El placer de no ver
Hay ocasiones en las que es propicio mentir, sobre todo si estamos en medio de una conversación encendida. Los temas van enlazándose, el diálogo se llena de referencias conocidas y de pronto alguien menciona una película que no has visto. Es entonces ahí, el momento en el que un título salta como una chispa capaz de prenderlo todo, cuando mentimos. Se puede hablar de películas que no hemos visto por pudor, por vergüenza, por falta de autoestima, por miedo o por megalomanía. Son muchas las razones de la mentira y todas parecen válidas en estos casos: hay que salvar la comunicación.
Hablar de películas que uno no ha visto es más común de lo que parece. Así se escriben notas de prensa e incluso algunas críticas de cine. Es lo extraordinario del cine como fenómeno social. Paradójicamente, el texto que más he releído, sobre todo cuando salgo de ver una película y tengo que escribir sobre ella, habla de películas no vistas. Se trata de El traveling de Kapò de Serge Daney. Durante años consideré aquel texto, que comenzaba con la frase «entre las películas que nunca vi…», el eje central de mi pensamiento crítico. Así, si algo se salía del dogma portátil que propugnaba, tendía a despreciarlo o a negarle la existencia visual: nunca vería Kapò (Gilo Pontecorvo, 1959), la película que Daney destrozaba en aquella crítica de Trafic por “abyecta” sin haberla visto, no me interesaba la aparente banalización del dolor que, según el crítico, se mostraba allí, en la escena en la que Emmanuelle Riva, que interpretaba a una prisionera de un campo de concentración, moría, y la cámara se acercaba a ella intensificando la belleza del gesto. Aquel texto no consiguió acabar con los movimientos de cámara abyectos, pero sí fue el origen de muchos movimientos críticos que lo imitaron; un artículo sobre películas no vistas marcó a toda una generación de jóvenes aficionados al cine: nos hizo más conscientes de lo que veíamos, pero también más propicios al repudio fácil, a la sonrisa burlona y a la desconfianza antipática y egoísta. Nos impidió muchas conversaciones, nos animó a interrumpirlas.
El acercamiento ético al fenómeno cinematográfico es legítimo y rentable. Dicha aproximación supone un cuestionamiento no solo de ciertas películas, sino de los propios medios de expresión de un arte plural que aúna criterios de evasión fantástica y modelos de objetividad documental. La “ética cinematográfica” requiere una actitud holística que dificulta el análisis y el juicio crítico, y que para algunos pervierte la distinción básica entre ética y estética en la que descansa cierta parte de la pureza contemplativa contemporánea. Daney decía buscar más imágenes justas que bellas, porque el cine no estaba para crear belleza, sino para obedecer la justicia interna de sus propias leyes de representación. La ética cinematográfica funcionaría así como una máquina del discernimiento moral, que elegiría qué imágenes son amorales, qué imágenes son inmorales y que imágenes son justas; estas últimas sentarían precedente y llenarían las salas (y los ordenadores) de modelos justos de representación y acercamiento a la realidad, sirviendo de fundamento casi místico al juicio crítico. Se persigue el orgullo de no ver. Para la cinefilia moderna, ver cine es prepararse para el rechazo, el momento en el que cerrar los ojos se convierte en una actividad provechosa. Es cierto que elegir no ver también forma parte del acto de ver.
Prefiero una crítica cinematográfica asentada sobre esta dialéctica de la mirada al reseñismo romo y acomodado que satura los suplementos culturales; sin embargo, no puedo ceder tampoco a la frivolidad que enmarca un sistema crítico-cinéfilo según el cual fuera del esquema de criterios de distinción sedimentados entre imágenes abusivas o justas, certeras o falsas, impuras o límpidas, está todo dicho. Gracias al desarrollo del formato digital —y no me refiero solo a la mecánica de las plataformas digitales que ha detonado el régimen de cine en sala, sino a la emancipación de la pantalla y la cámara— el cine se encuentra hoy en una expansión sin precedentes cuyos caminos sin imprevisibles. En estos momentos no necesitamos ni una crítica agresiva que replique el tono irreverente de Cahiers ni una crítica condescendiente que haga de la brevedad impuesta un trono acomodaticio y no una virtud de estilo: la crítica, como modo de ver el mundo, ha de ir perfilándose conforme este cambia. Y el cine está cambiando. Una crítica cinematográfica comprometida con las apuestas contemporáneas debería buscar la coherencia externa de las imágenes encapsuladas en las películas con las producciones inconscientes, amateurs, del mundo real.
La puesta en abismo y el palo de selfie.
En un formidable ensayo publicado en 2003, Georges Didi-Huberman, parafraseando una cita hiperbólica de Godard, afirmaba que la relación que mantenemos con las imágenes del horror (cuyo paradigma es el Holocausto) marca las pautas de la relación que mantenemos con las imágenes en general y con los demás. La conciencia del sufrimiento ajeno fue lo que llevó a Daney a despreciar el travelling de Kapò, aunque aquel dolor fuese figurado, representado por una actriz: una muerte falsa que anclaba su compromiso en el cine y no en la realidad que pretendía denunciar. Era impreciso hacer bello el dolor. Algo parecido pensaba Claude Lanzmann, el cineasta judío que dedicó diez años a recoger testimonios de supervivientes de la shoah. Con ellos construyó una película monumental, de nueve horas, que eludía cualquier reconstrucción, optando por el reconocimiento de la memoria y la negación de la representación. En los años 90, tras la muerte de Daney, llegaron a la cartelera películas como La lista de Schindler o La vida es bella, que Lanzmann atacó duramente en la prensa.
