo. La oscura corporación que proporciona el líquido que permite mutación y la industria del espectáculo caen del mismo lado, acaban reducidas a lo mismo, son lo Otro del cuerpo. En esa relación diádica, de pares complementarios: corporación-espectáculo vs Moore-Qualley, el cuerpo es un vehículo, un receptáculo vacío, casi un fantasma. En vez de aprovechar esta maleabilidad del cuerpo que, convertido en un espectro, ilustraría cómo las convenciones sociales asociadas al físico perfecto empujan a millones de personas al trastorno mental, la película da un volantazo y decide abandonarlo todo a la lucha entre sus dos protagonistas, leída en clave de lucha interna, como una contienda ilustrativa de la disociación del personaje de Moore. El odio al cuerpo moviliza el mundo, pero Fargeat necesita explorar la compleja experiencia de verse a sí misma como otra para anclar la lucha binaria de La sustancia. Es decir, necesita de la transformación del cuerpo en monstruo para transmitir ese horror, ese autodesprecio. Y el horror no procede tanto de la disonancia cognitiva entre Demi Moore y Margaret Qualley, que acaba convirtiendo en una historia de envidia y desazón tipo Eva al desnudo, sino del propio envejecimiento del cuerpo de Moore. Mientras la película denuncia la severidad con la que se despachan los cuerpos envejecidos en la industria cultural, parece regodearse en el cuerpo monstruoso —asociado a la vejez— que va comiendo a Demi Moore. La crudeza con la que se presenta la vejez metastática reproduce esa mirada inquisidora, e incluso Fargeat parece regodearse en la paliza pseudo-gore cercana al final. Sin ánimo de sonar moralista, lo que me molesta de esta aproximación al cuerpo envejecido-monstruoso o a la violencia es su desconocimiento de los códigos del horror, o su impotente necesidad de subvertirlos. El momento de la paliza no es disfrutable porque antes se nos ha machado con la necesidad de empatía con el cuerpo marginal antes de devenir monstruo. Y, una vez que llega el monstruo, se trata de destrozarlo.

La presión sobre el cuerpo es, como dijera hace más de treinta años Judith Butler, ante todo discursiva. Eso no quiere decir que el discurso sea unidireccional, como parece entender La sustancia al colocar al productor de televisión como representante único del discurso que moldea el cuerpo. Es más, en la total asimilación que hay entre los ideales del productor y el cuerpo de Margaret Qualley hay una cierta perversidad que, de nuevo, conduce al espectador a equiparar corporaciones. Pero la opacidad de la industria cultural y farmacéutica se resuelve, como decía, relegándolas a la otredad. Y el monstruo, que como han recordado Margrit Shildrick, es la posibilidad de pensar la otredad del cuerpo normativo ideal, es en La sustancia condena definitiva. Porque Fargeat no deja, como en Freaks o El hombre elefante, que el monstruo sea esa otredad que ilumina con su mera existencia la construcción ideológica de la normatividad corporal, sino que realiza el ejercicio contrario: es la (falta de) normatividad lo que produce el monstruo. Las últimas palabras del monstruo híbrido «¡Soy yo! ¡Soy yo!» antes de desatar la fantasía gore apelan a la identidad y el reconocimiento social, pero ya es demasiado tarde. No hay salvación para el cuerpo. De nuevo, este momento gore que replica la venganza de Carrie, como ocurría con la paliza, busca el éxtasis y el disfrute del espectador —música rock mediante— en la confrontación de lo abyecto con lo normativo, incapaz de escapar de cualquier binomio. Y es triste comprobar cómo una película revestida de retórica ciborg, denuncia social o incluso anti-corporativismo acaba reduciéndolo todo a binomios excluyentes que, cuando se juntan (literalmente, como en el caso del monstruo híbrido), solo producen asco. La sensación, como al final de Barbie, es que estamos otra vez ante un producto que renuncia, en su ejecución, a la censura de la tiranía de lo bello o lo normativo de la que parte; un producto que utiliza un síntoma social muy serio para jugar con él, fotocopiarlo, dotarlo de cierto músculo estético y, finalmente, celebrar que todo siga igual.
