Tina Barney: desear como ricos

En tu primer día de camarero en el hipódromo de Ascot, uno de los encargados del catering se acercará a ti y te preguntará por el tiempo. Si has trabajado en grandes eventos, te sorprenderá el gesto —es proverbial que los jefes de sala tienen muy poca paciencia—. Tal vez respondas rápido, con un elegante acento inglés —tal vez tu tía, filóloga, te hiciera aprenderte de memoria los monólogos de Shakespeare en la adolescencia—, tal vez tu camisa sea más blanca y tus pantalones más negros, tal vez el color de tu cara se acerque más al de la camisa que al de los pantalones, tal vez estés más recto que tu compañero de al lado, tal vez te hayas apuntado a este trabajo porque te viene bien el dinero, porque quieres ahorrar para poder viajar un poco y pagarte unas cervezas, porque trabajas sin tener que ganar dinero en realidad, porque tal vez tengas una beca de la universidad y alguien —tus padres, por ejemplo— pueden cubrir el alquiler si hace falta, y porque tal vez este trabajo —duro, sin duda duro, y largo, y mal pagado— te sirva para escribir un poema o, tal vez, en unos años, para comenzar una crítica de arte.

Y, entonces, tal vez te saquen de la fila en la que estáis los recién llegados en el tren de las 8:40 a. m., a ti y a algunos más, y os manden a eso que llaman boxes. Los boxes están situados en la primera planta. Abajo quedarán tus compañeros, a los que pondrán detrás de las grandes barras del salón central, donde se sirven muchas cervezas, algún que otro prosecco y, si alguna de las siete carreras que se anunciarán desde las 11 de la mañana hasta las 5 de la tarde se le da muy bien a algún ludópata, incluso una botella de champán con su correspondiente propina. Te despedirás de ellos tímidamente, porque sabes que no es justo y que ninguna de las razones por las que te mandan a boxes es una razón ética. Años después, ellos sacarán el tema en un bar de Londres. Te harán pagar la ronda como castigo. Aunque el sueldo base es el mismo para todos (8,25 libras por hora), tú ganas cuatro veces tu salario en propinas. Ellos, que atienden al pueblo llano, un pueblo llano con ínfulas y grandes sombreros, un pueblo llano racista y brexitero, pero llano en lo que a nosotros nos importa, no sacarán ni la mitad.

Los boxes son palcos privados en el nivel superior del hipódromo. Al contrario que en deportes de continuidad, las carreras no duran mucho y el espectador pasa la mayor parte del tiempo charlando, bebiendo y comiendo. En los boxes, el día de carreras no es más que un servicio continuo de restaurante, donde se cierran negocios y se organizan parejas, interrumpido solo a ratos por el sonido de un megáfono que anuncia la carrera siguiente. Los camareros de los boxes somos esenciales: no hay más de dos de nosotros por palco todo el día y atendemos todas las peticiones, damos conversación en el café y ayudamos a las señoras cuando sus maridos se han pasado con el champán (aquí no hay prosecco ni espumantes baratos). Se nos pide discreción, educación y solo hablar cuando se nos pregunte. Lo cumplimos muy bien, porque entendemos que se nos recompensará. En ocasiones, hasta anticipamos los deseos de los members. Es un espacio cerrado, con gente que cree tener derecho a todo (con gente que, de hecho, tiene derecho a la mayoría de las cosas). Se suele evitar la presencia de mujeres camareras en boxes.

Todos estos recuerdos, que guardo con cierta nostalgia, me vinieron a la mente cuando paseaba por la exposición que el Jeu de Paume de París le ha dedicado a la fotógrafa estadounidense Tina Barney. Barney, miembro de esa clase alta de la costa este conocida como WASP, dedica una gran parte de su producción artística a retratar a familiares y amigos en bodas, encuentros sociales y momentos de ocio. Aunque también fotografía a las clases altas europeas y termina trabajando en moda, la muestra incide, desde el título, Family Ties, en esta obra supuestamente íntima de su círculo cercano. El privilegio de poder fotografiar a superricos se junta con el privilegio económico y, en un primer vistazo, la muestra cautiva a muchos por esta suma de abundancia, estilo en el vestir y delicado exhibicionismo.

Las fotos están impresas en grandes formatos (Peter de Lory le enseñó a revelar en gran tamaño) y enmarcadas en paneles transparentes que crean un recorrido con huecos, a modo de maquetas de muebles de lujo. Aunque el Jeu de Paume tiene la arquitectura de un cubo blanco iluminado fríamente, el comisario de la muestra —y director del centro— ha logrado darle prestancia de gran salón a las salas al introducir estos simples paneles con peanas blancas: la visita se convierte en un paseo por grandes fotografías, lo que da un ritmo curioso a lo que se observa.

Hay imágenes de cotidianidad estival —como es bien sabido, los ricos no tienen invierno— que nos sirven para ubicar a la fotógrafa dentro de lo retratado, sin recurrir a esa figura típica del arribista que es tan útil en la literatura como poco práctica en la imagen.

