La visita de la exposición Monte di pietá (en el histórico palacio Ca’ Corner della Regina de Venecia, en la Fondazione Prada), del artista suizo Christoph Büchel, ha sido sin lugar a duda la experiencia estética más rara, fascinante y confusa que he experimentado dentro del campo artístico. Lo que ahora se relata es una reseña a dos voces de la visita: en cursiva, se narran algunas sorpresas, reflexiones, hallazgos y especulaciones curatoriales hilvanados a raíz de la muestra; en redonda, se despliega una perspectiva crítica de la propia exposición. De tal manera, puede leerse el texto de seguido, entrelazando ambas voces, o únicamente deteniéndose en una de ellas, saltando entre párrafos. A preferencia del lector o lectora.
Hay ocasiones –pocas ocasiones, extrañas ocasiones– en las que el motivo de la visita de una exposición no viene dado por una imposición, propia o ajena, sino por una suerte de deslizamiento. Como quien deambula por la casa, entre una habitación y otra, cruzando azarosamente los quicios de las puertas, sin creer haber cambiado de lugar, únicamente de estancia, en estas excepcionales ocasiones uno se ve sumido súbitamente en un ambiente al mismo tiempo familiar e inhóspito, sospechando de su desquiciada posición en el espacio, en el tiempo. Una posición que no es imposición ni exposición, sino intromisión confusa, aventura juguetona, descubrimiento a ratos sosegado, ansioso por momentos.
A casi tres kilómetros andando de Giardini (alrededor de tres cuartos de hora caminando entre canales), donde se alzan imponentes los pabellones de los diferentes países, se encuentra actualmente lo que pareciera a simple vista, por lo que reluce su fachada, una casa de empeño de diamantes. Bajo este simulacro se encuentra en realidad la Fondazione Prada y, hasta el próximo 24 de noviembre de 2024, la exposición Monte di Pietá: un proyecto artístico de Christoph Büchel creado específicamente para esta institución –que tiene a su vez sede en París– y a través del cual el artista suizo revisa la propia memoria arquitectónica, social, económica e histórica del espacio que habita con su descomunal intervención. El proyecto consiste en una casa de empeño fallida basada en el aspecto original del Monte di Pietà de Venecia.
Hay ocasiones –pocas ocasiones, contadas ocasiones– en que una exposición se vuelve sobre sí misma, se embrolla, se enreda, y se extravía en su(s) propia(s) historia(s), llegando casi a olvidar su propia memoria, llegando casi a perder su estatus expositivo –esa necesidad sistematizada de exhibir de manera clarividente y aurática–. La muestra comentada encarnaba esa voluntad expresa por la inmersión dubitativa, el acontecimiento, puesto que era capaz de activar de manera vibrante una dialéctica expositiva inestable, donde el relato de la intervención artística zozobraba entre la confusión generada en el espectador y la revelación singular de lo expuesto, entre el olvido y la rememoración.
Si algo tiene de admirable y fascinante Monte di Pietá es el empeño del artista por contar múltiples historias; todas ellas orbitando alrededor de la noción de deuda y el valor de las transacciones económicas. Es ese mismo empeño, el del artista, el de las mercancías, el del arte convertido en mercancía –también–, el que le lleva a articular una insistencia esforzada, generando una diversidad de ambientes o espacios instalativos –repartidos en los diferentes niveles y salas de la institución– aparentemente inconexos, diferenciados entre sí. Comenzando desde el acceso a la exposición, la primera singularidad que se apercibe es la vestimenta de quienes te acogen, las trabajadoras de la Fondazione Prada y las vigilantes de sala –primeras cómplices del empeño, digo del engaño–, disfrazadas con una elegante indumentaria negra y un logo en donde aparecen bordados unos diamantes y la siguiente información: «Queen of Pawn. House of Diamonds».
Desde el inicio, se siembra la duda en el visitante: la incertidumbre ante el lugar al que se accede, la naturaleza (¿artística? ¿histórica? ¿sociológica?) de aquello que se visita… Aunque para ser precisos, la duda llega antes, al deambular por la Calle Corner en busca de la entrada al Fondazione Prada. Ningún cartel o placa avisa de su existencia; estas indicaciones han sido retiradas y, en su lugar, un pórtico inmenso –en donde también se indica «Queen of Pawn. House of Diamonds»– pareciera haber sustituido a la fundación, cambiando la naturaleza del establecimiento por uno de compraventa de diamantes.
