Sobre ‘La instancia subversiva’ de Carolina Meloni

Este sábado 8 de marzo, en la manifestación, le regalé a mi amiga Maria un libro por su cumpleaños. «Te he condenado a cargarlo todo el día», le dije entre risas, «así que si quieres nos lo vamos turnando». Lo que en un primer momento parecía una condena fue cargándose de sentido y empecé a pensar que, en realidad, todas las compañeras llevaban un libro refugiado bajo sus abrigos y chubasqueros, como también debía llevarlo Gradiva bajo su túnica mientras paseaba.

Algunas no vinimos al mundo con un libro bajo el brazo sino tuvimos que ir, poco a poco, creando y surcando un huequito entre axila y torso. Pico y pala fui(mos) haciendo crecer la cavidad, no solo en tamaño sino también en complejidad, y sin que ésta respondiera a ningún molde ni intencionalidad, como por azar, algunos libros empezaron a adaptarse mejor al contorno del recién nacido hoyo. Las siluetas coincidían a la perfección, se amoldaban sin forzar, en mi caso, cuando se trataba de libros escritos por mujeres y disidencias. 

Así es como me convertí en feminista leyendo. Con esto no quiero decir ni que leer a ciertas autoras te convierta en feminista ni que solo puedas ser feminista si conoces detalladamente la literatura y la teoría feminista. Afirmar una u otra excluiría una cantidad tal de realidades…  Pero yo me convertí en feminista leyendo, no puedo contarlo de otra forma, y esto significa que, a lo largo de todos estos años, he ido amando con mayor o menor intensidad a diferentes escritoras en las que pienso con emoción cada 8M.

Al referirme a un amoldamiento no forzoso de ciertos libros a mi agujero tomo prestado de Sara Ahmed su descripción de cómo las instituciones «se forman por medio de las acciones habituales de los cuerpos» y, a su vez, los cuerpos se forman por medio de la pertenencia a las instituciones. La realidad está dada, dice, al convertirse en fondo, al darse por sentada. A la vez que la forma de nuestro huequito nos hace amar/acoger con suavidad determinadas cosas, la cavidad se edifica mediante una historia personal de amores/elecciones. Nuestro cuerpo es formado y formante al mismo tiempo —Catherine Malabou diría que es plástico. 

Y si la dedicación a la literatura y la filosofía feminista es un darle forma a un hueco formante mediante una orientación amorosa hacia ciertas escritorias y citas, hay algo muy excitante en asomarse al espacio entre la axila y el torso de otra para después dirigir la mirada al propio y descubrir que se asemejan. Esto me sucede con Carolina Meloni. Quise pensar que las cavidades de todas aquellas paseantes estarían revestidas de paredes parecidas, que hablarían la misma lengua –¿o, en mi caso, yo hablo la suya o querría ser capaz de hablarla o de caminar tras ella?–, y que estimarían como yo lo hice esos días  La instancia subversiva. Decir lo femenino ¿es posible? (Akal, 2025) que es el libro que, entre una y otra, Maria y yo portamos este sábado por las calles de Madrid.

La instancia subversiva es un libro exigente y precioso, filosófico y bello, una combinación a la que la autora ya nos tiene acostumbradas. Y es que el diálogo con el tipo de escritura que pensadoras como Luce Irigaray, Hélène Cixous o Monique Wittig llevaron a cabo en los años 70 y 80, está presente mediante la exploración con el sonido, la grafía o el ritmo del lenguaje con el objetivo de instituir formas-otras. Lo que en ese momento se dio por llamar la escritura femenina, vuelve en este texto sin desvinculación posible de la sexualidad, la clase y, especialmente, la raza: premisas-otras. Lo que se busca es entonces lo otro, que a la vez cimiento excluido, del (blanco y misógino) edificio metafísico. Debemos estar preparadas para presenciar en este texto —con entreactos, hendiduras y rajaduras incluidas—, nos advierte Meloni, una «contra-trama» (p.18).

Lo femenino es la herramienta que permite pasear por la tradición y rastrearla a través de la pregunta por la exclusión, ya que por ello no se entiende ni una esencia ni una marca biológica, sino el nombre que se le ha otorgado repetidamente a una «alteridad indigerible» (p.22) o «suerte de no-ser» (p.23) para la filosofía que, por supuesto, guarda también un tipo de relación empírica con las mujeres pero no menos con otras opresiones como la raza o la clase. Se trata, en definitiva, de un nombre para todo aquello que «se sitúa siempre abajo, frente, a la erección y ascensión de la masculinidad hegemónica» (p.22). Y, por tanto, un nombre que encierra también una promesa que la autora apoda instancia subversiva. En un momento en el que el constructivismo se revela necesario pero insuficiente, la propuesta afirmativa del texto es todo un regalo.

