La última parada de un free tour

Hace unas semanas, Juan G. Benot invitó a algunos amigos a realizar un free tour por las calles de Madrid. Quería, nos dijo, enseñarnos algunos rincones que aparecían en su libro La ciudad sin imágenes; escenificar los paseos y matizar o ampliar algunos espacios que, por fecha y extensión, se habían quedado fuera del ensayo. Fui sobre todo por el aprecio que le tengo y por el compromiso de haber editado su libro, porque, siendo justos, Juan es un guía bastante deficiente. Apenas nos dirigía la mirada; en una mano llevaba el móvil con el Google Maps abierto y en la otra unos papeles que leía en alto. Como proyectaba hacia una estatua o hacia las señoras que salían de hacer sus compras del Mercado de la Cebada, no nos enterábamos de mucho. De lo que alcanzamos a oír, nos pareció que confundió la fachada del Teatro de la Latina, forrada con el luminoso de Una rubia muy legal con el mismísimo Teatro Real. A saber. Por supuesto, aguanté las tres horas con una sonrisa. Pero al acabar estaba desconcertado y una gran curiosidad me carcomía. Así que no pude evitarlo. Mientras Juan buscaba absorto la dirección de su casa en el móvil, le quité con discreción tantos folios como pude del bolsillo de su trench. No pude hacerme con todo, pero sí con una buena parte. En ella diría que cuenta  las pesquisas que siguió durante su estancia en Francia para demostrar que el Barón Haussmann, el artífice del trazado moderno de París, llevó a cabo ciertos experimentos de urbanismo en las calles de Madrid. Os trascribo el texto y escaneo las imágenes que le robé, por si son de vuestro interés.

Raúl E. Asencio

Acompáñenme, por favor.

Nos encontramos en la calle de los Irlandeses, antes denominada calle de San Gregorio (según el plano de Espinosa de los Monteros, 1769) y, antes aún, de Occidente (según el plano de Teixeiro, 1656). Es mucho nombre para este pobre callejón, un poco atípico en Madrid, relativamente turistificado, relativamente sucio. Su último nombre se lo debe a que albergó, desde el siglo XVI y hasta finales del XIX, un pequeño colegio y una casa de jesuitas irlandeses. En la otra esquina, ya en la calle Humilladero, estaba la iglesia de San Patricio, destruida durante la guerra civil, que era la cara vistosa de la orden en la ciudad. Estos irlandeses llegaron a España huyendo de la intolerancia inglesa, tras la bula de excomunión de Isabel I. Estuvieron en diferentes ciudades (Valladolid, Salamanca, Sevilla, Lisboa…) donde fundaron colegios, hospitales y casas profesas hasta que llegaron a Madrid en 1629. Aquí fundaron un humilde oratorio que fue creciendo en importancia y tamaño y al que se le sumó el colegio del que venimos hablando, aunque a lo largo de su historia sufrió varios periodos de decadencia. Tanto fue así que el edificio sirvió en ocasiones de residencia temporal para monjes y seminaristas de otras órdenes extranjeras, a las que en muchos casos se les cobraba la cama. Me pareció interesante esta primera historia de la especulación con guiris, ahora que está toda la calle llena de alquileres turísticos y de corta estancia para jóvenes extranjeros. Además, que los propietarios fueran irlandeses es un detalle encantador: al fin y al cabo, Airbnb tributa en Irlanda. 

Plano de Teixeiro (1656)
Espinosa de los Monteros (1769)

Desgraciadamente, esta particular residencia no nos ha dejado demasiada documentación, aunque me gusta imaginar a los jóvenes internacionales viviendo algún tipo de Erasmus. Hay bastante documentación sobre la iglesia de San Patricio, pero muy poco sobre los proto-guiris que entraban y salían de estas calles, más allá de una inexacta lista de nombres que sobrevive en el archivo Diocesano de Madrid. Cuando los franceses llegaron en 1809 saquearon el Colegio y se llevaron también el archivo de la congregación. Tras las guerras napoleónicas, el colegio terminó extinguiéndose, aunque la iglesia siguió en pie hasta que ser bombardeada entre 1937 y 1938 por las tropas franquistas. Mi gozo en un pozo. Nada de erasmus teniendo sexo en sotana ni de los precios de las camas de este Airbnb avant la lettre.