Hay exposiciones –pocas exposiciones, insólitas exposiciones– que invitan al deslizamiento, a dejarse caer por una grieta que se abre subrepticiamente, no como se abre una puerta sino como se suceden los tropiezos, a golpe de “ouch” y “au”, pero también “oh” y “guau”, sin avisar, sin ser esperados, ni tampoco deseados, quizás.
Si no ha cesado en el intento, lo más probable es que, pasado un tiempo, el visitante (ya confundido antes de poner un pie en la exposición) acceda al espacio de manera dubitativa, confundido y extrañado a partes iguales («¿es esto la Fondazione Prada?», quizás pregunte a la entrada, recibiendo un escueto y seco «sí» a modo de respuesta). En caso contrario, quizás abandone y vuelva más tarde; o, en el peor de los casos, el espectador menos insistente, quizás se convenza de la permutación de establecimientos, perdiéndose la oportunidad de la visita.
¿Cómo acceder a una exposición manteniendo la duda palpitante –palpitando– con respecto al estatus de los objetos contemplados, es decir, con respecto al régimen sensible de lo visible? ¿Cómo propiciar una duda ontológica de los artefactos que ocupan un espacio –dispuestos para ser vistos, estudiados, atendidos por un visitante? ¿Cuáles son sus potencias: las de la ambigüedad, la f(r)icción entre regímenes de sensibilidad, la de la cohabitación de la ficción y lo real, lo extraño y lo evidente, lo opaco y lo transparente, lo verosímil y lo genuino, la revelación histórica y el dulce engaño? ¿Quién verá qué? ¿Quién y por qué desestimará la legitimidad de lo visible? ¿Quién pedirá explicaciones sobre lo que ve (y sobre lo que no ve)? ¿Cuándo? ¿Cómo inspirar la duda, alentar la sospecha, mantener el relato abierto, la puerta entreabierta, titubeante, del espacio expositivo, dejando entrar otro tipo de lenguajes, colapsando las ordenadas de la mirada y las coordenadas de los pasos? ¿Cuándo dejamos de ser espectadores?
Una vez dentro, si se accede, la visita –marcada, sobre todo al inicio, por el extrañamiento– comienza en la planta baja, abarrotada por una cantidad ingente de cacharrería (electrodomésticos viejos, montones de ropa, trastos por todas partes, etc.), dispuesta de manera que reproduce la apariencia de un monte de piedad. Esta primera reconstrucción artística del espacio, disfrazado como casa de piedad, tiene un sentido histórico, dado que el palacio Ca’ Corner della Regina, construido entre 1723 y 1728 por Domenico Rossi con motivo del encargo recibido de la familia Corner de San Cassiano, en el año 1800 pasó a ser propiedad del Papa Pío VII, quien lo asignó en 1817 a la congregación de los Padres Cavanis. Hasta 1969 fue la sede del Monte di Pietà, una entidad benéfica donde los pobres podían obtener sumas en metálico empeñando sus pertenencias y así satisfacer sus necesidades fundamentales. También en la planta baja se hallan, escondidos, algunos elementos que hacen alusión al rechazo de la sociedad civil veneciana de la celebración de la Bienal Internacional de Arte de Venecia, dado que el propio edificio, entre 1975 y 2010, albergó el ASAC, el Archivo Histórico de Arte Contemporáneo de la Bienal de Venecia.
Fascina y, al mismo tiempo, aterroriza darse cuenta del impasse temporal que este palacio veneciano vivió entre 1969 y 1975, cuando pasó de ser un lugar con una vida social rica y fructífera, con un uso social de absoluta necesidad, para convertirse en vertedero documental de la producción artística de primer nivel mundial. Esta transición de objetualidades, aquellas más precarias y rudimentarias –vendidas con el anhelo de alcanzar un precio lo más elevado posible– que dieron paso a otras más preciadas o valorizadas –catalogadas, documentadas y registradas como reliquias vivas o fetiches de la alta sociedad–, se sucedió en apenas unos años, haciendo manifiesta la futilidad de un palacio que podía cambiar el rumbo y ritmo de sus usos por los requerimientos, azares y decisiones oportunas. Ya en 2011, tras una larga vida de treinta y cinco años como archivo de la bienal, el palacio se transformaría en aquello que hoy conocemos: la sede veneciana de la Fundación Prada, haciendo más evidente si cabe su apuesta por el lujo y la alta cultura, y virando por completo su razón de ser como institución habitada por la pobreza y la urgencia cotidiana.
