Proximidad e inminencia

Las últimas seis películas de Pedro Almodóvar tienen en común no un tema, sino una exploración. Todas, pero sobre todo Extraña forma de vida y La habitación de al lado, profundizan en la noción de compañía: dos personajes que compartieron algún tipo de relación en el pasado (y que se cuenta, a lo sumo, en flashbacks fantasiosos) se reúnen en su madurez y exploran nuevas formas de reconocerse. A partir de esa premisa, Almodóvar exprime formalmente la unión. En Extraña forma de vida, como argumenté aquí, había toda una erótica del espacio: se trataba de evocar el acto sexual a partir de la conversación encendida de los dos protagonistas en una mínima habitación, intentando anular la sensación de profundidad en el plano, derivándola así al movimiento. Y en La habitación de al lado, también los espacios resultan definitivos: no solo inciden simbólicamente en la lógica del cuidado y el acompañamiento que evoca también el título, sino que sirven de coartada (a Ingrid en su testimonio final ante el policía) o de refugio para el duelo y la comprensión final (todo lo que rodea a la hija de Martha), pero Almodóvar exprime aún más las posibilidades del encuentro que en Extraña forma de vida. Martha e Ingrid se acarician poco, se tocan poco. En general, resalta las posiciones inclinadas del personaje de Moore (la posición de la comprensión, puede ser) frente a las posturas del personaje de Swinton, cercanas más a la rectitud. El encuentro físico se produce, sobre todo, a partir del momento en que las dos se unen en la cama, lo que podríamos considerar el encuadre «justo» de la película, o al menos el más buscado.

Y entonces, sí, de ahí en adelante, Martha puede recitar el final de Dublineses recostada en las piernas de Ingrid, y no tumbada a su lado como hizo antes en el bosque. Encuentro formidable el proceso de maduración que la película alcanza hasta lograr el encuadre preciso de los dos rostros, cómo hasta entonces los espacios que ellas habitan parecen ajenos (desde la lejanía de sus cuerpos que caracteriza a las escenas rodadas en el hospital hasta la extrañeza con la que miran la ciudad por última vez desde el apartamento de Martha). Cómo Almodóvar espera e intima con los espacios hasta lograr el encuadre perfecto, cómo espera que este llegue a su debida hora y desencadene entonces el desenlace esperado. Antes de eso, antes de conseguir el encuadre perfecto, Almodóvar y Font (montadora desde Dolor y gloria, y cuyo trabajo necesita ser puesto en valor) juegan a desubicar las conversaciones del espacio, a convocar elementos pasados, a desatender a las lógicas del plano contraplano. Destaca, en este sentido, la escena del coche de la súbita vuelta a Nueva York, en la que jamás se miran: la conversación se dirige al frente, y ellas están más lejos que nunca, expresando quizás la segunda oportunidad que ve Ingrid en el viaje, su desconfianza en la decisión de Martha, es una fría escena «de confesión», y Almodóvar sortea el dramatismo gracias al movimiento del vehículo y a la carretera, que estructura la profundidad de sus miradas.

La primera imagen que Almodóvar nos ofrece de Martha está comúnmente más asociada a la muerte que a la vida: un primer plano casi cenital de su cara iluminada, con los ojos cerrados. La última imagen de Martha, a pesar de su dramatismo, rezuma bondad y esperanza, el cuerpo de Swinton se disuelve en la hamaca, donde fue feliz, y la escena acaba con un fundido luminoso, fruto de la unión de los colores del vestido y el tapizado. Ya desde el inicio, Almodóvar va deslavazando el lenguaje asociado a la muerte y la pérdida de un ser querido. Esa descomposición es lo que realmente posibilita que la película avance con una total armonía entre la búsqueda formal del encuadre justo y la exploración del terreno del cuidado y el acompañamiento. Y esa ruptura de las lógicas del plano contraplano, que germina en aquella escena que comparten Antonio Banderas y Cecilia Roth al inicio de Dolor y gloria, alcanza aquí la espontaneidad, cuando hacia el final de la película llega la hija de Martha y los roles se invierten, en esa secuencia en la cocina del piso superior en la que Ingrid le ofrece café, como imitando el rol de Martha, y ella acepta y sus miradas parecen no coincidir en la lógica del montaje, quizás porque se están dirigiendo al espectro de Martha, pero ya da igual, es natural, porque la intimidad se ha logrado, bajo otras lógicas, construidas autárquicamente por la propia película, y no en relación con una gramática exterior. En cierta medida, me recuerda a aquello que apunta Jun Fujita Hirose cuando habla del cine de Ozu:

