En 2011 leí en una Rolling Stone que Trainspotting (1996) había sido «la última película generacional». No recuerdo bien las razones, pero sí la idea general de que no se volvería a repetir una película que además de dar voz a la falta de expectativas de los jóvenes, funcionara como un artefacto pop perfecto en el que confluyeran contracultura, música y drogas. También recuerdo mi decepción de adolescente mitómano pósters-en-la-pared por haber perdido para siempre la oportunidad de formar parte de algo como eso y reconocer como propio de mi generación un acontecimiento cinematográfico así. Al año siguiente se estrenaría Spring Breakers, tan generacional como otras películas que vinieron después.
Dejando aparte el fatalismo injustificado de aquel artículo, en el que el demográfico Gen-X mayoritario de los redactores de Rolling Stone España quizás tuvo algo que ver, pienso en la producción de películas llamadas generacionales, o en un branding generacional. La frase promocional de Segundo premio niega y afirma al mismo tiempo que se trate de una película sobre Los Planetas —en un movimiento retórico bastante pesado que está más cerca de la explotación comercial de las complicaciones de su rodaje que de los juegos con el pacto ficcional del cine de su director—, pero con toda seguridad es una película que se entiende a sí misma como generacional. Queda claro en sus maneras de suscribir las tendencias estéticas de la retromanía noventera de A24 y el cine indie americano actual, como los 4:3, la fotografía cetrina y la reconstrucción nerviosa y fetichista de los espacios, el vestuario y los ambientes del momento. En sus momentos de onirismo podría adivinarse que la película opone resistencia a la mirada historicista, pero en última instancia sucumbe a ella porque está atrapada en la cronología de la banda en sus primeros años para elaborar una mitología hermética. La pulsión de la marca generacional es cohesionadora y aquí no se deja nada al azar, pues todo depende del foreshadowing de un relato que toma como momento climático la grabación del tercer disco del grupo, y más concretamente el primer tema del álbum, que da título a la película y la cierra. El riff de la canción parece incluso sugerirse como leitmotiv triunfal en algún momento en la banda sonora, como si en una precuela de Star Wars dejaran sonar tímidamente los primeros acordes de la Marcha Imperial como anticipo de la aparición de Darth Vader. Los títulos de los capítulos que dividen la película rinden también homenaje a las canciones del grupo, entrelazándolas con la estructura afectiva que sirve como base del relato fundacional. Incluso la relación a tres de May, el Cantante y el Guitarrista pierde complejidad al funcionar sobre todo como una pieza más en el determinismo de la narración mitificadora, respaldada también por un coro de voces en off que, más que una polifonía real, se identifica con la voz única del Mito desdoblada en varios personajes. En última instancia, la historia que cuenta Segundo premio es la de un grupo de amigos que resuelve sus diferencias y supera dificultades para ponerse al servicio de algo Más Grande Que La Vida, quizás solo porque dio la casualidad de que pasaban por allí. La película se esfuerza en algunas variaciones tonales, incluidas ciertas afinidades con el terror y el cine de vampiros, pero al final se impone la linealidad y la unificación del relato legendario. Más allá de su simbología planetaria, los travellings circulares que se repiten evocan ese estatismo embelesado. El dispositivo película-karaoke, que invita a los espectadores a cantar las canciones del grupo en una especie de sing-along indie, deja también claro que cualquier imagen que la película pueda crear sobre Los Planetas es una que ya conocíamos.