Volviendo a Monte di Pietá, y retornando la vista al pasado, el proyecto de Büchel convoca la diversidad de rostros que adopta la deuda en nuestras sociedades contemporáneas y la complejidad de tramas, relaciones y agentes en juego que articulan las transacciones mercantiles y que otorgan valor a nuestros bienes y posesiones, por la fuerza mecánica del habitus social, económico, inercial. Si la primera planta pretende generar una inmersión en el pasado uso del palacio como monte di pietá, con guiños a ciertos gestos combativos ejercidos contra la Bienal de Venecia –que finaliza el mismo día en que lo hace también la muestra–, la planta superior lleva al presente más contemporáneo la reflexión, con el enlace de espacios muy diferenciados a modo de ambientes inmersivos: una de las salas recrea un espacio de ocio y trabajo de coworking de brokers dedicados a especular con criptomonedas (el artista ha creado una criptomoneda con motivo de la exposición, cuyo valor en bolsa fluctúa en directo y a la vista de los espectadores) y un set de grabación de una influencer (una reconocida influencer italiana colaboró con el propio Büchel para esta parte de la muestra). Mientras que la planta baja nos propone una mirada introspectiva del palacio, una vuelta a sus orígenes, a los usos sociales, a la memoria, vitalidad y sociabilidad que allí se dispensaba, esta serie de ambientes ponen de manifiesto la frivolidad del poder económico contemporáneo y a aquellas morfologías mercantiles que circulan en nuestro presente de manera tan líquida y fluida que en ocasiones resultan casi invisibles. Finalmente, un último gran espacio, en la planta tercera, vuelve de nuevo a retornar la mirada al Monte di Pietá, con una atenta y mordaz reflexión sobre el arte contemporáneo.
Abarrotada de cachivaches y montañas de ropa, una sala enorme reproduce una especie de mercado de pulgas, con objetos que han tenido una larga vida e innumerables usos. Son objetos precarios, que han viajado, que han sido vividos, sentidos, manoseados e intercambiados. Y, entre ellos, de repente otro tipo de objetos sorprenden enormemente al espectador atento. Jugando a esconderse entre un cúmulo de trastos aparentemente banales y contingentes –también en su disposición en el espacio palaciego–, súbitamente aparece entre cachivaches La Boîte-en-valise de Marcel Duchamp, una de las pizarras de Joseph Beuys, la Merda d’artista de Manzoni o las famosas boxes de Robert Filliou. También se cuela en la sala, en una televisión antigua, una de las únicas obras audiovisuales de Richard Serra, o la obra-anuncio que hizo Daniel Buren a mediados-finales del siglo pasado y que retransmitió en la TV estadounidense –ambas piezas audiovisuales ponen en jaque la interacción entre la tecnología y la sociedad civil–.
Además de este intrincado juego de objetos e imágenes, que encarna una –quizás demasiado evidente– crítica a la naturaleza de lo artístico y el status, valorización y uso que damos a las obras de arte contemporáneo, el espectador avispado puede también hallar una pieza propia del artista suizo, de Christoph Büchel, quien incluye entre los Warhol, Matisse y compañía The Diamond Maker (2020-actualidad), una maleta que contiene diamantes creados en el laboratorio. Los diamantes son el resultado de un proceso físico y simbólico de destrucción y transformación de todo el corpus de obras en posesión del artista, tanto de las creadas durante su infancia y juventud como de las que aún no han sido creadas. Producidos por ALGORDANZA AG, una empresa global fundada en Suiza en 2004 que fabrica diamantes con memoria, estos objetos preciosos se camuflan, como las múltiples obras de arte de reconocidos creadores contemporáneos, entre la chatarra, igualando simbólicamente lo que tiene valor con aquello que no lo tiene casi, y poniendo en evidencia el fracaso de la experiencia óntica para determinar lo valioso, lo sublime y lo bello.
