¿En qué consiste ser madrileño? ¿Qué es eso de “vivir a la madrileña”? Durante años creí que madrileño era aquel que renegaba con cariño de Madrid. Una de las señas de identidad de Madrid es que nunca se ha querido a sí misma. Lo cantaba con recelo Olga Ramos, diva del cuplé, lo decía Almudena Grandes: a los madrileños «todo les parece poco, todo mezquino, todo sucio, todo demasiado viejo o demasiado moderno»1. Es fácil, y no hace falta ser un experto en historia de Madrid, darse cuenta de que esta, nuestra capital, carece notablemente de una identidad cultural reconocible: ni el chotis, ni los barquillos, ni la Virgen de la Paloma ni la anticuada zarzuela ni el último cuplé. Madrid tiene un intento de símbolo doble, el oso y el madroño, que se viene asociando al territorio desde el siglo XIII, pero cuya estatua en bronce, seriamente colocada en la Puerta del Sol, data de los últimos años del franquismo. El oso (que es una osa) es un fracaso en toda regla, y su historia, a pesar de los aparentes tintes de leyenda fundacional, es desconocida para la mayoría de los madrileños, urbanitas que no hemos visto ni un oso ni un madroño en la vida.
La imagen histórica de Madrid no está asociada a nada; el pasado árabe se imprime en el nombre incluso de la patrona, la Almudena, pero el centralismo de la virgen, que nunca ha calado en los barrios populares, la convierte en un símbolo que despierta desinterés y apatía. Al estar construidos los barrios del sur, los más poblados, por y para inmigrantes —de España y el extranjero—, conservan aún esa pluralidad aglutinante de referencias culturales, de vírgenes latinoamericanas, bares murcianos y tascas andaluzas que evocan la idea de Madrid como sitio de paso, si bien este paso dura toda una vida laboral, e incluso se desvanece con la creación de una familia. Quien no habite ese Madrid del inmigrante en el que la identidad de la ciudad se sustituye por la del barrio —o por la de un trozo del distrito, como sucede en Orcasitas— o por la de un equipo de fútbol, sin duda lo conocerá: es, mitos y barrios ricos aparte, el único Madrid posible. No es Madrid una ciudad forjada en el ensimismamiento colectivo; tampoco un lugar en el que el tiempo se mida con relación a la cercanía de las festividades: en Madrid todo es orgullosamente ordinario. Eso posibilita la efervescencia cultural. Se abren así miles de posibilidades nuevas, si bien ninguna de las cuales llega a suponer un cambio antropológico, que dotan a la ciudad de ese ritmo tortuoso tan apasionante como difícil de aguantar. Los años 20 serán los años decisivos para el futuro de la ciudad, como lo fue la década que se iniciaba hace un siglo.
Ante la falta de símbolos, tenemos un cuadro de Velázquez —que nació en Sevilla— que se yergue como evidencia comunitaria no por su devoción sino por su rápido reconocimiento. Hablo, cómo no, de la joya del Museo del Prado: Las meninas. El cuadro se nos presenta a todos, desde niños, como la imagen de la Cultura. Menina significa, en el ámbito popular, cultura. Y promover la cultura, en el vocabulario político, siempre es bueno. Y eso ha decidido el Ayuntamiento, promover la cultura sacando a las meninas a la calle. Pero no nos engañemos: no es que la menina salga “del cuadro a la calle”, no: la menina cae desde arriba —digamos, desde el despacho del excelentísimo en Cibeles— al tuntún, y tan vistosa y aleatoria nos mira desafiante con las dos manos apoyadas en su arquetípica cintura. La pose intenta figurar y producir identidad. ¿Lo logra?
