Lápices, Venecia, Claudio y Claudia

Decía Claudia que Venecia está llena de lápices. De distintas formas, tamaños y colores, allí donde mires siempre ves lápices, como los travesaños de madera que se hincan en el fondo del canal como astillas en la piel, los paline, que allí los llaman –alrededor de los cuales se amarran barcas y góndolas–; o como también los bricole, que se agrupan en conjuntos de a tres –apoyados unos sobre otros– y que marcan los límites de las carreteras acuáticas –umbrales invisibles para los ojos de los guiris–; o como los damas, compuestos estos por cuatro postes más uno central, más alto, que lleva una señal luminosa y un cartel que indica el límite de velocidad, regulando los ritmos y trayectos de los venecianos que se mueven sobre el agua, sabedores de su recorrido exacto y del devenir del oleaje. También los gondoleros llevan lápices en sus manos, que dibujan sobre el agua un rastro entumecido y con los que revuelven los flujos gástricos de una ciudad a punto de colapsar.

Algunos lápices no flotan sobre el agua, sino que se alzan monumentales por encima de la ciudad, clavados estos sobre tierra firme (o por lo menos lisa, plana, dura), como el del Campanario de San Marcos o el de la Basílica de San Giorgio Maggiore; lápices inmensos, gigantescos, rojizos y esbeltos, que pinchan el cielo con arista puntiaguda, desinflando las densas nubes que por allí pasan de cuando en cuando.

Otros lápices son invisibles para el ojo humano, para guiris y venecianos, para gaviotas y góndolas, vaporettos y palomas. Más allá de los 90.000 postes que emergen del agua en los intersticios acuáticos de la ciudad, su subsuelo no es muy diferente. De hecho, Venecia se sostiene sobre lápices, sobre muchos, muchísimos lápices. Y es que alrededor de diez millones de robles fueron utilizados en el siglo V d.C. para edificar el sustrato subterráneo sobre el que se alzaría la ciudad.

Si uno se pone a hacer cálculos descubre que, para plantar diez millones de robles, hacen falta aproximadamente 300.000 kilómetros cuadrados, lo que coincide con la superficie de toda Italia. Me gusta (y asusta) pensar que toda Italia está contenida –sublimada– en Venecia, aunque solo sea de manera invisible, subterránea; que toda Italia se podría suprimir y reducir a la ciudad de los infinitos lápices e interminables pasadizos, como un souvenir perverso de toda una nación; que todo el tiempo que llevaría arrasar el país entero, devastando una extensión sinfín de robles de norte a sur, se encuentra estratificado, sedimentado e implosionado en la ciudad de los canales, aunque esto sea imperceptible a simple vista; que el verdadero corazón de Venecia late en las entrañas acuáticas de una ciudad tan aparentemente ingenua y perfecta que oculta sobre sí misma su propia historia y la destrucción constitutiva sobre la que se levanta –una destrucción edificada desde las profundidades y que se asoma en la superficie, una catástrofe natural que clama silenciosamente desde el pasado, desde el subsuelo, su futuro inminente, un porvenir igualmente desolador que ya parece inevitable y que, de hecho, ya está presente–.

Venecia está llena de lápices, decía Claudia, lo recuerdo en ocasiones. Me gusta imaginar que puedo coger alguno de ellos y darle vueltas por un rato, con la mano. Venecia te obliga a escribir, a dibujar, a contemplar, a seguir contemplando, y a dibujar, a escribir… Siempre hay algo punzante a la vista. Algo punzante. Venecia nos avisa del peligro. Y, sin embargo, en esta ciudad parece imposible tomar partido, ser algo más que un mero figurante dentro del laberíntico attrezzo que se diluye entre sus canales, ser algo más que un cuerpo arrojado al vaivén, en ocasiones, al abrigo de las jaurías de bolsos de Versace y réplicas de Koons, de helados a seis euros y cenas a la luz de la luna, acribillado por los golosos mosquitos que rondan los canales. Y silencios absolutos, por momentos, sin coches ni silbidos ni nadie a la vista. Venecia, pensaba el otro día, parece preparada para hacer escena –no artística claro, escenas, en plural, escenografías, quizás más precisamente–, para ser escenario, de sueños, películas, aventuras y viajes –formas de escapada–, para construir ficciones ligeras y habitarlas provisionalmente, como las bienales que allí se suceden, los telones granates que se levantan y se quitan, los festivales… Sí, Venecia está hecha para escapar, a ella, de ella, a través de sus canales.