¿Y si levantáramos una montaña tan grande de mierda que no dejase lugar al arte? ¿Y si escondiéramos las obras de arte por todos los rincones del mundo? ¿Y si atendiéramos a cómo los objetos no-artísticos interactúan con los objetos artísticos? ¿Y si mirásemos todo desde más atrás, mucho más atrás? ¿Y si mirásemos todo desde demasiado cerca? ¿Y si cambiásemos el enunciado: más es menos (¡sigue diciendo lo mismo!)? ¿Y si la sobreabundancia revelase algo más que el exceso, si informara de algo más que de su derroche, si fuese capaz de expresarse en su (des)borde? ¿Y si escondiéramos piedras preciosas por la casa y nos las recogiésemos nunca? ¿Serían acaso tan preciosas, me refiero, tan preciadas?
No todos son halagos para Christoph Büchel y su Monte di Pietá. Ciertamente, afloran algunas dudas o cuestiones bastante problemáticas. Especialmente después de conocer que el artista no tiene una hoja de ruta delimitada para la cantidad ingente de materiales y artefactos empleados para construir esta ficción tan verosímil. Si bien ha resultado fundamental para el artista suizo edificar un atrezo impecable por su alto grado de credibilidad, propiciando el engaño, el accidente y la confusión, no ha desarrollado una reflexión en torno al porvenir de los objetos empleados para edificar esta pluralidad de relatos entretejidos, de historias entrelazadas. Por otra parte, también sorprende el hecho de que, en su gran mayoría, estos ropajes, dispositivos estropeados, antiguallas y demás cacharrería, hayan sido adquiridos a través de la compra a particulares y en tiendas de la caridad, con la crítica medioambiental y social que ello conlleva. Así pues, sorprende en gran medida el hecho de que una reflexión artística sobre el valor de uso y valor de cambio –que hace una crítica de los modos y estrategias operados por las transacciones económicas dentro del sistema capitalista– transforme objetos con un uso muy concreto –pertenecientes a la vida social y a las necesidades cotidianas– en objetos artísticos, o cuanto menos, cómplices con un engaño o inmersión artística. O, quizás, lo que sorprenda verdaderamente es la desatención a esta cuestión, la ingenuidad e incluso frivolidad de todo ello: el que no exista una autocrítica sobre este problema, una reflexión genuina sobre este ejercicio propio de transmutación y transvaloración.
La actitud mesiánica de Büchel, que salvaguarda lo invisible y lo ubica en primer plano, con la espectacularización que ello requiera para generar más impacto, se parece a la de quien rescata al extraviado, a quien se compromete con un naufragio y su falta de lugar (en la memoria, el territorio, el imaginario colectivo), pues trabaja siempre después de la tragedia, poniendo el dedo en la llaga, reubicando en el espacio y el tiempo aquello que no le es propio a un contexto específico. Su lugar como artista solo es tal por la negatividad profesional que connota su trayectoria artística: una decisión perpetua y consciente de actuar, investigar y trabajar a contrapelo, allí donde y cuando no se le espera, hasta que esta actitud empieza, claro, a resultar algo un tanto previsible. Su actividad artística responde a una pulsión muy clara: introducir en el lenguaje del arte, bajo el mantra del compromiso político sin frenos, aquello que no le es del todo propio (o mejor dicho, aquello que no pareciera muy común en el white cube), sacando una rentabilidad por ese propio movimiento que consiste, al mismo tiempo, en una transacción simbólica y económica.
Imaginémonos que repetimos una historia tantas veces que acaba pareciéndose a ella misma, después de un tiempo. La insistencia siempre fue el camino para la diferencia. El empeño aburrido por llegar a ninguna parte. El empeño aburrido siempre fue la más divertida de las experiencias. Mentira: en ocasiones simplemente resulta aburrido, nada más. Imaginémonos una historia que se repite junto a otras, a su lado, y que se contagia de sus anécdotas, que se contamina de los otros relatos y deja de decir aquello que decía antes para decir otra cosa imprevista. Así debieran ser todas las historias interesantes –así lo son, creo–. Así debieran contarse. Imaginémonos una historia que se convierte en farsa de sí misma pero que acaba por suplantar a la historia de la historia. Imaginemos todas las historias del mundo y sublimemos aquello que comparten, hasta únicamente dejar las ascuas de aquellas llamitas del pasado. ¿Cuántas palabras necesitaríamos para hablar de ellas? ¿A cuántas frases quedarían reducidas?
