Hay un epigrama helenístico, en el tomo XII de la Antología palatina, que dice: «si al verlo, extranjero, ardientes deseos no te han dominado, en verdad dios o piedra eres». Anne Carson lo cita a propósito de la estructura triangular del poema famoso de Safo (ese que empieza: «me parece igual que a los dioses aquel varón…»). El epigrama, supuestamente atribuido a Meleagro, introduce una curiosa estructura triádica que pone en relación entre deseo y visión, estando esta última siempre innegablemente asociada con la divinidad. Esta misma estructura es la que Susan Sontag, exasperada por los excesos hermenéuticos de sus colegas críticos, intentará recuperar a mediados de los años sesenta, con la intención de intimidar a la mirada exegética y recuperar un cierto eros.
En Contra la interpretación, Sontag parte de una consideración: el arte no debería necesitar defensa. Si necesitamos una defensa del arte es porque lo estamos reduciendo a paradigmas únicamente representativos, y esta defensa es la que «engendra la singular concepción según la cual algo, que hemos aprendido a denominar «forma», está separado de algo que hemos aprendido a denominar «contenido», y la bienintencionada tendencia que considera esencial el contenido y accesoria la forma». La equiparación total o casi total entre obra de arte y contenido es lo que acaba generando la distancia, y finalmente la anestesia sensitiva. El contenido genera la exigencia interminable de la interpretación, y la interpretación genera la hipertrofia del contenido. Ambos se compenetran en un bucle irrefrenable.
La interpretación tiene sentido, sugiere Sontag, como mecanismo de conservación y continua reactualización de textos: en el fondo, la interpretación moderna hermenéutica es un trasunto de la exégesis bíblica, viene a decir. Pero el problema está en el «moderno estilo de interpretación», pues este sugiere una solemnidad constante inabarcable, un «desprecio declarado por las apariencias», que alcanza, para Sontag, en los epígonos de Marx y Freud su máxima expresión, la de los contenidos latentes versus los contenidos manifiestos. No es, por tanto, una lucha contra la interpretación en sí sino contra la interpretación existente en su época, ortodoxa, asfixiante y conservadora, que «envenena nuestras sensualidades». Mientras que el arte expande el mundo —en términos ontológicos, epistémicos, sensitivos—, la interpretación al uso lo achica: «interpretar es empobrecer, reducir el mundo, para instaurar un mundo sombrío de significados. Es convertir el mundo en este mundo».
La interpretación es un mecanismo de domesticación de la obra de arte, cercano a la anestética, algo que busca moldear la obra hasta desproveerla de sus capacidades sensitivas y con ello vincularla a ciertos paradigmas de legibilidad o ciertos discursos ya previamente existentes, «convierte al arte en artículo de uso, en adecuación a un esquema mental de categorías». Pero es el cine, sostiene Sontag, lo que mejor cristaliza la superficie unificada, el mensaje directo, que rehúye de la interpretación, ya que en el cine es imposible encerrar un significado: «en las buenas películas existe siempre una espontaneidad que nos libera por entero de la ansiedad por interpretar»; y es que por mucho que el cine (de Bergman) se empeñe en el simbolismo, los elementos que hacen del cine cine (la luz, el encuadre, la sofisticación de la imagen) rehúyen la interpretación.
Más allá del tremendo diagnóstico, Sontag propone una solución: «lo que se necesita es un vocabulario —un vocabulario, más que prescriptivo, descriptivo— de las formas». Solo una crítica consciente de sus límites exegéticos, pero sin miedo a la interrupción del sentido de la obra, y comprometida con la sensualidad de sus objetos, será capaz de reencantar al eros. Pero ¿en qué sentido al llamada a ver más, oír más y sentir más de Susan Sontag es incompatible con la economía actual de la imagen? ¿Cómo recuperar la crítica a partir de aquí?
Toda esta tendencia se relaciona con la insatisfacción de la mirada. Por eso Deborah Nelson (2017) define el trabajo de Susan Sontag con respecto a la fotografía como anestética, en el juego de palabras entre la anestesia y la estética: una ciencia de la sensibilidad que habría perdido su compromiso con esta, su relación con el cuerpo. Cuando Sontag escribió su texto, aún no había llegado la revolución digital, ni se hablaba de posfotografía o iconofagia, y se puede decir que el mundo de hoy está aún más plagado de imágenes, y que esta tendencia es a priori irreversible. Cincuenta años después, es necesario reelaborar la tesis de Sontag sobre la erótica y la forma con lo que tenemos ahora, que es una hiperabundancia que nos obliga a tomar distancia, a desconfiar de las imágenes, pero no a rechazarlas. La pregunta por la abundancia sugiere que activemos de nuevo la pregunta por el deseo de las imágenes, ¿o es que con esa abundancia no podemos hacer algo bello? Sontag acierta al entender, fuera del discurso apocalíptico, que la abundancia no es el límite de la imagen sino el comienzo de otra mirada. Desde ahí es donde debemos construir una nueva crítica en tensión. Dice Andrea Soto Calderón (2020): «Una erótica no asume lo existente como algo que está ahí disponible para interpretar, sino que eros es el movimiento, el empuje hacia la forma, empuje-hacia-el-darse-forma, empuje que nunca es del todo cumplido».