Junto a estas fotos de aparente improvisación, aparecen otras tantas en las que la rigidez acerca a sus personajes al ridículo. Lo vemos de forma muy evidente en los hombres, orgullosos de sus sagas familiares (The Ancestor es quizá la más clara), o carentes de total autenticidad en la elección de trajes, posturas y, según adivinamos, gestos (The Suits, una obra muy temprana, es brillante como foto-espejo).

¿Critica entonces Tina Barney a su clase? ¿Es una especie de caballo de Troya comunista, nacida para odiar a sus familiares, para rechazar su poder?

La propia artista ha insistido en que su intención no es retratar a los ricos que la rodean, sino la complejidad de las relaciones familiares. Creo que no miente. Y siento también que la distancia que muchos de nosotros sentimos con las fotografías de Barney no es una irónica, ni está solo basada en la repulsión de los modos de vida de los millonarios. Aunque haya fotos casi violentas (la familia terrorífica de Las hijas y los cuadros de Picasso y Cézanne colgados por casualidad en el salón de una fiesta privada son mis favoritas por repulsivas), la estrategia de Barney recorre con una efectividad sin parangón toda la representación, desde aquellos que son retratados, a través las poses rígidas elegidas y de los salones tapizados, hasta llegar a nuestras miradas. En línea recta y sin intervención alguna, de forma totalmente vertical pese a estar frente a frente con las fotos: los personajes y la composición nos dan órdenes sobre cómo debemos observarlos. En algunas imágenes, además, las trampas se refuerzan con una elegante pincelada de erotismo, como en Los estudiantes, de su serie de personajes europeos. Qué guapos son los guapos, los que nos explican continuamente cómo serlo, los que explican nuestro fracaso estético cotidianamente y sin enfadarse. Claro que están amargados, que son infelices, que viven insatisfechos. Pero también eso pueden restregárnoslo por la cara.

Lo que nos resulta pensado, irónico o ridículo de su puesta en escena tiene que ver no con un lenguaje que se ríe de los ricos, sino con un encuadre asfixiante, voluntariamente rígido y autorreferencial. La foto principal de la exposición es muy significativa: Encargo familiar con serpiente nos enseña a esa familia tan consciente de sus símbolos que no sufre lo más mínimo al planear su broma —interna— y presentarse desde la extrañeza y, por qué no, también desde la perversión, que es algo que suelen disfrutar mucho las clases altas. A este tipo de estrategias que recorren las fotografías, en las que el delito de mostrarse a sí mismos debe ser compensado con una presentación teatral, el crítico David Rimanelli lo llamó en 1992 «un estudiado aburrimiento». La ironía, el descaro o incluso el pavoneo no son objetos de nuestra mirada, sino deseo expreso de aquellos que son retratados. Los vemos, por decirlo de otra forma, como ellos quieren ser vistos. En un contraste algo maniqueo, me viene a la memoria una fotografía de gitanos que hizo Jean Laurent en torno a 1860. Los rostros son también de aburrimiento, pero por la larga sesión de posado que requería la fotografía en el siglo XIX. Los gitanos de la imagen, en grupo, miran con distancia a la cámara, tal y como lo harán los ricos, pero la distancia aquí es impuesta por la cámara que retrata. No es un “encargo familiar”, sino un deseo del fotógrafo el que causa la foto, el que ordena los cuerpos y los clasifica (y solo quizá de acuerdo con las personas que posaban). Barney también ordena cuerpos, escoge composiciones, y los ricos se dejan hacer. El intercambio entre espectador y modelos también guarda algunas similitudes y más de una diferencia: la familia de la serpiente sabe qué buscan en ellos los que mirarán la foto y, en un arrebato de generosidad, se lo ofrecen, aunque con la condición de la distancia.

Los gitanos aprenderán de forma forzada, con la mercantilización orientalista, a adoptar una postura de modelos exóticos, guardianes del duende, bohemios, libérrimos y demás categorías que quiera imponer el deseo del espectador en ellos. Algunos harán de esa exotización su modo de vida, otros tan solo sufrirán la miseria de esta forma de mirar, impuesta y ajena. Los gitanos escogidos por Jean Laurent tal vez no sepan cómo mirarán su fotografía y no posen como deberían, pero pronto se les enseñará a hacerlo, así como se les enseñó a los gitanos de Essex para los documentalistas del Imperio Británico.

Los ricos, sin embargo, no necesitan esa educación. Los modales son suyos, las poses y el aburrimiento les pertenece. Me atrevería decir que nuestras miradas, ya sea de interés, repulsión o aspiración, también son arrendatarias de su voluntad. En este sentido, tal vez sea interesante recalcar que Tina Barney ha terminado haciendo mucha fotografía de moda, que es esa industria que dibuja el deseo de los que no se lo pueden permitir. De la misma forma que las imágenes de moda van destinadas a aquellos que no pueden comprarse lo que se anuncia, las fotos familiares de Barney buscan en el encuentro con el que no será nunca como ellos.

Había días que disfrutaba en Ascot. Me gustaba estar rodeado de gente elegante, poder escuchar sus discusiones de negocios, ver cómo se habitaba en un mundo lleno de orden. La ilusión no se desvanecía al llegar a casa por la noche. Jamás sería rico, pero me dormía feliz de saber que, en ese lugar del mundo, los ricos existían.

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