Ternura radical o por qué decir «holi»

Hablar es un acto político. No solo porque el lenguaje estructura el mundo en el que vivimos, sino porque cada palabra que elegimos, cada tono que adoptamos, moldea nuestras relaciones, refuerza o desafía jerarquías, abre o cierra posibilidades de encuentro.

En tiempos donde la velocidad y la agresividad parecen ser la norma —en redes, en el trabajo, incluso en nuestras propias militancias—, detenerse a pensar en el lenguaje como un espacio de cuidado es, a su manera, un gesto subversivo. Nos han enseñado a hablar para imponer, para ordenar, para ganar. Pero ¿qué pasa si hablamos para sostener, para tejer, para acompañar?

Desde hace siglos, la filosofía ha debatido sobre el lenguaje como herramienta de poder. Desde los sofistas hasta el postestructuralismo francés, pasando por Spinoza, hemos aprendido que el discurso no es solo un medio de comunicación, sino un dispositivo que puede construir mundos o clausurarlos. En el mundo contemporáneo, donde el neoliberalismo nos empuja a la competencia constante, el lenguaje ha sido instrumentalizado para disciplinar: se nos enseña a hablar de manera efectiva, a persuadir, a vender, a optimizar nuestras palabras en función de su impacto económico o productivo.

Pero el lenguaje es también una tecnología de lo sensible, un espacio en el que se inscriben nuestras formas de estar en el mundo. Hablar con cuidado no significa solo evitar la violencia explícita, sino también comprender el modo en que nuestras palabras afectan al otro. Es reconocer que el lenguaje no es neutro, que puede ser tanto una herramienta de explotación como un dispositivo de emancipación.

En las filosofías del cuidado, herederas de los pensamientos de Michel Foucault y que llegan hasta los de, por ejemplo, María Puig de la Bellacasa, el cuidado no es solo una cuestión privada o sentimental, sino una práctica ética y política. Cuidar de otro implica reconocer su vulnerabilidad, pero también su potencia. Y aquí es donde el lenguaje entra en juego: hablar con cuidado no significa suavizar o evitar el conflicto, sino asumirlo desde una posición ética que no busque la anulación del otro, sino su potencia.

Pensar el lenguaje como un acto de cuidado implica asumir que cada palabra lleva consigo una fuerza afectiva. Un tono de voz, una pausa, una elección léxica pueden marcar la diferencia entre una relación de dominación y una de mutualidad. En los espacios de activación política, pero también en la academia o en el uso cotidiano, la forma en que hablamos puede definir si un espacio es habitable o se convierte en otro lugar de violencia y exclusión.

Hablar con ternura no es hablar con debilidad. La ternura, cuando se vuelve un gesto activo, es una forma de resistencia radical. Frente a un mundo que nos exige eficiencia, productividad y desapego, la ternura es una interrupción del régimen de violencia. Y en el lenguaje, esta ternura puede manifestarse de múltiples formas: desde la manera en que corregimos a alguien sin humillarlo, hasta el modo en que pedimos las cosas sin recurrir a la exigencia agresiva.

La ternura no es evasión ni ingenuidad; es la capacidad de sostener la complejidad del otro sin reducirlo a un objeto funcional. Es la posibilidad de construir espacios donde el lenguaje no sea una trampa de poder, sino un territorio compartido donde la vulnerabilidad no se castiga, sino que se acoge y se transforma en fuerza colectiva.

Pensar en hablar con cuidado no es una cuestión más de ética individual, sino una instalación de sentido ético comunitario. No se trata solo de decir «por favor» o «gracias» (aunque estas pequeñas marcas también importan), sino de transformar las estructuras de comunicación en las que nos movemos. Se trata de preguntarnos: ¿cómo discutimos en los espacios habitados? ¿Cómo nos corregimos entre compañeres? ¿Cómo hablamos con quienes nos rodean cuando estamos frustrades, cansades, desesperades?

No se trata de evitar el conflicto, sino de sostenerlo de manera que no se convierta en destrucción. Porque si el lenguaje puede ser un arma, también puede ser un refugio. Y en un mundo donde todo nos empuja a la fragmentación, aprender a hablar desde el cuidado puede ser el primer paso para tejer nuevas formas de comunidad.

Así que sí, decir «holi» en lugar de «hola» puede ser una estrategia. Un «porfi» puede relajar un imperativo innecesario. Un «gracias, cielo» puede recordarle que no es solo un agente ajeno en nuestra vida, sino una presencia que merece reconocimiento relacional. Porque al final, lo que está en juego en el lenguaje no es solo la comunicación, sino la posibilidad de construir y habitar juntes otras alternativas.

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