I.
Sin duda, se trata de una mueca bien específica, un gesto al que solo la mejor literatura decimonónica ha conseguido dar forma verbal, y al que el cine, la psicología, la pintura, el videoarte o la fotografía se han acercado desde ángulos moderadamente opuestos: o bien tensionando la frente y arqueando las cejas o entrecerrando los ojos y apretando los dientes, o con un ligero tic en el párpado, o con la palpitación irreverente del labio superior. ¿Cómo captar la rabia de este hombre que, en un amplio bulevar de Madrid, espanta, dando patadas al aire sin piedad ni gracia, decenas de palomas?
Los Simpson también nos ofreció una imagen que cristaliza todas las propiedades del rabioso, del amargo: el anciano que regaña a las nubes. Es común ridiculizar o hacer mofa de la amargura incontenida en redes sociales, pero casi nunca entramos a entender las razones de la amargura. Como si ese rictus específico de cabreo, naturalizado en las arrugas de la frente de algunas personas, hubiera estado ahí siempre. Entendemos que la amargura indeterminada es injusta porque, si bien hay muchas razones para la rabia, la imagen que ofrece su externalización individual es ridícula: como el hombre que molesta a las palomas, el que farfulla en el autobús, o el que no responde a los saludos generosos de un desconocido; la amargura se diferencia del enfado en su temporalidad instalada, su continuidad acechante.

Una de las escenas más repetidas y funcionales del cine veraniego consiste en mostrar a un grupo de personas, generalmente amigos o familiares, compartiendo cháchara, comida y bebida en una sobremesa extendida indefinidamente. La recurrencia abundante a esta escena nos recuerda lo más placentero del verano: la ilusión del tiempo eterno, extendido ad infinitum en la sobremesa. En Roter Himmel, la película de Christian Petzold sobre el fuego, este tiempo extendido, a diferencia de lo que suele ocurrir en Rohmer, cuya influencia lejana podemos rastrear en la película (con una clara excepción: Le rayon vert), esta extensión del tiempo de ocio sirve como pretexto para la huida, la amargura e incluso la paranoia. La película ofrece un planteamiento sencillo y muy clásico: dos amigos van a pasar unos días de vacaciones a un lugar que no acostumbran a habitar, y la aparición inesperada de dos nuevos personajes sacudirá todas sus expectativas. Leon, el protagonista, confronta con su experiencia solipsista y funcional —está allí únicamente para trabajar, dice— del lugar el placer de los otros personajes. Más adelante entenderemos las razones de su amargura: sufre un bloqueo creativo, y además viene de acabar una novela que sabe que no es buena, ni siquiera publicable, y su manera de gestionar la (auto)decepción es el gesto amargo: ese no sé de qué te ríes, esas miradas que desafían al Absoluto, esa censura del placer de los otros, que se convierte en molestia. Pero Petzold añade un elemento que podría parecer perverso, al menos en manos de otros directores: el fin del mundo, la catástrofe climática, el mundo ardiendo. Y, sin embargo, no se trata de una vinculación facilona entre la destrucción de lo habitable y la depresión, como en Melancolía de von Trier, porque Petzold decide transformar ese elemento «ambiental» en el contraplano del gesto amargo, evidenciando la insuficiencia de la mirada sobre el mundo de Leon. No es una fábula moral, pero se le parece.

II.
La disposición corporal de Leon en las escenas de sobremesa explicita el gesto amargo. Aparte del gesto, Petzold no recurre a elementos formales para aislar al personaje en su amargura. El aislamiento formal es una forma excesiva de condena del cuerpo, y uno de los catalizadores de la filmografía de Gaspar Noé, cineasta opuesto en todos los sentidos a Petzold. Si hay algo que llama la atención del aparataje formal de Roter Himmel es la luz: la falta de brillo, la ausencia de los tonos pastel asociados al verano —tan presentes en Rohmer—, la reducción del color a algunos destellos, como el atuendo de Nadja, su bicicleta, la bolsa del goulash, el azul nocturno. Hay, aparentemente, razones para la amargura: el espacio no es el idóneo, la casa está repleta de moscas y mosquitos, el coche se rompe y hay peligros de incendio. Y sin, embargo, ninguno de esos eventos parece perturbar mucho a Leon, es más, parecen, de hecho, una constatación de algo mucho más grande: la amargura se extiende así como un veneno que todo lo abarca y acopla, y que elimina toda información que juzga no pertinente para su expansión. Leon va en busca de un «¡lo sabía!», parece darlo todo por hecho. El desastre está simplemente ahí para verificarlo todo. La depresión, en fin, como un disciplinamiento sin contenido, como mera obligación formal, una mirada evaluadora que solo busca incorporar los aspectos que la refuercen, lejos ya de la discriminación entre inputs externos «positivos» y «negativos». A este respecto, lo fundamental de la construcción de Roter Himmel es que los demás personajes —y, sobre todo, Nadja— responden con cariño y fulgor, y no con apatía o desprecio, a las miradas y comentarios de Leon. La elusión de un conflicto directo es lo que evita la tentación del «drama psicológico», y para ello es importante, como contrapunto, la fuerza abrasadora del fuego. No olvidemos que Petzold concibe esta película como parte de una tetralogía sobre los elementos iniciada por Undine (2020), sobre el agua.