Decía Claudio que Venecia está infestada de guiris y palomas, y de guiris y palomas. Decía que huele mal pero que es la ciudad más bella del mundo. Decía que un día vio a Berlusconi caminando. Decía que volveríamos todos los años. También decía que en la calle del Gatto podíamos comer un menú barato, por 15 euros, y que siempre podíamos volver a Piazza Margarita a por una pizza al bolo. Y volvimos, un par de veces. Decía que fuésemos a la Fundación Prada y a Punta della Dogana. Y fuimos. Fuimos obedientes.

Dijo Claudia que cruzásemos San Marcos, cuando la plaza estaba inundada. Y la cruzamos, mojándonos los pies con agua del canal, agua asquerosa, acqua alta. Y yo le dije, junto a la hilera de Meninas de Manolo Valdés, que el agua venía de las alcantarillas, que no podían contenerla con la subida de la marea, como Madrid tampoco pudo contener a las Meninas, que llegaron caminando a la plaza más bella de la ciudad más bella del mundo.

Y no me creyó, o no del todo, creo.

También dijo Claudia que fuésemos a Campo San Lorenzo, y allí visitamos la peor exposición que hemos visto nunca. Un portón monstruoso, elegante pero hecho de entrañas, y algunas palomas, unas uvas y una pareja despistada, por suerte, luego.

Dijo Claudio que durmiéramos en Mestre, que se encuentra a casi diez kilómetros de Venecia. Y allí dormimos, con otras cuatro personas, en literas. De Venecia a Mestre, una carretera suspendida sobre el mar nos conducía cada mañana hasta la Piazza de Roma, junto al puente de Calatrava. Allí se desnuca la gente, me dijo Claudio. Allí comienza Venecia, o eso leí en un cartel.

Con el agua por los tobillos, le dije a Claudia que tenía Venecia algo perverso, aquel goce de una ciudad en ruinas, tan perfecta por otra parte, pero a punto de estar extinta, inundada. Inundada de palomas sin temor alguno, de gaviotas hambrientas de pizza margherita, capaces de zamparse en medio segundo un helado de frambuesa; inundada de mosquitos, de guiris y de lápices; inundada por una tragedia tan bella que no creo que cese nunca, hasta que se inunde del todo, como poco a poco lo hacían nuestras piernas, como lleva tiempo haciéndolo la ciudad, sus calles, sus gentes, ahogadas entre gritos extranjeros («stranieri ovunque», susurran sus jardines), entre maletas multicolores y masas de cuerpos sudorosos. Por supuesto, también nosotros formamos parte de todo aquello, durante unos días.

Decía Claudio que Venecia lleva un tiempo luchando contra el turismo, contra los grandi navi, esos monstruos que llegan a Venecia como islas invasoras, que vomitan por un tiempo centenares de turistas y se van de la ciudad, recogiendo algunos de sus excrementos –recogiéndolos a ellos y moviéndolos por el mediterráneo a ritmo de espagueti boloñesa, daikiris y karaoke perpetuo–. Yo no sé si volveré a Venecia, si debe volver alguien algún día. Lo que sí sé, porque lo leía el otro día, es que Venecia podría no llegar al próximo siglo, que Venecia se hunde a un ritmo de 2 milímetros al año y que, de seguir así, podría dejar de existir para antes del año 2100. La ciudad llena de lápices, que decía Claudia, no está siendo capaz de escribirse un futuro, se ahoga, se inunda, y nosotros con ella.

Sin embargo, lejos de la imagen exótica y excepcional que recubre Venecia, su hundimiento no es nada excepcional, lo vemos, sentimos y experimentamos cada vez con más fuerza, cada vez más cerca y en más latitudes. Aproximarnos a esta experiencia como un caso aislado solo persigue marginalizar lo que es en realidad un caso paradigmático, un síntoma más que patente de los efectos del turbocapitalismo, esto es, nada más y nada menos que la punta del iceberg o su caricatura más feroz y lustrosa.

Decía Deleuze sobre las islas y las montañas que son ambas la misma cosa, o cosas muy parecidas: que la isla es una montaña marina y la montaña una isla todavía seca. Por lo visto, no estaba tan errado. Decía Claudia, que vive en una isla, que Mallorca también experimenta efectos muy parecidos, que nos hundimos poco a poco con un cubalibre en la mano, y Claudio añadía que seguiremos sonriendo morenitos mientras el sol no sea demasiado cegador y las palomas no nos devoren por completo como aves carroñeras.

Fotografías de Claudio Hontana Muñoz.