Sin embargo, hace unos meses estuve de estancia doctoral en París y tuve que visitar varios archivos de órdenes extranjeras por unos motivos que no vienen a cuento y que son, en cualquier caso, mucho menos interesantes que esta historia. En los ratos muertos, busqué alguna lista de gastos o las autorizaciones de los jesuitas parisinos para que sus novicios fueran al Colegio de los irlandeses. Solo hallé un único documento de relativa importancia: una carta del que fuera rector del Colegio de Madrid entre 1660 y 1683, un tal padre Guillermo Nugent, escrita en español y fechada en 23 de marzo de 1679. Va dirigida al padre José de Santos, al que imagino español o portugués. Tras unas breves indicaciones y saludos formales le indica: «y hay casa en madrid, que es de irlandeses jesuitas, y los que van asisten en el colegio y en los ospitales. Y dan cama a otras órdenes si van de viaje, mejor que en pensión». Más allá del turbio español del padre Guillermo y de su laconismo, me pareció estar delante de un anuncio por palabras a sus homólogos franceses. Me sorprendió que especificara la existencia de esa casa madrileña, sobre todo si tenemos en cuenta lo organizados que eran los jesuitas con sus ramificaciones y propiedades. Empecé a sospechar que ese “Colegio de los irlandeses” era ya a finales de siglo XVII un lugar bastante decadente con no más de tres o cuatro colegiales. No sabemos si la carta del padre Guillermo tuvo mucho o poco éxito, porque no he encontrado más datos de hospedados en el colegio de los irlandeses de Madrid hasta el siglo XIX. Los jesuitas franceses perdieron también gran parte de su archivo en la Revolución y, salvo algunas cartas personales, como esa de arriba, casi no tenemos listas de los viajes de novicios, y apenas de los ordenados.

De finales de siglo XIX, como es lógico, sí tenemos muchos más datos, aunque coinciden con la útlima etapa del colegio y no quedaba mucho que escribir. En la larga lista de jesuitas por el mundo solo uno estuvo en Madrid: se llamaba Martin Pelet-Clozeau y residió en el Colegio entre 1870 y 1876, un periodo de tiempo considerable. Justo después, el colegio se cerró definitivamente. A su vuelta a España, Martin se ordenó y residió en París y, posteriormente, en Nantes, donde fue párroco de Saint-Pasquier hasta su muerte en 1924.

Ese inquilino decimonónico era mi última esperanza de encontrar algo valorable en lo que habían sido unas pesquisas más bien aburridas. No estaba muy molesto, porque me había puesto a investigar para postergar otras cosas más serias. El caso es que, animado por la idea de conocer la desembocadura del Loira, al día siguiente me subí en un bus París-Nantes. De camino le escribí un correo al párroco de Saint-Pasquier, un tal padre Vaillant según la rudimentaria página web de la diócesis de Nantes, para explicarle que estaba haciendo un trabajo académico sobre un antiguo colegio jesuita de Madrid, y que tenía interés en el primer párroco que tuvo la iglesia tras su construcción en 1908. Me respondió brevemente a los pocos minutos, diciéndome que estaba encantado de mi visita. Llegué a Nantes algo pronto, pero me fui directo a la parroquia. El padre Vaillant («Marcel, s’il vous plaît») me estaba esperando y me llevó hasta el archivo con la alegría del que siente que, por primera vez, alguien valora su trabajo. El padre Vaillant era párroco de tres iglesias agrupadas como “Paroisse ds Saints Evêques (Saint Félix, Saint-Pasquier y Saint-Similien)», pero ninguna de ellas parecía ocuparle demasiado. Me hizo prometer que luego le dejaría enseñarme la iglesia (neorrománica, con una copia horrible de la Piedad) y me abrió el mueble donde se guardaba el archivo parroquial. De Martin Pelet-Clozeau había bastante información y toda muy aburrida. Ya sabía que el apellido compuesto era herencia de su tío abuelo, un militar con ínfulas de las campañas napoleónicas, pero no encontré cartas de familiares por ningún lugar. Ante mi desesperación, el párroco reapareció y me llevó a otra salita, una pequeña biblioteca con aspecto de oficina de empleo. Me aseguraba que gran parte de los volúmenes eran del padre Martin. Aunque para ese momento yo había perdido el interés que me quedaba en el párroco decimonónico, no quise ofender al contemporáneo y me puse a leer las portadas de los libros. Casi todos eran anteriores a 1920. Entre breviarios, misales obsoletos, los Ejercicios y algún libro de teología simplificada, me sorprendió encontrar las Memorias en tres volúmenes del barón Haussmann, único libro de tema secular en toda la biblioteca. ¿Por qué le interesaría a este curilla la obra del barón Haussmann, el gran reformador de París en la época de Napoleón III, el diseñador del Bois de Boulogne, el destructor del plano medieval de la capital, el artífice de los grandes bulevares, el inventor de la modernidad urbana, etcétera, etcétera? Pensé que tal vez la fealdad de esa iglesia neorrománica motivó al padre Martin a buscar consuelo en la ambición del famoso urbanista.