Nadja reitera el peso mitológico de los personajes femeninos de Petzold, es un personaje-umbral[1] que, a diferencia de las narrativas misóginas clásicas, no viene a completar ni a iluminar al personaje masculino, sino a desbaratarlo a él, a la Historia o a la propia continuidad narrativa. En una comedia burguesa de verano, el personaje de Nadja habría acabado llevando al extremo los deseos e inquietudes de todos los hombres, y aquí, sin embargo, no hay mediación sexual alguna, Nadja funciona más bien como un fantasma, como apunta Nacho Álvarez, «Nadja pasea y se cuela en cuadros dentro de cuadros casi como un ente fantasmal enviado para perturbar la productividad de Leon»[2]. Y, sin embargo, no hay un conflicto relacional que explote, sino una descompensación en las miradas —las de Leon, casi siempre diagonales y etéreas, las de Nadja, directas en el cariño o la reacción— que podría dar lugar a la construcción de un vínculo amoroso, pero acaba sepultada por la urgencia de la muerte. En ese sentido, aunque parezca una película muy singular en su filmografía, las preocupaciones comunes de Petzold están presentes: la falta de tiempo y espacios para los vínculos, la angustiosa presencia de una Historia y un Paisaje que imposibilitan o dificultan los encuentros.

La obsesión de Leon con su propio fracaso aniquila toda ilusión y lo inmoviliza, lo vuelve ciego ante la mirada y el cariño de los otros. De hecho, su primer contacto corporal con Nadja —no olvidemos que Petzold es el director contemporáneo que mejor ha filmado los abrazos—, hacia el final de la película, cuando todo se precipita, tiene más que ver con la amenaza y la búsqueda rápida de una respuesta que con el cariño. Mientras el ambiente se llena de ceniza, Leon agarra del brazo a Nadja y le recrimina no haberle dicho que cursaba un doctorado en literatura antes de leer su manuscrito. Este gesto tan violento, en el que Petzold se niega a insistir, es leído por Adrián Viéitez como la culminación de las dinámicas del capital cultural, en las que la desaparición de una fútil ilusión generada por los vínculos mercantilizados acaba corroyendo cualquier atisbo de empatía o solidaridad, y encerrando al «fracasado» en sus fantasías rencorosas:
Aquí, diría, [Petzold] sube la apuesta: no solo estrecha el espacio físico en el que se desenvuelve la acción, sino que vuelve prácticamente irrespirable el margen de maniobra para un punto de vista viciado, dependiente de un personaje principal arrasado por las dinámicas narcisistas del capital cultural y las competencias egomaníacas del mundo artístico. El fuego cercena ese claro del bosque en el que los personajes, a pesar del protagonista, tratan de disfrutar del verano, de enamorarse y de ser propositivos: su presencia, sin embargo, es siempre una losa y los arrastra, los apena, los cohibe.
Supongo que sería fácil leer la película en clave estrictamente metafórica —alas: el protagonista es el capital, el fuego es el siguiente eslabón en la cadena causal de su forma de estar en el mundo y con los demás, etc.—, pero desde luego a Petzold, que ha reimaginado una y otra vez las posibilidades de sutura para un ecosistema en permanente colapso —es decir, las posibilidades para el encuentro con lo otro, para la comprensión de ese otro—, creo que no le interesa demasiado pensar a su personaje sino en términos plenamente humanos: su recorrido moral se encuentra siempre con los generosos obstáculos de aquellos que lo rodean, dispuestos —god knows why, dice Petzold, pero dispuestos— a compartir el trayecto con él, a escucharlo sin dejar de ser severos en el juicio, a no desencantarse.