Había una buena predisposición a celebrar la comunidad en el preestreno en Granada, quizás porque es difícil resistirse al gesto espontáneo de señalar a la pantalla al ver a amigos y gente que conoces. Don Gonzalo, DJ y dueño de Discos Bora Bora, era probablemente el único entre el público que era la misma persona dentro y fuera de la película. En Segundo premio aparece interpretándose a sí mismo tras el mostrador de su tienda, diciendo las mismas frases que suele decir, y puede que vendiendo los mismos álbumes, pues no es arriesgado asumir que las ventas del Loveless han sido consistentes desde finales de los noventa hasta hoy en el pequeño comercio de discos. Pienso en Don Gonzalo llegando a su casa del cine, contrariado y reconociéndose escindido en un yo ficcional, mítico y eterno, y un yo histórico y corporeizado, víctima de una malaise existencial digna de un personaje que se sabe a merced de una metalepsis. Hay algo siniestro en Segundo premio que tiene que ver con su ambición generacional y su mirada reconstructora de un momento en el tiempo, por un lado, y su deseo de eternizarlo, por otro. Es una temporalidad caprichosa: la mirada idealizada y detallista de finales de los noventa genera una distancia que nos confirma que no van a volver, pero a juzgar por el aparato mítico que construye la película se diría que nunca se fueron. ¿Qué tipo de no-nostalgia fantasmal es esta?
En su mitomanía la película evita ser puramente nostálgica, pero lo hace al precio de una ansiedad foreverista o parasiemprista. Grafton Tanner ha llamado foreverism a la tendencia actual de revitalizar objetos culturales que se creían degradados o desaparecidos para eternizarlos, combatir así la nostalgia al abstraerlos del tiempo, y obtener rendimiento de ellos para siempre. El foreverismo, así, sería la solución del capitalismo para hacer desaparecer la nostalgia y lucrarse de ella al mismo tiempo. En un repaso breve de la historia cultural de la nostalgia, Tanner observa que su explotación comercial comenzó, de hecho, con una película generacional, American Graffiti (1973) de George Lucas. A pesar de que llegaría a convertirse en un maestro foreverista, Lucas hace una primera película plenamente nostálgica en el sentido clásico, un lamento por un pasado perdido e idealizado movido por una actitud trágica al ambientarse en el último día de instituto y el último de una época que termina, los cincuenta. Es un esquema que Richard Linklater tomaría para Dazed and Confused (1993), directamente inspirada en American Graffiti y ambientada en el último día de clase antes de las vacaciones de verano de un instituto en Texas a finales de los setenta. La última escena de la película, con los personajes fumando en un coche mientras escuchan Slow Ride de Foghat en la mañana posterior a la fiesta de fin de curso, contiene uno de los fundidos más hermosamente melancólicos del cine americano de los noventa. La carretera hacia delante es un camino cargado de connotaciones, pero su fundido a negro encierra una futurabilidad contradictoria: aunque los personajes se dirijan a una etapa nueva en la universidad, como espectadores es difícil escapar de una mirada finalista que nos hace vivir el fundido—y el futuro—como una pérdida. Por otro lado, en Last Days (2005), otra película-homenaje sobre un grupo de rock generacional, hay un momento brillante que confirma que la leyenda musical puede abordarse sin caer en la nostalgia o el foreverismo. Casi al final de la película, del cadáver del alter ego de Kurt Cobain emerge el fantasma desnudo del músico, que parece trepar unas escaleras de mano en un desdoblamiento entre un espectro que abandona el mundo y un cuerpo que yace en el suelo. La película de Gus Van Sant no es mitómana ni nostálgica porque está interesada en lo prosaico, el aburrimiento, las conversaciones intrascendentes y los tiempos muertos, las últimas horas de un Kurt Cobain que deambula. Pero al mismo tiempo es consciente del peso simbólico en el imaginario de Cobain, que aparece por última vez en la película como un cuerpo muerto y, simultáneamente, una figura capaz de trascender. Es una doble exposición que condensa bien el tipo de duelo que pueden generar los iconos pop y que, en lugar de lamentar la pérdida, la abraza al literalizar una idea común entre los fans de las grandes estrellas de la música que fallecen en circunstancias trágicas, la de que eran «demasiado buenas para este mundo» o directamente eran «de otro mundo». Aceptar la pérdida así supone también confiar en la existencia de ese otro mundo y, con ello, de la virtualidad utópica que pudo encarnar alguien como Kurt Cobain.