Ejemplar de las memorias de Haussmann de la biblioteca de Saint-Pasquier, en Nantes.

No pude reflexionar mucho más. Al hojear el primer volumen de las memorias encontré una carta dirigida a Martin. Estaba fechada en París, en 1871, y la firma era del propio Haussmann. Días después, en la Biblioteca Nacional, supe que el barón había sido gran amigo del padre de Martin, así que el jesuita lo conocería desde pequeño y no habría sido extraño que mantuvieran correspondencia. Pero en ese instante abrí la carta sin entender muy bien por qué un viejo Haussmann le escribiría a Martin, novicio por esas fechas ¡y en el Colegio de Madrid! Mis preguntas sobre la relación de estos dos personajes fueron pronto sustituidas por la sorpresa y la emoción: empecé a leer y pronto me empezaron a brillar los ojos. Me quedé paralizado, quería seguir leyendo pero no quería terminar de leer. Era consciente de que, frente a mí, estaba uno de los textos más importante de mi vida, uno que había permanecido oculto durante mucho tiempo y que se había abierto con simplicidad ante mí. Para evitar que las lágrimas mojaran el papel, lo levanté un poco y el gesto, sumado a mi corta estatura, permitió al párroco alargar la vista y leer la carta por encima.

Cuando estaba a punto de terminarla (voy algo lento en francés) el párroco me la quitó de un tirón y se la guardó en la sotana. Le supliqué que me la devolviera, que me dejara hacerle una foto, que me dejara copiarla. Le ofrecí un dinero que no tenía, pero no hubo manera de ablandarlo. Era crucial que me devolviera esa carta, no podía hacerme esto, era una historia maravillosa, perfecta. Era Historia. Tenía que dármela, por favor. Se limitó a acompañarme entre empujones a la puerta.

Volví a París decepcionado e intenté seguir trabajando en una tesis aburrida (ella de mí y yo de ella) el mes que me quedaba. Los primeros días busqué más información sobre Martin y Haussmann —ahí fue cuando supe de la relación del barón con la familia Pelet-Clozeau— y me leí los tres tomos de las Memorias, que en general son bastante aburridas. En ellas no menciona a Martin, ni a su familia. Todas las tardes, tras mis infructuosas pesquisas en archivos y bibliotecas en busca de cartas entre Haussmann y Pelet-Clozeau, me dedicaba a recorrer de arriba abajo los Grandes Bulevares hasta que caía la noche.

Mi estancia terminó en diciembre, y volví a Madrid con el contrato predoctoral caducado y la tesis sin terminar. Estoy intentando sacar algo de dinero haciendo estos free tours, pero, como ven, no consigo atraer mucho público. La gente que viene me pone caras como la de ustedes ahora mismo.

Sin embargo, hace dos días me desperté con una sorpresa en mi bandeja de entrada. ¡Era el padre Vaillant! El correo era seco y casi amenazante, pero más que suficiente. ¡La carta, copiada al fin! El muy listo no me mandaba el documento original, que prometía haber destruido. Se había limitado a transcribir su contenido—y fielmente, por lo que pude ver—.

Correo del P. Marcel Vaillant en el que me transcribe la carta de Haussmann.