«La historia se repite dos veces: la primera como tragedia, la segunda como farsa», decía Karl Marx, al inicio de El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Esta repetición de la historia que propicia Büchel al reconstruir instantáneas habitables del pasado del palacio Ca’ Corner della Regina ciertamente se manifiesta con el lenguaje de la farsa, con la gramática del absurdo y lo lúdico, pero también del engaño e incluso la decepción. Una visita a la muestra, que necesariamente comienza con la perturbadora sensación del extrañamiento y maravillamiento por lo incomprensible y apabullante de la experiencia estética, se va truncando, con el paso del tiempo, el conocimiento de información sobre el proyecto y la indagación meticulosa, en una suerte de desinfle o desilusión al comprobar los acuciantes problemas de la puesta en escena.
Si bien Büchel consigue ciertamente escenificar una memoria estratificada de la sede que la muestra ocupa y, sobre todo, sorprender y cautivar al visitante (gran e indudable logro de Monte di Pietá), el espectador más curioso quizás acabe con un regusto extraño en la boca. La estetización fragmentaria y empeñosa de la muestra pone al mismo tiempo de manifiesto varias cuestiones: la imposibilidad de la propuesta por impactar en lo real de manera genuina, al desistir de plano en la activación social o la puesta en movimiento del pasado, removiendo las formas sociales y vidas pretéritas de este palacio solo como bella y perfecta pantomima; la tristeza por un pasado perdido al que solo se puede volver revisitando sus apariencias, rescatando sus historias y anécdotas; y, finalmente, cabe destacar una idea o comprensión personal de la naturaleza del arte (la perspectiva y hacer creativo de Christoph Büchel, ya manifestado en muchos otros contextos), quien entiende la labor artística como un ejercicio de rescate, recuperando las balsas naufragadas en el mar de la memoria para cristalizar esos objetos y recuerdos al amparo del sistema artístico. De nuevo, la belleza sirve como coartada, la farsa como estrategia, la polémica como recurso y el intercambio de lenguajes como motivo de fricción estética: lo real se incrusta en lo artístico, pero no hay camino de vuelta.
La mentira requiere de un conocimiento concienzudo de quien la prepara. Nada que ver con la ignorancia, con la imprudencia, el desconocimiento. Las mejores de las mentiras conocen más del mundo que cualquier otra cosa, pues deben negarlo con firmeza, fuerza, inteligencia, abriendo una grieta en el mundo, escribiendo un relato plausible, verosímil, auténtico. La mentira dice de la verdad que bien pudiera ser otra cosa todo lo que conocemos, que no es necesaria esta segunda, o no del todo, que todo podría haber sido diferente –y dice cómo, y hace ‘como si’–. La mentira abre un hueco allí donde no había un espacio preparado para el germen de nada, allí donde no se la esperaba, donde no había hueco ni posibilidad de ahuecamiento. La ficción es una mentira que revela parcialmente su irrealidad al mundo y ofrece la posibilidad de otro mundo distinto, difícilmente alcanzable, habitualmente deseable. La ficción no tiene vergüenza. Entre la ficción y la mentira se tambalea el eco de una voz escondida que dice haber ido a otra parte. Qué difícil convocar al mismo tiempo ficción y mentira en el arte. Qué difícil dejarse arrastrar por la fuerza de la mentira, sin caer en la cuenta. Recurrimos a la verdad por falta de inteligencia, de destreza, y la belleza está en cambio en otra parte.