Se ha discutido mucho, muchísimo, acerca de la representación cinematográfica del Holocausto. Se ha dicho que el acercamiento mediado por la ficción a los hechos reales constituye una forma de banalización, se ha negado cualquier figuración; también se ha dicho que no se trata de eso, que se trata de coherencia, de responsabilidad y, sobre todo, de forma. No cabe duda de que el horror reconducido como imagen modela nuestro conocimiento del pasado, pero nuestra relación con las imágenes no es simplemente la de meros espectadores pasivos: también somos productores de imágenes.
En 2016 el cineasta ucraniano Sergei Loznitsa decidió pasar un tiempo en el campo de concentración de Sachsenhausen, situado cerca de Berlín. Loznitsa buscaba hacer una película allí, pero su idea no era elaborar una construcción, sino convertir el espacio en el grado cero de la representación. Loznitsa descubrió que aquel lugar, además de ser un terrible recordatorio de la deshumanización, era una fábrica de imágenes. El resultado fue Austerlitz, un controvertido documental que recoge tomas largas de turistas en el campo de concentración. Al cineasta le preocupa cómo el espacio que Alain Resnais había retratado vacío en 1955 —Noche y niebla, una de las primeras películas sobre los campos de concentración— se había ido llenando de cuerpos, y cómo el motor que los impulsa a reunirse allí es una mezcla de curiosidad y confusión. En las imágenes que toma Loznitsa, sin embargo, no podemos adivinar si los visitantes van allí por deseo, por miedo, por voluntad de saber o por obligación —ya sea educativa o una obligación autorreferencial, la que obliga a cumplir las expectativas con uno mismo y sus quebradizos principios morales—. No es cine sociológico. Loznitsa contempla, se separa, no atiende a encuestas.
Austerlitz plantea muchas preguntas, pese a no enunciar ninguna: ¿qué es una visita ejemplar? ¿es posible un turismo éticamente responsable (con la memoria, con el medio ambiente, con la localidad)? Vemos una sucesión de imágenes que funciona, como un todo, por acumulación. Se ha denunciado su falta de neutralidad, su fijación por los turistas irrespetuosos. Pero lo cierto es que, al contrario que en la imagen de Kapò, los planos de Loznitsa no están forzados: son tomas abiertas en las que asistimos al discurrir de los visitantes. ¿Qué no dicen las imágenes que graba Loznitsa? ¿Acaso dicen algo sobre nosotros, sobre nuestra forma de relacionarnos con la historia? Al observar a personas haciéndose selfies en un campo de concentración, enseguida pasamos del plano estético al plano moral —si es que esta separación es total y no va de la mano—: somos espectadores que, mediados por la mirada del cineasta, vemos a otros produciendo imágenes. Sin embargo, esto no forma parte de la ética cinematográfica sino de la ética como disciplina. El acto de mirar y el acto de producir una imagen son radicalmente diferentes, pero también lo es el acto de retratarse a uno mismo. Es más: retratarse a uno mismo es ampliarse, producirse uno mismo.
Los problemas éticos de la fotografía, que parten del hecho de que «encuadrar siempre es excluir», tal y como dijo Susan Sontag, pueden aplicarse a los documentales de guerra o a las reconstrucciones de ficción, pero que poco tienen que ver con el caso que nos ocupa. Porque los selfies no son fotografía, son post-fotografía.[1] Cambian la manera de concebir la fotografía: del esto ha sido (ça a été) barthesiano al allí estaba yo. Los turistas que entran en Sachsenhausen buscan compartir una experiencia, se anticipan a la enunciación espontánea del «yo también estuve allí». Parece que no es necesario advertir de que esto ha pasado, como hacían los cuadros de Ceija Stojka: se toma como algo ya sabido de antemano. Se olvida el esto ha pasado y se sustituye por el yo estuve donde esto pasó, yo estuve allí. Eso, al fin y al cabo, es el turismo: convertir el sujeto en predicado, trastornar el sentido; el eso se convierte en el allí. ¿Es posible el entendimiento del sufrimiento si el lugar del horror se predica del yo? Si nos preguntamos por qué un campo de concentración es una parada en las vacaciones de turistas, tendremos que asumir que la remembranza es un pre-requisito para la acción: es lo anterior, lo a priori de la acción. Quizás Asuchwitz o Dachau también formen parte, sin distinción, del itinerario de viaje. El turista americano que llega a su casa y pone en la televisión todas las fotos del viaje, mostrando así que él estuvo allí, predica los sitios de él. Se crean así millones de archivos personales, privados, que siguen edificando la imagen del campo de concentración.
En definitiva, quizás las secuencias que graba Loznitsa sí nos dicen algo: nos invitan a preguntarnos si la imagen es un acto que cambia el curso del comportamiento o si el comportamiento precede a la imagen. Esa cuestión, quizás irresoluble, debería estar en el punto de mira del cine contemporáneo. En tanto que arte de la imagen (y, por tanto, de la imaginación) y de lo real, habría de atender al archivo privado que se viene construyendo en las últimas décadas de turismo extremo y postfotografía, esa ampliación lenta de la memoria que, aunque no lo parezca, va moldeando un nuevo imaginario colectivo en torno al terror, el amor, los afectos, el miedo, la culpa y la pasión: los grandes temas del cine. Godard siempre condenó al cine por no haber estado presente en los campos de concentración, por haber fallado a la historia. En ese momento, el cine se convirtió en un medio de expresión sin expresión, que solo quedaba vacío como medio. En ese vacío introduce Loznitsa nuestras propias imágenes. Una puesta en abismo. No es necesario ni siquiera el cine, ya hay suficientes imágenes.
[1] Término propuesto por Joan Fontcuberta en La furia de las imágenes (2016).
Este texto fue publicado hace tres años, en marzo de 2021, en Revista Contexto (CTXT) con el título «El selfi y el nuevo cine».