Me he sentado en un café con un hilo musical acogedor. Puse el título y, aunque nadie lo aprecia ahora, la primera O de este texto se fue alargando en el papel para engullirlo. La vi extenderse como un agujero negro, así que escribí deprisa, antes de que desapareciera el blanco. Ensarté líneas de color azul que no tenían ningún efecto. Se puso fea la página y como no sabía la solución escribí de nuevo: Osvaldo Lamborghini. Paró el agujero negro, sobrevivió una franja blanca. Parece ser que su nombre es una apertura y un cierre, como si fuera un signo de programación, pero sin límite. En la urgencia, mientras desaparecía el papel, lo asimilé a un conjuro, a un rito.
La reseña engullida mencionaba cómo había conseguido el libro, cuyo título aparece al inicio y que publicó Ediciones Chinatown en Buenos Aires. A finales de mayo fue mi cumpleaños e invité a Miguel a tomar algo. «Intento, pero vuelvo de Barcelona tarde». Lo que significó que no pudimos encontrarnos en ese momento. Sin embargo, a mediados de la semana siguiente, cuando junio ya discurría, me llegó un mensaje para vernos. El día que me dijo me presenté en su calle, en su estudio, en su biblioteca. Como si se tratara de “una sobremesa familiar”, estuvimos hablando un rato hasta que me dio un regalo. «He estado trabajando en la edición de este libro». Me alcanzó Destreza del Desesperado, una antología de textos de Milita Molina publicada en la editorial Cántico. Era el segundo libro que me regalaba de ella, sucesora de OL (no puedo volver a mencionarlo por completo) en lo literario. ¿Por qué fuiste a Barcelona?, le pregunté un rato después. Me invitó con un gesto a acompañarlo a una pequeña habitación que hacía de estudio. «Me traje esto». Delante de mí, configurando un horizonte propio, se disponían varias bolsas cerradas y un par de láminas protegidas. «Son los últimos cuadernos de OL y lo que quedaba de su obra plástica; me lo llevo a Argentina la semana que viene». Sólo podía tocarlos él, así que le pedí que me enseñara alguna libreta. Estuvimos mirando: anotaciones en cuadernos fabricados a mano, láminas, separadores de colores, dibujos a lápiz, pinturas de cuerpos, rayones, fragmentos transcritos. Entonces el juego del día cambió, se convirtió en algo lúcido como un recorte. Hablamos y bebimos hasta bien entrada la noche. Nos deshicimos bajo esa presencia. Tengo el recuerdo clavado, como si pudiera empezarlo siempre.
No volvimos a vernos hasta noviembre, aunque mantuvimos la correspondencia. En un movimiento improviso, después de cenar con Ana y José, me notifiqué ante él con una prosa breve y áspera: estoy en los alrededores de tu estudio. Nos invitó a casa a beber. Subimos cervezas que luego nos tomamos. Martha Argerich al fondo, en los altavoces: una reverberación tenue, de acompañamiento. En algún momento, quizá debido a mi insistencia porque lo había visto publicado en Argentina, me alcanzó un ejemplar de su libro, sin dejar de fumar con un gesto de confianza y cariño. Esa misma noche, de madrugada, ya en casa, José, Ana y yo empezamos su lectura. Nos embebimos.
Ya se acabaron los límites, vuelvo a abrir el agujero negro. El Osvaldo Lamborghini, de Miguel Vega Manrique, es un libro que atraviesa tres niveles: la vida del narrador, referencias a la vida y obra de OL y unas anotaciones sobre lo encontrado en los archivos de OL. Es un libro que pretende un afuera. Sigo pasando las páginas de los poemas. Llevo dos semanas en las cien últimas. Fumo. Cuando pueda saldré de ahí. Pero que acaba por volverse hacia un Otro, que es un sí mismo. Por eso no consigue sacarse nunca las voces de la cabeza, como menciona a lo largo del texto. El pequeño diario es un espejo de dos vidas que tienden a confundirse, a integrarse una en la otra; estos dos niveles son concomitantes. El tercer nivel, el archivo, aún relacionándose, tiene su propia entidad.
Atravesamos y acompañamos al narrador en Buenos Aires, en Madrid y en Barcelona durante un año. Allí sus aventuras, sus manoseos, sus alteraciones del orden, sus lamentos, su amor, su cariño, sus psicóticos, sus putos, sus fiestas. Nos detenemos en su procedimiento, en su obsesión compulsiva por Osvaldo Lamborghini, que no es otra cosa que una lectura, una profunda lectura. Un detenimiento, una parada. No se deja arrastrar sino que se absorbe, algo que hoy es difícil mantener porque estamos atosigados de novedades y necesidades. Fabricar para / dejar atrás / siempre armar / un interrogante / sembrar la duda / un cuaderno. Recojo referencias pero sin acotarlas, porque el libro no está foliado. Es un descubrimiento, un continuo en el que la lengua no descansa.
Cuando llegamos a los primeros libros siempre lo hacemos con una expectativa linda. Y luego la sorpresa. Yo llegué con una sequía de lectura, pero este libro subterráneo me devolvió las ganas. En cierta forma, la lectura en su contorno espera a veces libros así, libros que devuelven las ganar de entender, de leer, de fascinarte. Libros que te alejan de ti. Y lo consigue porque es un ritmo, una forma de respirar que pasa y queda. Furiosa. Y uno se va perdiendo ahí dentro y dejando de ser hasta que los trazos más íntimos son ya otra cosa. Pero esta anotación sobre lo que deslumbra es un castigo. El narrador lo menciona. Entonces, ¿dónde queda el gesto íntimo? ¿Qué te sostiene? Dice: no reescribir nada. Si la vida no se puede, resuena en un sueño profundo y desierto. No leí jamás antes de esta luz, de este texto. Eso significa ¿algo? Aparte de que hay una luz que se da en el tono.
Aparecen también las conversaciones, las referencias, los chismes. Aira, Fogwill, Perlongher, Wajsman, Savino. Lo que intenta es reescribir una nada. A la que se entrega cada vez con mayor avidez, como si repasara esa espiral hasta conocerla de memoria. Poco a poco se aisla, se aleja del encuentro. Carga su soledad hasta la literatura. La adicción está aquí: ahí. No había otra forma de escribir que fuera menos invasiva, que le permitiera reconocer sus restos.
Me voy de este fraseo que no se olvida, que no se consume. Exhalo o inhalo, da igual. Me aferro a los objetos, que es otra literatura, una posibilidad nueva que se abre. ¿A dónde llego? Cae el sol de la mañana, pegado a la ventana, repaso estas palabras que son suyas, que me aguantan.