Mmmm…, no sé.

El deseo no es solipsista, siempre trae lo otro o al otro a escena. Y eso quiere decir que hay una pasividad, una aparente docilidad consentida, un «dejarse hacer» que no aniquila al sujeto, sino que permite el encuentro del sujeto con su deseo

Clotilde Leguil, Ceder no es consentir. Un abordaje clínico y político del consentimiento.

Carole Pateman, en El Contrato Sexual (1998), denomina «paradigma del libre acuerdo» a algo no muy distinto de lo que Ana de Miguel, en Neoliberalismo sexual. El mito de la libre elección (2015), se refiere como «neoliberalismo sexual». Ambas representan una tradición feminista que ha tratado el «consentimiento sexual», siendo las comillas esenciales, como un concepto viciado bajo condiciones de dominación masculina, ya que el contractualismo que presupone esa figura liberal asume el acuerdo voluntario y la igualdad de las partes —condiciones no del todo válidas para las mujeres, según la mayoría de análisis feministas. Pero además de no estar asegurada la retirada o denegación del consentimiento,  deseos y placeres se encuentran también mediados por un dispositivo sexual androcéntrico. Afirma MacKinnon que igual que 

el marxismo expone el valor como creación social, el feminismo expone el deseo como algo socialmente relacional, internamente necesario en órdenes sociales desiguales, pero históricamente contingente (Catharine MacKinnon, Hacia una teoría feminista del Estado, 1989).

Carole S. Vance, en Placer y Peligro. Explorando la sexualidad femenina (1982), en unos términos no muy distintos a los que lo hace Katherine Angel en El buen sexo mañana. Mujer y deseo en la era del consentimiento (2021), responde a la tradición anterior preguntándose por lo cuestionable de defender un feminismo centrado en la protección y la censura, que entiende que las mujeres están más necesitadas de aislamiento de los abusos y violencias que de libertad sexual, experimentación afirmativa del cuerpo, ampliación de las potenciales elecciones o búsqueda de otro uso de los placeres; y se alzan, justamente, contra el marco desde el que se plantea la disyuntiva, que es el marco de la propia dicotomía protección-exploración. Es 

una falsa dicotomía porque, de hecho, la característica principal de la sexualidad es su complejidad: sus múltiples significados, sensaciones y conexiones; es fluida, cambiante, evoluciona a través de la vida adulta en respuesta a acontecimientos internos y externos, es flexible, ambigua, con múltiples capas de significado y abierta a experiencias inesperadas. Es demasiado fácil englobar toda la experiencia sexual bajo el rótulo de «enteramente peligrosa» o «enteramente placentera» (Carole S. Vance, Placer y Peligro: Explorando la Sexualidad Femenina, 1984).

Elena Martín dirige y protagoniza, en Creatura (2023), una película que apuesta por esa complejidad del deseo. Esta última posición ha recibido la acusación de liberal, traído a la contemporaneidad con la añadidura neo-, y el diagnóstico de un contexto arraigado en el espíritu del mito de la libre elección que renovaría con dureza las falacias del contrato social. Este discurso ha monopolizado la crítica feminista al neoliberalismo desde el propio sujeto moderno, y en el contexto español es todavía si cabe más claro, dada la hegemonía académica de un feminismo de la igualdad que ha recetado la necesaria marginación del feminismo de la diferencia, el psicoanálisis feminista y la teoría queer. Sin embargo, hay otra tensión posible del feminismo con el neoliberalismo que alude no solo a las jerarquías de la libertad sexual y a la adquisición de esta, sino al carácter sexual de las formas en que el deseo se expresa. 

Esa otra tensión posible piensa el consentimiento y el deseo por fuera de un lenguaje jurídico de la transparencia, que es el lenguaje del sí y el no, del control y la claridad, y entra en el terreno de la opacidad y la vulnerabilidad para cuestionar las formas masculinas y neoliberales. Esta es la vía que, en la actualidad, toman autoras como Judith Butler, Linda Alcoff, Katherine Angel, Clotilde Leguil o Clara Serra y que vemos en Creatura a través de una tematización del desconocimiento: no encontraremos en ella ni noes ni síes, sino numerosos y plurales no sé. Mila, la protagonista, experimenta de forma dolorosa y culpable un no saber reconocido como un fallo o fracaso por los otros.