No tendría manera de demostrar que esa carta existió alguna vez y que la tuve en mis manos. El padre Vaillant se limpiaba así la conciencia, al mandarme el texto y no impedir «el trabajo del historiador», pero también evitaba el escándalo en su parroquia, al destruir las pruebas. Por lo que he visto en Google, ahora hay otro párroco, llamado Christian Gallois.El anterior se debe haber jubilado. No hay nada más que hacer. Mis pesquisas han terminado. Lo único que puedo hacer ahora es leerles el texto que me envió el Padre Vaillant, en cuya traducción me ha ayudado mi amiga, Júlia Ripoll. Antes de que lo haga, es necesario que observen esta calle minúscula en la que estamos, este callejón sucio en el aún queda el rastro de ese colegio de los Irlandeses donde vivió Martin Pelet-Clozeau. En uno de sus pequeños cuartos, leyó esta carta. Es curioso, ¿no creen? En una ciudad como Madrid, que se ha destruido y reedificado varias veces en los últimos dos siglos, esta calle apenas ha cambiado respecto a los mapas de 1656. No se puede decir lo mismo de las que la rodean. Creo que la carta da alguna pista para entender esta aparante inmovilidad:

Mi querido amigo:

Envejezco y no veré París terminado como deseo. Era tanta mi ambición, tan grande mi sueño para esta ciudad… Pero la limpieza de mis planos se ha topado con la terrible noticia de que el mundo existe. Un mundo que, además, está infestado de ratas.

He pasado meses muy lamentables en los que solo pensaba en esto. Solo he salido de casa algunas noches para encontrarme con quién tú ya sabes, lo que solo ha empeorado mi salud y mi melancolía. Las obras avanzan, sin embargo, y moriré con la satisfacción de haber mejorado en algo esta inmundicia que buscan llamar ciudad algunos administrativos.

Ya no ocupo cargo alguno y me dedico a mis memorias, unas memorias edulcoradas en las que tal vez no me reconozcas, pero en las que debo dejar un dibujo de mi espíritu lo suficientemente convincente como para que alguien quiera continuar mi labor, quizá en cincuenta o en cien años. Siento que la ciudad envejece más rápido de lo que se construye, que se consume a sí misma con avidez, que no hay construcción humana que pueda llegar a tiempo. Siento que el espíritu de la urbanidad que tanto defendí en mis discursos al Consejo del Emperador habrá de morir un día.

Pero mi melancolía de viejo no debe interesarte, querido Martin. Quiero contarte otras cosas. He tenido un nuevo impulso, mejor y más brillantes que los que ya conoces. He hallado la forma de lograr que el plano que traza mi mano temblorosa y su traspaso a materiales de construcción sea perfecto, y que no haya error posible en ello. La operación es enormemente arriesgada y revolucionaria, tanto que no me atrevo a oscurecer mis grandes éxitos en Francia con una locura última. He pensado que lo más inteligente es desarrollarlo en esa ciudad en la que vives, ese Madrid bárbaro y ridículo que no interesa a nadie y donde sé que no corre peligro mi reputación. Allí me imitan trazando grandes avenidas y majestuosas columnas, sin saber que hay una parte fundamental del espíritu de la ciudad que yo he buscado consagrar en cada uno de los ensanches, en cada una de las mejoras que he intentado allá donde se me ha requerido. En Madrid intentan agrandar, sanear por arriba sin limpiar las alcantarillas, adornar los exteriores de las fachadas sin revisar las vigas ni las tuberías. Morirán del plomo romano que les da el agua y me culparán a mí por ello. ¡No me escuchan! Pero todo esto, Martin, apenas debe importarte desde la tranquilidad del colegio. Allí fuiste por consejo mío y estoy seguro de que te harán bien, de que a ambos nos hará bien. Estuvimos tan cerca de errar, de caer definitivamente en ese pozo amargo que da el placer del momento… pero la Razón nos contuvo, o me contuvo, y ahora en tu retiro allí te servirá para madrugar y hacerte vivo y fuerte. Dicen en los periódicos que las amplias calles del París que diseñé han ayudado a detener el desorden de estos meses. Y aún hoy me pregunto si era tan terrible ese desorden, si no debiera yo haberme dejado desordenar también. Es tarde para casi todo, pero tengo una última petición que hacerte: mándame un plano de la calle en la que se encuentra tu seminario, por muy esquemático que sea, bastará. Me hablas con frecuencia de ese callejón ¡sabes que siempre los he odiado! Pero, por ti, buscaré concentrar en él la belleza y el desorden que tanto nos representó otrora: espero que sepas apreciar mi último arrepentimiento.

Me despido.

Georges.

[Este texto se publicó el 28 de febrero en la newsletter de La Caja Books. Puedes suscribirte aquí]

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