Es lógico que, ante la creciente popularidad, en las larguísimas dos últimas décadas, de un nuevo estilo de cine europeo avalado en festivales como Cannes o Berlinale (pero también por los premios Oscar) que ha hiperbolizado la etiqueta baziniana de cine cruel, cierta parte de la crítica haya reajustado su «mirada ética» hasta hacer un mantra de todo aquello moralmente reprochable. La generación de los Haneke, los von Trier, los Seidl y los Östlund ha dejado en algunos críticos, los enamorados de la época más moralista de Cahiers, un poso traumático que los conduce a una ceguera inherente al mal, que equipara filmografías tan diferentes como las de Carlos Reygadas y Sergei Loznitsa bajo la ambigua y viciosa etiqueta de lo abyecto.
Es necesario defender la crueldad como categoría estética, pero no justamente para cargar con ella nuestros juicios y hacerlos con ello más simples, sino para elaborar un pensamiento complejo, que entienda la encrucijada entre ética y estética como algo mutable, algo que no se encalla, sino que atraviesa el ritmo de los estilos. La crítica es culpable de haber vaciado, por exceso de uso, el sentido moral del término «crueldad», de haber eliminado las distintas implicaciones visuales del mismo («crueldad objetiva» versus «crueldad inyectada»). Porque hay, por un lado, historias irremediablemente atravesadas por la crueldad y, por otro, formas crueles, y la gracia y la maestría del buen cineasta consiste en encontrar la manera de no hacerlas coincidir. Un buen ejemplo de ello es el cine de Adam Elliot, y en concreto su última película, Memoir of a snail. La película entera está atravesada por la muerte: en la primera secuencia, la cámara se acompasa con el último aliento de un personaje moribundo, complejizando así la presencia de la parca más allá de su iconografía histórica, que no es en Elliot un viaje ni una estocada ni una ausencia, sino un simple hecho más ajeno a lo extraordinario; más tarde, vemos al padre de la protagonista fallecer mientras duerme, de una forma estrepitosamente cotidiana.

La narración de la película responde a la clásica estructura testimonial de las memorias de vida, marcada siempre por la inminencia de la muerte, pero sorprende porque la persona que cuenta su historia es aún joven. La muerte es algo que amenaza, que está ahí, pero que no cataliza la historia con su cercanía —como en The Room Next Door—, sino que viene a cuestionar su naturalización en un clima de asfixia estructural. Memoir of a snail es, así, la lucha de alguien que, en el propio ejercicio de enunciación, logra vencer a la muerte, y no a una muerte natural, tranquila, incluso justa, sino a una versión de la mima obscenamente política. A la película de Elliot podrían reprochársele dos cosas: ser cruel y ser excesivamente optimista respecto al poder de uno/a mismo. Cruel porque, como en el neorrealismo, a su protagonista Elliot no le concede ni un respiro: orfandad (por partida doble), desengaños amorosos, objeto de perversos fetiches sexuales, abandono social, síndrome de Diógenes, cleptomanía; optimista porque nada de esto acaba, como cabría esperar, con la vida de Grace. En ese encuentro relativo entre dos polos aparentemente opuestos, un crítico parece tenerlo fácil, pues tiende a reprochar lo cruel, pero también lo cursi. Elliot, en fin, juega en la cuerda floja. Obliga a hacer un salto de fe.
La imagen-aliento que portentosamente abre la película no es un objeto con un contenido icónico específico, sino, ante todo, un movimiento, menos y más que una imagen: un cierto espíritu que, a modo de corriente de aire, recorre todo el metraje depositando en el relato de Grace Pudel una cierta esperanza. ¿Acaso puede el vitalismo ser cruel? Es cierto que Elliot no edulcora la soledad ni la pobreza, y que las vías de escape de Grace y su hermano —el fuego y los caracoles—, lejos de suponer una alternativa habitable —aunque ficticia— al mundo real, como en las historias de weirdos tan propias del universo Tim Burton, fomentan el caos. Elliot se enfrenta así al imaginario del desarrollismo económico y social que acompaña la mitología de la Australia contemporánea: el contraste entre las dos familias de acogida —por un lado, el campo, y por otro la moderna capital, ciudad planificada—, quizás un poco desmedido, resalta la figura del Estado ausente. La película es políticamente derrotista: a pesar del desarrollo, de los índices de crecimiento, nada más que la solidaridad entre fraternos salva a Grace. Por esa razón su encuentro con Pinky está a la altura de lo milagroso, y el aliento de esta última conjura el relato, cede el testigo de la narración, y posibilita que todo vuelva a empezar. Elliot convoca la crueldad del mundo, pero no para añadirle mayores dosis, sino para contraatacar con el principio de esperanza. Una esperanza que no es asumible en una sola imagen, que desborda cualquier expectativa de visualización.