Hoy, según Clara Serra (El sentido de consentir, 2024), junto al presupuesto del consentimiento entre comillas, convive un presupuesto contrario que vuelve sinónimo la libertad sexual de la clarificación exhaustiva del deseo; el placer sexual con decir con precisión y transparencia lo que se quiere, lo que se busca, lo que se desea. En una línea foucaultiana, este mandato, que a veces viene de la mano del propio discurso feminista, converge  a la perfección con el mandato neoliberal que ordena una racionalidad en la que todo, incluso el deseo, debe ser calculable, medible, visible y puesto en discurso. Sin embargo, el sujeto de deseo, pensado desde una ontología de la vulnerabilidad, es un sujeto extático, que no es dueño de sí mismo. El deseo niega la autosuficiencia que promulga la posibilidad del sostenimiento de una vida independiente. El desconocimiento 

es inseparable de la sexualidad misma. Somos criaturas de vida y criaturas de pasión, que necesitan lo que no podemos entender o elegir completamente, y cuyas vidas emocionales y sexuales están marcadas desde el comienzo por este estar ligados unos a otros con desconocimiento y necesidad. Aunque la ley trata de negociar este tipo de proximidad, no puede proveer el lenguaje que necesitamos para describirla (Judith Butler, Consentimiento sexual. Algunos pensamiento sobre el psicoanálisis y la ley, 2011).

Un no saber que debe resguardarse para no convertir en el ideal sexual feminista el ideal sexual que el feminismo ha relacionado, de hecho, con la masculinidad neoliberal. Resguardar el «no sé» como opción feminista pasa por otorgarle un estatuto propio. El «no sé» ha hablado claro demasiadas veces para jefes, directores de cine y profesores de universidad, pero también lo ha hecho cuando, desde el punitivismo, se entiende como una evidente negación. 

La película desafía al espectador con varias tentativas para que trate de convertir el «no sé» de la protagonista en síes y noes. Al tener lugar en una triple línea temporal –la Mila adulta del presente y los recuerdos alrededor de los cinco años, por un lado, y los quince, por el otro–, se nos hace esperar una historia que relatará un camino de descubrimiento, de la duda al desvelamiento de una verdad definitiva que juega, además, con los relatos clásicos del psicoanálisis: ¿será una violación negada? ¿será un complejo de Edipo no resuelto?

La afirmación del no sé, que es una afirmación de lo escurridizo, de que nadie, en lo tocante al sexo, se gobierna a sí mismo, es soberana en términos de Edelman y Berlant: no idealiza el deseo expondiéndolo como la solución a todos nuestros problemas, sino que la violencia y el disciplinamiento se muestran inequívocamente en la construcción de la subjetividad sexual de la protagonista, y por ello se trata de un dispositivo feminista. Porque el feminismo nos muestra que 

los papeles que desempeñamos, las emociones que sentimos, quién da, quién recibe, quién exige, quién sirve, quien desea, quién es deseado, quién se beneficia, quién sufre: las reglas que rigen todo esto, quedaron establecidas mucho antes de que llegásemos al mundo. Someter nuestras preferencias sexuales al escrutinio político trae consigo, desde luego, un riesgo real. Queremos que el feminismo pueda cuestionar las bases del deseo, pero sin que se tilde a nadie de zorra, sin mojigatería ni abnegación: sin decirle a ninguna mujer que en realidad no sabe lo que quiere, o que no es posible que disfrute de lo que en efecto desea, siempre dentro de los límites del consentimiento. Algunos creen que esto es tarea imposible, que la mínima apertura a una crítica del deseo conducirá de modo inevitable al moralismo autoritario (igual que Judith Shklar habla de un «liberalismo del miedo», esto es, un liberalismo motivado por el miedo a alternativas autoritarias). Nadie goza de una prerrogativa sexual, y todo el mundo tiene derecho a desear lo que quiera, pero las preferencias personales –pollas no, fems no, gordos no, negros no, árabes no, ni chinos ni pachitos, sin pluma– rara vez son solo personales  (Amia Srinivasan, El derecho al sexo. Feminismo para el siglo XXI, 2022)

Los recuerdos falsos, las interpretaciones parciales y la siempre importante e inevitable presencia del testimonio de los otros conducen al (exitoso) fracaso del desvelamiento de la verdad. La madre de Mila, como imagen de ese otro (pero no uno cualquiera, sino el femenino), le cuenta a la protagonista, en lo que quizás sea el punto definitivo de esta lectura, que a ella, y no solo a su padre, también le pedía que le hiciese masajes, algo que había olvidado por completo en detrimento de la apertura de otro deseo posible y que descarta definitivamente la posibilidad de volver transparente y coherente su genealogía sexual. El lenguaje jurídico no gobierna la indagación psicológica y la adultez se compone finalmente sin ser superadora de la niñez ni la adolescencia; en todos los casos, la relación, la interacción y la exploración, a veces dolorosa y otras excitante, muestran la necesidad de romper los límites del discurso contemporáneo sobre el consentimiento y el deseo y la importancia de situarse más allá de la ley en una apertura al análisis ético y político que merece, en realidad, el propio concepto. 

La pregunta que formula Creatura no es la de si Mila quería o no en todas esas escenas repletas de ambigüedades satisfactorias y frustrantes –sin que esta pregunta deje de ser vital– sino cómo es posible que un movimiento de lo más íntimo y corporal lleve «a remitirse al deseo de otro para encontrar el propio deseo, el propio ser, vía el amor y el goce» (Clotilde Leguil, Ceder no es consentir).

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