En Madrid tienen su origen pocas cosas: el cocido, la parpusa, Cortylandia y el adjetivo «hortera». Este último, tan inasible, tan escapista, tan popular, es una de las pocas cosas específicamente madrileñas que han pasado a formar parte del imaginario colectivo. No es en absoluto una coincidencia que la horterada, en sus inicios asociada al menestral o mozo de la villa, haya sufrido una expansión semántica tal como para captar en su sentido la esencia estética de Madrid. Solo hace falta darse un paseo por las lindes de Gran Vía para comprobarlo. La semana pasada vi allí mismo una menina con casco de moto.
Las meninas están, son, viven entre nosotros. Se reproducen. A veces desaparecen en verano, y con la caída de las hojas de los plátanos de sombra vuelven a Madrid, como si el desnudo arbóreo que trae el otoño, indudablemente unido a la tristeza y la melancolía, hubiera de ser contrarrestado por algo más, algo colorido y férreo que nos evite mirar las precarias ramitas del arbolado madrileño. Y llegan, proliferan, y se quedan. Lo que nació como una aparente oportunidad para que «artistas emergentes» pudieran mostrar públicamente sus habilidades plásticas ha acabado convirtiéndose en una forma de comercio e incitación al consumo que sorprende por su evidencia y literalidad: meninas de La Tagliatella, meninas de los 40 Principales, del Burger King, meninas de Lenovo o de Ane Igartiburu, de Boris Izaguirre; meninas que te obligan a cruzar la calle, a detener el paso, a estar atento.
A pesar de su insipidez material, la menina madrileña no soporta el peso de la producción industrial que la sostiene, y busca conscientemente la originalidad: si hubiera dos meninas absolutamente iguales, la magia artística se perdería. El artista, convertido en patrocinador, es lo que diferencia a una menina de otra. La menina madrileña ancla nuestra predisposición estética: la pintura es el acompañamiento del diseño, la forma artística es solo soporte. Las meninas persiguen una educación estética esquelética, hortera, mercantilista. Son el culmen y la celebración de lo ordinario made in Madrid: la celebración del vacío. Pero hay algo más grave: tras la usurpación del espacio público por parte de la menina se esconde un intento de despolitizar la cultura. El proyecto de las meninas pretendía incentivar a artistas emergentes; sin embargo, se trata de una financiación directa a empresas que colaboran con artistas, y la menina no se agota en su propio proceso de producción, no: está ahí para incentivar el consumo, fuera de las dinámicas de lo público. Las meninas son, en realidad, el primer paso estético hacia la privatización de la vía pública. El dinero gastado en cultura, la verdadera inversión, está supeditada al aparato corporativo que las meninas sostienen y patrocinan. Esa figurita cursi y reiterativa, que tantos selfies dispara, funciona como una extensión 3-D del anuncio de carretera.
Madrid es desorden, ruido, frenesí. El asfixiante 2021 ha generado en la ciudad un espantoso cambio de ciclo. Se hace imposible hablar ya de Madrid sin mencionar la libertad, el coche, las meninas. La ciudad que antes orgullosamente carecía de identidad ahora parece agotarse en una sola palabra; y la filiación identitaria, que siempre es algo normativa, produce antagonismos sociales. Madrid ya no es Madrid sino una imagen gritona y contaminada de Madrid, que encuentra en la proliferación de meninas —de las que uno, por más que lo intente, no puede escapar— su coartada estética. La recuperación de Madrid pasa por la desidentificación, que también se parece a la libertad. Pasa por la destrucción de las meninas.
· Nota: mientras escribía este texto, asistí al derribo del edificio más antiguo y emblemático de mi barrio, Puente de Vallecas. Los barrios populares de Madrid se quedan sin memoria.
[1] “El brillo y la cochambre: una teoría de Madrid”. En Luvina, número 89: “Madrid, Madrid, Madrid”.
Este texto se publicó en la página del Instituto de Estudios Culturales y Cambio Social el 27 de diciembre de 2021. La web original puede recuperarse aquí: https://web.archive.org/web/20211227114959/https://www.ieccs.es/post/teoria-de-la-menina