Quizás sorprende también la sumisión temporal o solapamiento pretendido de la muestra con la propia Bienal de Arte de Venecia. Mientras que aparecen mensajes velados pero directos contra la celebración de este evento por lo que supone a nivel político, climático y urbanístico para la propia ciudad y su gente, como «La Biennale è fascista» (se exhibe la intervención de Gastone Novelli, quien escribió con una brocha dicha afirmación detrás de una de sus obras en la Bienal de 1968) o «the Venice Biennial must end now» (sentencia recogida en un manifiesto del siglo pasado aparecido en la planta baja), la exposición acompaña pretendidamente en el tiempo a la bienal, casi como una muestra colateral, si bien se vendiera en parte como todo lo contrario –como un «daño colateral»–, como un mapeado crítico de las formas mercantiles que adopta el ser humano en la modernidad y posmodernidad para generar plusvalía, poder y deuda, también a través del arte, la cultura y sus diferentes manifestaciones y representaciones.
Expresa en su totalidad el proyecto de Christoph Büchel la imagen de un organismo implosionado –el palacio como metáfora literal, la sociedad capitalista como espectro ampliado–, de un vómito incontenible que ha sido dispersado por las diferentes salas, abarrotadas, barrocas, desbordadas de objetos, referencias, mensajes subliminales, elementos interconectados. El palacio regurgita sus entrañas más profundas y saca de dentro todo aquello que fue y que de alguna manera sigue definiendo a ese espacio –su historia, por lo menos–. Se trata también de un vómito la muestra en la medida en que el artista ha removido y agitado con tesón una pluralidad de malestares socioeconómicos hasta eyectarlos finalmente bajo la forma de coágulos y cúmulos grumosos. Esta vomitona viene como resultado de una comilona previa, la del artista, que plasma una investigación quizás demasiado ambiciosa, demasiado dispersa y plural, que, si viene seduce al visitante, no acaba de quedar del todo clara en su mensaje, aspiraciones y horizontes de intelección. Ese regurgitar tan exacerbado de Büchel, al sacarlo todo fuera y ofrecerlo todo a la vista, genera una imagen del derroche difícilmente asimilable para el visitante, al tener que confrontar una cantidad innumerable de obras de arte históricas y contemporáneas y documentos relacionados con la historia de la propiedad, el crédito y las finanzas, el desarrollo de colecciones y archivos para la creación y significado de riqueza real o artificial.
La imagen quizás más clara de esta devolución aparece en la tercera planta, en una sala contigua a la central, que contiene todos los registros de las transacciones de la sede del Monte di pietá de Nápoles, donde se recogen las millones de páginas, a través de tochos descomunales, que especifican el quién, cuándo y qué de todos los intercambios realizados durante la existencia de esta entidad. La totalidad como estrategia creativa, sin ambages, requiere en el caso de Büchel de un empeño tan gigantesco que acaba casi resultando inverosímil, incluso sublime. También el juego entre lo anecdótico-singular y la sobreabundancia, lo nimio-banal y la radical relevancia del detalle, la opacidad y la transparencia con la que se muestran a la vista los objetos, escondiéndose en su multiplicidad, rozándose y contaminándose en su desjerarquización más absoluta, resultan métodos y estrategias muy acertadas en el proceso de investigación, creación y exposición de Monte di Pietá.
Obras de arte, documentos, vídeos, artefactos, libros…, todo ello fluctúa en el palacio como un cúmulo de detritus, de trastos con un valor puesto en duda, en suspensión, en cuestión; en algunos casos con la apariencia de joyas preciosas, en otro como mierdas o extrañas reliquias. El palacio, como organismo putrefacto, saca de sus entrañas todo eso al mismo tiempo, demostrando las dolencias de una ingesta que viene de tiempo atrás. Bajo la apariencia del caos, los objetos se deslizan unos sobre los otros en los montones de ropa y de artefactos insólitos, al mismo tiempo que también las salas conducen en un viaje venturoso al visitante, que no da crédito a cada paso que da, escapando a cada instante de una realidad constantemente alterada e inestable en la muestra, trastocando así constantemente el orden sensible de la experiencia estética experimentada.
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Convirtamos ahora para terminar el deslizamiento en una manera de huir del texto (o de abrirlo a otros horizontes, de conducirlo a otros ‘lugares comunes’), en una suerte de excurso o excursión del lenguaje. En 1970, Michel Foucault sucedió a Jean Hyppolite en el Collège de France, donde se hizo cargo de la cátedra de historia de los sistemas de pensamiento. El orden del discurso fue su lección inaugural. Pronunciada el 2 de diciembre de 1970, esta lección se ha convertido en un libro al que volver una y otra vez para pensar desde distintos ángulos.