En el cine de Petzold siempre ha habido una presencia inescapable de irrealidad, fantasías y elementos míticos, pero nunca antes se habían conjugado en un espacio tan mínimo. El peso de la reconstrucción, muy presente en la trilogía Barbara-Transit-Phoenix, pero también en Undine, es invertido aquí del pasado al futuro: Petzold condena a Leon a la supervivencia en un mundo en llamas, al reinicio de un ciclo creativo, a los cimientos de una nueva de la ilusión generada por proyecciones narcisistas —el éxito editorial— que no tienen, como en casi todas las historias de superación, nada de ambicioso. Hace ya tiempo que la figura del artista exitoso se construye en base al pisoteo de los otros, la superación competitiva, la ambigüedad moral y la valoración continua de expectativas. En efecto, la película de Petzold puede leerse en las claves que presenta Viéitez: cómo la formación del escritor es un proceso que obliga a erosionar y secar todo el paisaje social que lo rodea, y qué ocurre cuando ese paisaje simbólico, que siempre supone el fin de algo, se traslada al paisaje físico: qué ocurre, en definitiva, cuando las dinámicas internas y externas de la continua valorización del capital colisionan.

III.
La búsqueda de una luz lo más neutra posible quizás influya en la aniquilación de los elementos de la comedia burguesa, presentes en fase germinal en la película de Petzold. En la última media hora, todo se precipita: la declaración de amor de Leon se ve interrumpida, y nunca retomada, por la muerte y la destrucción. Lo que nos ofrece Petzold a partir de aquí es una lección de ética artística: Leon, que hasta entonces ignoraba la presencia del fuego, reaccionando con desinterés al constante ruido de los helicópteros de ayuda, es incapaz de emocionarse ante la muerte de su mejor amigo y su amante, transformando la vivencia en narración. Entra entonces la voz en off, y la reconstrucción buscada siempre por Petzold, y que usualmente supone algún tipo de reconciliación histórica, incluso con tintes mágicos, es presentada en las palabras de Leon con una evidencia rampante. No hay nada de apego afectivo en sus testimonios, sino fría navaja descriptiva, pura neutralidad: la voz narratia de Leon parece proceder de una neutral omnisciencia, y no de una cercanía sentimental —«y luego él vio que ella lloraba, y miró hacia abajo y vio que ella lo miraba y sintió la necesidad de llorar, pero en vez de llorar pensó en los amantes de Pompeya».

Leon busca vaciar su experiencia en la casa de campo dándole una nueva forma, como si se tratase de un trasvase de contenido de un recipiente (memoria) a otro (objeto-libro). ¿La alegoría eleva y conserva o devalúa y neutraliza su objeto? Esa fue una de las preguntas que preocupó a Walter Benjamin, y que resuena en Roter Himmel: ¿qué haremos cuando el mundo arda?, ¿sirve de algo generar un espacio artístico o literario para la ruina? La reconstrucción calculada de los hechos narrada por Leon viene acompañada por imágenes calladas, que simplemente certifican el discurso: y cuando Leon establece el lazo estético, que le lleva a vincular los cadáveres de Felix y Devid con los amantes de Pompeya, y que interrumpe la descripción lineal de los hechos, Petzold introduce también una imagen de las famosas figuras calcinadas. Aquello que separa aquí el arte de la técnica forense es visto como un capricho inmisericorde y cercano al ridículo, y presentado con evidencia cristalina por Petzold. En la inclusión de esa imagen se apoya toda la potencia estético-política de Roter Himmel: la sucesión de imágenes simplemente constata la fantasía de Leon. La evidencia de las imágenes —algo que siempre preocupó a Farocki, el maestro de Petzold— supone una amenaza: la conversión de la experiencia en imagen es ya tan rápida y automática que cualquier respuesta a toda pregunta articulada como un «¿qué haremos cuándo…?» solo conoce una fórmula segura: generar desconsoladamente más imágenes.

[1] Fue Juan Gallego Benot quien definió así a los personajes femeninos en la última etapa del cine de Petzold.
[2] Crítica en Revista Mutaciones: https://revistamutaciones.com/critica-el-cielo-rojo/