EROS ES FORMA
En el texto de Sontag, hay una bella confusión entre forma y apariencia. Pero ¿qué tienen que ver la forma y la apariencia, la apariencia y la superficie? Para preguntarnos por la forma de las imágenes, es preciso hacer una distinción entre la forma y lo formal. Nos apoyamos aquí en la descripción que hace David Lapoujade (2018) de la filosofía de Étienne Souirau. Escribe Lapoujade: «Lo formal es lo que organiza las formas, lo que estructura sus relaciones de manera arquitectónica. De una manera general, se puede decir que la forma es el principio de organización de las materias mientras que lo formal es el principio de estructuración de las formas». En términos visuales, se ha entendido generalmente que lo formal era el medio, aquello que transporta la materia, que sería la imagen televisiva, pintada o cinematográfica, y cuya dimensión ontológica dependería directa y explícitamente del medio. Soto Calderón (2020), sin embargo, defiende que desarticulemos esta diferencia radical con el objetivo de pensar las imágenes más allá: «si dejamos de comprender la materia como algo que es modelado por la forma, para entender que forma y materia acontecen procesualmente, entonces hemos de revalorar las relaciones que establecemos con la técnica». Así, apostar por la performatividad (esto es, no por la teoría de la imitación, no preguntarse a qué imitan las imágenes, sino qué generan, comprender relacionalmente las imágenes) pasa por entender «cómo se forma una formación»; pensar la imagen como forma es pensarla eróticamente, pensar en la sensibilidad y el deseo. El deseo como forma, que se traslada a la imagen no necesariamente como aquello que se ve sino como una intensidad, una suerte de tensión. Y esa es la tensión que hemos de recuperar con la crítica y lectura de las imágenes.
Pero desear las imágenes no está reñido con censurarlas críticamente, o incluso detestarlas. Anne Carson escribe, leyendo a Safo, que «el deseo no es ni habitante ni aliado del que desea. Extraño a su voluntad, se impone de manera irresistible desde fuera. Eros es un enemigo. Su amargor debe ser el sabor de la animadversión, es decir: el odio». Del mismo modo, Freud escribió en El malestar de la cultura, a propósito de la santidad y el «amor a la humanidad» como principio general, que eros es de naturaleza discriminadora. No existe el eros universal porque cometería injusticia con sus objetos al no poder discriminarlos. Es, la de Freud, una tesis controvertida, pero que genera la tensión necesaria con la crítica que necesitamos para hablar de la erótica de las imágenes, sobre todo para no caer en una confusión terminológica, pues en la proposición de una erótica de las imágenes no hay una exigencia a amarlas, sino a reconocer que todo desplazamiento de imágenes tiene más que ver con el deseo que con el conocimiento. Esto viene remarcado por la cuestión formal, porque la imagen nunca se agota —la inagotabilidad es, para Gottfried Boehm, uno de los rasgos sustanciales de toda imagen—, es una hybris que no se deja domesticar por el intelecto.
Ahora bien, ¿podemos aprovechar la producción masiva y democrática de imágenes para reencantar el eros? Esto pasaría por aprovechar los cambios en la sensibilidad que posibilita esa producción masiva, pero también por reconocer la doble naturaleza del eros, dulce y amargo, y el principio de discriminación. Ciertamente hay imágenes que duelen, imágenes que humillan, imágenes que nunca deberían haber estado ahí. Reencantar el eros no pasa por liberar ingenuamente a todas las imágenes, sino por el compromiso con los principios de discriminación. Preguntarnos por qué unas imágenes nos generan más que otras, cuestionar su dimensión formal: esa es la erótica que necesitamos. Eros viene posibilitado por la discriminación, por la fuerza persistente e incansable que logra fracturar siquiera momentáneamente el régimen organizador visual. La imagen pertenecería orgullosa al reino de la apariencia, como deseó Sontag.
Pero, además de la compulsión, lo que marca nuestra relación contemporánea con las imágenes es algo que también está relacionado con el eros: es el desaliento, en cierta medida lo contrario al eros. Porque, podríamos decir, siguiendo a Sontag, que la influencia de la hermenéutica, la tiranía del significado, han producido un desaliento de la imagen. Ese desaliento con respecto a la imagen es muchas veces contestado desde la propia imagen. Es el caso del cuadro de Pere Borrell del Caso en el que un personaje intenta escapar de la crítica y del marco, de imágenes como la muñeca Annabelle, que despierta a la vez el deseo y su antagonismo (el rechazo, entendido desde el miedo) en quien la mira. Ambos casos de imágenes vivas que imponen sencillamente porque rompen el tejido de la costumbre, porque alimentan la destrucción de los principios organizativos de nuestro hacer cotidiano con las imágenes. Pero también hay imágenes que insisten en el desaliento: sin ir más lejos, las muñecas amish, con su falta de expresión producen una repulsión en los ojos acostumbrados al exceso, logrando justamente su cometido formal, pues están creadas sin rostro y sin expresión para eliminar toda ambición humana, para desalentar la vanidad. Y, en tanto que muñecas de trapo, generan una relación afectiva (todo peluche es un catalizador afectivo), un cierto eros. Siempre nos vamos a encontrar con esta contradicción triangular al hablar del eros, jusatmente porque eros escapa a toda determinación.
La firmeza analítica, el obsesivo despliegue formalista, desalienta no solo la imagen, sino la mirada. La imagen nunca está determinada: la determinación es algo que le devolvemos a la imagen.