Poemas, mitos, relatos, escritos y tragedias de la literatura universal (sic) abren las diferentes reflexiones sobre el mirar unívoco de la tradición –a la que sería deshonesto no encontrarle excepciones como Nietzsche que, aunque excepcional con el martillo, desafortunado de nuevo respecto a lo femenino. De la poesía de Parménides y sus yeguas, que le muestran dos caminos irreconciliables, aletheia o doxa, verdad u opinión; al rechazo de la inclinación en la caverna platónica, que es la matriz y tierra tan oscura como húmeda de la que cabe salir cuanto antes para alcanzar la rectitud iluminada; hasta la caída de Tales al pozo. Como nos recuerda Platón en el Teeteto, Tales tropieza porque ensimismado por el más allá es incapaz de atender a lo(s) que tiene más cerca, incluso sus próximos y vecinos pasan desapercibidos para su conciencia. Lo que todas estas narrativas tienen en común es que muestran una subjetividad filosófica que es 

ante todo, un yo autosuficiente. Necesariamente, este proceso de liberación de las tinieblas llevará aparejado la negación de aquello que lo retiene en la cripta. Comenzará así el menosprecio por la materialidad del cuerpo, de la carne y la vida. La mirada se vuele atemporal y distante, escrutadora y clarividente (p.41)

Sin embargo, en todos ellos, un otro se anuncia. Como la esclava tracia que ríe tras la caída al pozo de un patético Tales.

Las ruinas y escombros que deja la construcción de ese edificio metafísico son, para Meloni, justamente el rincón hacia el que debemos dirigir la atención. El archivo existe, aunque imperceptible y lo femenino viene a decir ese recóndito exceso: de materialidad, por un lado, y de emocionalidad, por el otro. La escoria o el resto sugieren y prometen a través de sus propuestas:

Del exceso de materialidad al materialismo espectral. El cuerpo es un espectro de la filosofía. El materialismo espectral que propone la autora es, por supuesto, un materialismo en el sentido marxista de historización de las categorías y análisis de las condiciones materiales del poder pero, sobre todo, un materialismo que señala la ausencia del cuerpo, especialmente si es en su condición vulnerable, y la desaparición del cuidado y las condiciones heterónomas de la reproducción de la vida. Hystéra, matriz, cueva, útero o caverna: el cuerpo feminizado es investido desde el inicio de nuestra tradición de una materialidad extrema de la que es indispensable huir para que se dé el encuentro con la libertad. 

Del exceso de ruido a los murmullos y desarmonías. La muerte del hombre más justo no la llora nadie y no porque estuviese falto de compañía sino porque se redujo deliberadamente el espacio del duelo a aquellos que no lloran, no se lamentan y no pierden los estribos. Sócrates excluye a Jantipa de compartir sus últimas horas con él porque su tristeza estridente, su desconsuelo, desentona con la última conversación filosófica que espera el maestro (Fedón, Platón, 60a-d). El llanto de Jantipa es solo un ruido ininteligible. Nuestra tradición filosófica-política asegura que el dominio sobre uno mismo es la condición primera y necesaria para la gobernabilidad: la que carece de disciplina y autocontrol será dominada por otros. De ahí, como sabemos, que la ciudadanía griega se caracterice por un tener andreía –valentía, coraje, fortaleza o masculinidad. La autora, en cambio, nos convence para escuchar el murmullo y la desarmonía.

De la mano de los espectros y el rumor, La instancia subversiva insite en teorizar

desde todo tipo de lugares antiteóricos por definición, como pueden ser los afectos, los pliegues corporales, la piel herida y manchada, los detritus y la mierda […] ensueños, pensamientos mágicos, cotidianos, experiencias dolientes, amorosas, sexuales […] pensamos desde la vulnerabilidad más extrema(p.119) 

Cuando Catherine Malabou afirma que la posibilidad de las mujeres es la imposibilidad de la filosofía se le suele devolver la pregunta «¿acaso no eres tú una filósofa?» –aunque separadas por veinticinco siglos, Sojourner Truth podría sonreír casi con el mismo sentido y tono que la esclava tracia al escuchar esta contestación. ¿Acaso no es Carolina Meloni una filósofa? Si lo es, es sobre todo porque permite seguir siéndolo ante el escándalo que debería suponer ya hoy darle la espalda a esas otras genealogías -no solo androcéntricas, insiste, sino también occidentales.

Esta transfilosofía, como la apoda Meloni, no busca una salida inclusiva de la otredad sino la potencia de la bastardía en un momento de recrudecimiento del neoliberalismo, en el que algunas de estas antiguas y excretoras premisas, filtradas por un supuesto e imaginado estoicismo, circulan con un uso político perverso.

Seguir siéndolo aunque nunca lo hayamos sido significa cambiar el sentido del seguir. Derrida en su libro La tarjeta postal socava el orden clásico de la filiación: si tradicionalmente el hijo sigue al padre, seguir –afirma– también puede significar preceder:

Todavía no me he recuperado de esta catástrofe reveladora: Platón detrás de Sócrates. Yo, siempre lo supe, y ellos también, me refiero a esos dos. Qué pareja. Sócrates le da la espalda a Platón, quien ha hecho que Sócrates escriba lo que él quería mientras pretendía recibirlo de él (Derrida, La tarjeta postal)

Seguir entonces puede ser una forma de anticipación. Si queremos continuar creando cavidades abiertas, entre axila y torso, en las que se siga pensando filosóficamente pero desde otra subjetividad filosófica cabe escarbar con herramientas parecidas para que Cavarero le dé la espalda a Kant, Lorde a Hegel, Wittig a Descartes, Galindo a Foucault o Crenshaw a Freud, pero sobre todo para que se encuentren detrás de ellos haciéndoles decir contra su voluntad. De la forma más sensacional posible, Carolina, desde y contra la tradición, constituida y excluida por/de ella, abre e impulsa ese seguir-preceder que hace decir lo imprevisto por la propia tradición y por el que todavía cabe transitar y pisar mucho para que se convierta en camino.

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