Para Ozu, lo que importa no es la cuestión de saber si las miradas se cruzan o no, sino más bien la de saber si los dos planos acoplados conservan entre sí un equilibrio composicional (…) El verdadero contraplano para Ozu no es, por lo tanto, simplemente el que fija al otro desde el rente, sino el que repite en sí mismo la misma composición visual que se establece en el plano al cual se acopla el contraplano. Para el cineasta japonés, la justeza no es una cuestión de mirada, ni de flujo, sino de resonancia: dos existentes solo se comunican entre sí cuando entran en una relación de resonancia puramente óptica o totalmente visible, a través del «equilibrio composicional».

Almodóvar está aquí menos preocupado por las lógicas de la composición, pero sí trastoca esa gramática para explorar al milímetro las ramificaciones de lo que llamamos proximidad o cercanía. No es una constante en la película, pues la escena del interrogatorio policial se acopla perfectamente, en términos de composición, ritmo e incluso entonación, a las reglas academicistas de planificación. Es así cómo Almodóvar y Font logran un compuesto orgánico, una película que respira, que mantiene las constantes vitales, que, a pesar de lo trágico, encuentra sus puntos de apoyo en la fascinación por el movimiento (acelerado) del mundo. Como cantaba Spinetta, en una canción cargada de futuro, «todas las hojas son del viento / ya que él las mueve hasta en la muerte».

Si la proximidad es el elemento espacial que compone La habitación de al lado, la inminencia es el temporal. Por supuesto, ambos van de la mano. Pero la inminencia hace que el tiempo «político» (el tiempo medido por el trabajo, por el calendario, también el tiempo marcado por los médicos) se anule, y sea prácticamente imposible saber cuántos días pasan Ingrid y Martha en la casa, porque Martha, abrazando ya la espectralidad, se independiza del tiempo. Es el canto de los pájaros, la brisa y la luz (impresionante es la escena en la que Ingrid se despierta al alba, encuentra la puerta cerrada y, revolviendo en los cajones de la cocina, se hace de día) lo que marca el paso de un día a otro. Es de agradecer que la película no reproduzca un mensaje machacón sobre la sencillez de la vida y su relación con el disfrute antagónico a los ritmos de la ciudad y el capital, pues Almodóvar es perfectamente consciente de que todo es posible gracias a lo excepcional del trabajo de ambas. La inminencia, también presente en los discursos apocalípticos del personaje interpretado por John Turturro, abre la posibilidad para la transformación y la esperanza. Porque Martha no desaparece, o al menos no lo hace su mirada: el monólogo final demuestra la pervivencia de la mirada de Martha, que es la mirada de Joyce, de Huston y de todos aquellos que intimaron con la muerte, pero no resolvieron con arrogancia su misterio.

«Proximidad» e «inminencia» son conceptos con gran cercanía semántica, casi sinónimos. Pero el vínculo afectivo entre Martha e Ingrid se (re)genera en la articulación del carácter espacial del primero con la expresión temporal del segundo. Cuando aún cabe alguna esperanza vital para Martha, esta llena sus conversaciones de historias del pasado, como si el recuerdo fuese a propiciar en Ingrid una mayor cercanía. En esos controvertidos flashbacks, Almodóvar libera algunas de sus pulsiones, nos deja ver en ciertos destellos (la bolera, la cafetería) cómo sería una película norteamericana y almodovariana, recupera cierto humor, se permite jugar con el color y los cuerpos. Pero cuando la muerte se torna inminente, los flashbacks desaparecen, y también las alusiones al pasado. Es imposible saber a partir de entonces cómo vive Martha el tiempo, si se trata de una cuenta atrás o de un basto flujo con mínimas iteraciones. Paradójicamente, Almodóvar hacer de la muerte algo sencillo (que no simple). Porque la muerte está presente en la aparente intrascendencia de esos flashbacks, en la dispersión que generan los cristales de la casa, en el cuadro de Hopper y en la película de Huston, en el acto de regar las plantas, de remover incansablemente los documentos guardados durante décadas en un cajón, en la nieve y en la luz. Es sencillo, y a la vez extraordinariamente complejo, como la trayectoria de una hoja que, ya caída, arrastra el viento.

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