Muy al contrario, la Granada sentimentalizada de Segundo premio es una Granada Para Siempre que rehúye la pérdida, y Los Planetas (y, por extensión, la generación que los identifica) también. En este sentido la película es triste y necrológica, museificadora también, porque es la clase de película que alguien haría para preservar el recuerdo de algo que ha muerto. Es poco sorprendente advertir formas foreveristas en Star Wars, los Beatles y otros objetos culturales condenados a ser para siempre, pero sí es extraño reconocerlas en una película de Isaki Lacuesta sobre Los Planetas. Lo inquietante de las imágenes remasterizadas por inteligencia artificial de Get Back (2021) de Peter Jackson, o los Lennon y Harrison fantasmáticos del videoclip de la supuesta última canción del grupo, Now and Then, también producto de la IA, se explica en la demanda constante que sostiene la marca Beatles, una demanda que Los Planetas están lejos de provocar. Más allá del rendimiento económico, entonces, ¿qué supone eternizarlos? A lo largo de la historia, la canonización en estilos estéticos, o eternificación, de momentos revolucionarios del pop los ha sustraído de su potencial disruptivo primero y de sus posibilidades utópicas. Lester Bangs acuñó el concepto “punk” para nombrar la música de The Stooges o MC5, y para que después Suicide fuera el primer grupo en adoptar el término—articulándose como una negatividad radical desde la que invitar a otras bandas a participar de la misma iconoclasia y refundar los límites del rock—, pero fue el cinismo de un grupo de diseño con claros intereses comerciales como Sex Pistols lo que después llegará a convertirse en piedra de toque de lo punk. La música disco posibilitó la creación de nuevas comunidades en torno a la pista de baile después del fracaso de la utopía hippie, generando una red de convergencia de las culturas marginales negra, latina y queer, pero más tarde las caras visibles del disco serán la música ligera y los Bee Gees. Los Planetas introdujeron el ruido en el pop español de los noventa, dando forma a un espacio intermedio en el que convivían la distorsión, el desafecto, y, sobre todo, la creencia en que se podía sentir de un modo distinto a través del pop. Las letras de Super 8 giran alrededor de una crisis de la sensación y una llamada a la renovación de la percepción, resultando más persuasivas políticamente en la medida en que también son canciones pop de amor y desamor: «enséñame para que pueda ver», «cambiar tu forma de pensar», «podemos irnos juntos lejos de este mundo tú y yo», «para poder tocar tu mente con mis dedos», «a veces pienso que es tan solo un sueño», «pronto siento que algo me está robando el alma», «prefiero estar muerta que aburrirme así, quiero probar algo nuevo», etc. Aquí resuenan las últimas ideas de Mark Fisher sobre el comunismo ácido y el potencial del la psicodelia de los sesenta como intervención revolucionaria sobre las mismas formas de la percepción al plantearse si era posible sentir de otra manera bajo el capitalismo, otra lógica de la sensación. La fusión de pop y estética psicodélica del grupo en sus primeros años, así como su imaginario astronómico y su interés por las drogas, poseen en este sentido un trasfondo contracultural difícil de reducir a una pose. Después de recibir el título de «padrinos del indie nacional», convertirse en abanderados de una marca y de una estela de grupos derivativos, la mitomanía foreverista de la película de Lacuesta separa a Los Planetas aún más de ese momento primero, y la disociación de las «nuevas sensaciones» que te hacen buscar no querer ser tú, o la «nueva dimensión» sobre la que J canta en De viaje, dejan de ser una declaración de intenciones para convertirse en una pieza kitsch. El estreno de la película ha coincidido con la gira del 30 aniversario de Super 8, con J y Florent como únicos miembros de la formación original, en la que se han programado conciertos en la mayoría de festivales de verano nacionales y en salas, además de alguna fecha confirmada en el extranjero. En un concierto reciente en Madrid, J recordaba al público: «Somos Los Planetas, los de verdad. Estamos vivos». Los Planetas pueden no haber muerto, pero Segundo premio los atrapa en ámbar.