Hoy, un mes después de mi viaje a Venecia, rememorando aquel deslizamiento venturoso al Monte di Pietá de Christoph Büchel, me deslizo entre las primeras páginas de aquella lección magistral como si se tratara de una magistral lección de comisariado, como si en efecto consistiera en una invitación a imaginar otras posibilidades para la curaduría, otras maneras de habitar el espacio expositivo, de acceder a él –quizás deslizándose, a través del juego, el deseo, la sorpresa–.
Imagine ahora el lector que, al hablar de discurso, cuando enuncia y escribe «discurso», Foucault estuviera refiriéndose a la exposición, a una exposición posible, por-venir –a fin de cuentas, no tiene por qué haber tanta diferencia–:
En el discurso que hoy debo pronunciar, y en todos aquellos que, quizá durante años, habré de pronunciar aquí, habría preferido poder deslizarme subrepticiamente. Más que tomar la palabra, habría preferido verme envuelto por ella y transportado más allá de todo posible inicio. Me habría gustado darme cuenta de que en el momento de ponerme a hablar ya me precedía una voz sin nombre desde hacía mucho tiempo: me habría bastado entonces encadenar, proseguir la frase, introducirme sin ser advertido en sus intersticios, como si ella me hubiera hecho señas quedándose, un momento, interrumpida. No habría habido por tanto inicio; y en lugar de ser aquel de quien procede el discurso, yo sería más bien una pequeña laguna en el azar de su desarrollo, el punto de su posible desaparición.
Me habría gustado que hubiese detrás de mí con la palabra tomada hace tiempo, repitiendo de antemano todo cuanto voy a decir, una voz que hablase así: «Hay que continuar, no puedo continuar, hay que decir palabras mientras las haya, hay que decirlas hasta que me encuentren, hasta el momento en que me digan –extraña pena, extraña falta–, hay que continuar, quizás, está ya hecho, quizá ya me han dicho, quizá, me han llevado hasta el umbral de mi historia, ante la puerta que se abre ante mi historia; me extrañaría si se abriera».
Pienso que en mucha gente existe un deseo semejante de no tener que empezar, un deseo semejante de encontrarse, ya desde el comienzo del juego, al otro lado del discurso, sin haber tenido que considerar desde el exterior cuánto podía tener de singular, de temible, incluso quizá de maléfico. A este deseo tan común, la institución responde de una manera irónica, dado que hace los comienzos solemnes, los rodea de un círculo de atención y de silencio y les impone, como si quisiera distinguirlos desde lejos, unas formas ritualizadas.
El deseo dice: «No querría tener que entrar en este orden azaroso del discurso; no querría tener relación con cuanto hay en él de tajante y decisivo; querría que me rodeara como una transparencia apacible, profunda, indefinidamente abierta, en la que otros respondieran a mi espera, y de la que brotaran las verdades, una a una; yo no tendría más que dejarme arrastrar, en él y por él, como algo abandonado, flotante y dichoso». Y la institución responde: «No hay por qué tener miedo de empezar; todos estamos aquí para mostrarte que el discurso está en el orden de las leyes, que desde hace mucho tiempo se vela por su aparición; que se le ha preparado un lugar que le honra pero que le desarma, y que, si consigue algún poder, es de nosotros y únicamente de nosotros de quien lo obtiene».
Pero quizás esta institución y este deseo no son otra cosa que dos réplicas opuestas a una misma inquietud: inquietud con respecto a lo que es el discurso en su realidad material de cosa pronunciada o escrita; inquietud con respecto a esta existencia transitoria destinada sin duda a desaparecer, pero según una duración que no nos pertenece, inquietud al sentir bajo esta actividad, no obstante cotidiana y gris, poderes y peligros difíciles de imaginar; inquietud al sospechar la existencia de luchas, victorias, heridas, dominaciones, servidumbres, a través de tantas palabras en las que el uso, desde hace tanto tiempo, ha reducido las asperezas.
Pero ¿qué hay de tan peligroso en el hecho de que la gente hable y de que sus discursos proliferen indefinidamente? ¿En dónde está por tanto el peligro?