I’m twenty-seven and I don’t know who I am,
But I know what I want.
Emily I’m Sorry – Boygenius
No sé mucho de cine. Mi acercamiento al cine tiene más que ver con la literatura —el imaginarme las imágenes a través de las palabras— que con la imagen grabada en sí. Supongo que es porque soy más dada a que yo forme una parte activa imaginación, a una especie de egoísmo que hace que sea mi fantasía la que crea la imagen mentalmente. O a que soy incapaz de concentrarme y con un libro por lo menos estoy haciendo algo con las manos. Soy incapaz de estar sentada dos horas frente a una pantalla: da igual la historia que sea, necesito estar moviéndome, muevo las manos o las piernas porque necesito estar haciendo varias cosas a la vez, aunque no sea consciente de qué parte del cuerpo estoy moviendo ni para qué. Solo así consigo concentrarme, por eso también recurro a la literatura —en papel, no me vale tampoco una pantalla—.
Para que vea una película debo tener muchas ganas de hacerlo, aunque sepa que sea mala. Es decir, tiene que cubrirme una necesidad. Ya lo he dicho antes, mi acercamiento al cine es egoísta, pero ese egoísmo nace a su vez de una necesidad. Necesito alejarme de la realidad y, por lo tanto, creo una necesidad, un deseo tan egoísta que lo llamo «necesidad». Para alejarme de la realidad necesito imágenes e historias que no tengan mucho que ver con mi propia realidad, y no tanto con la realidad en sí.
Por eso, cuando empecé a ver Frances Ha hace unos meses, me resultó dolorosa. Me dolió verme reflejada en la protagonista, Frances, que ni tenía un trabajo estable ni un proyecto de vida hacia su futuro. Varias veces la paré en días distintos, preferí seguir haciendo otra cosa que hacerme daño. Pero ya en septiembre decidí terminarla —con el móvil en la mano, cómo no, necesitaba estar dando golpecitos con los dedos sobre algo—. Y me encontré con una historia que me dio un beso en la frente, que me puso una mantita por encima: a pesar de la precariedad y de los matrimonios que no dejo de ver a mi alrededor o en círculos cercanos, no pasa nada por haber cumplido veintiséis años y no tener un trabajo fijo, un piso propio, una relación romántica, una noción de lo que significa la estabilidad. Al menos sé lo que quiero para mí, o a veces lo sé, que parece ser bastante. Esta idea se la comenté a Adrián Viéitez hace unos días, a lo que me contestó que él ya era un poco mayor de más para que le consuele el personaje. ¿Soy demasiado niña para tener veintiséis años? Frances tiene veintisiete. La mayoría de mis amigos rondamos esa edad —incluido Adrián—. El valor que tenía la película para mí se había resquebrajado un poco en ese momento, creó una fosa pequeñita que me hizo pensar en que yo ya no era demasiado pequeña para que me hiciera sentir bien una película por no tener la vida ni remotamente solucionada, por no saber qué será de mí en unos meses y que, en el fondo, no pasara nada. Porque sí pasa. No lo sé. Me encantaría saberlo. Me encantaría saber si, en el futuro, podré salvarme un poco de lo que la norma espera de mí.
¿Las historias que mi egoísmo me pide tienen relación con la necesidad de sentirme a salvo? ¿En que la fantasía y las imágenes me salvaguarden de lo que hay después del fin de una historia?
También caí hace una semana en ver la película Sylvianian Families: el regalo de Freya. La película me ofrecía lo esperable: la madre de Freya actúa en el Festival de las Estrellas, que coincide con el día de su cumpleaños, y todavía no tiene ningún regalo para ella. Tan simple como eso: una hora y media de un conejo chocolate que, con sus amigos y vecinos de la Aldea Sylvania, intenta solucionar el problema, el único problema que me gustaría tener. ¿Qué puede hacer Freya para demostrar su amor? Presentación del problema, intentos de solución, solución final, desenlace y moraleja. Supongo que el amparo repara en que la historia no presente ninguna novedad, una nula profundidad de los personajes, una preocupación que realmente no lo es. Mi necesidad se ve más que cubierta. Pero ¿en qué se parece a Frances Ha? ¿En que los problemas se solucionan? ¿En que esa solución, a pesar de la profundidad del problema, alivia al espectador? ¿En que consigue engañarlo durante un tiempo determinado?
A pesar de mi egoísmo, me contento muy rápido. Al final el egoísmo es una capa muy fina, si rasco un poco está el anhelo de querer entregarme a la imagen. «¿Pero no crees que te lo ponen muy fácil?», recuerdo que Juan Gallego Benot me dijo después de ver La quimera a propósito de un Josh O’Connor vestido de lino y hablando en italiano. «No, he pagado por lo que quería ver», respondí.