A veces me engancho en una canción y hasta que pasan unos días no logro salir. Trabajo en ella como si fuese una doblez de mí, o como si la canción fuese yo mismo. Me pasó estas semanas con The Frost, de Mitski, una canción pequeña y precisa. En concreto, he montado unos cuantos túneles por debajo del momento en el que escribe, y canta: «you’re my best friend / now I’ve no one to tell / how I lost my best friend». Y los túneles me llevan a otros sitios, a otros textos, a otras figuras del mundo.
Tomo los siguientes apuntes: en los citados versos de The Frost, se produce un doble movimiento. Por un lado, el ‘yo’ poético se dirige a un ‘tú’ muy determinado —escribe, y canta: «you’re my best friend»—; la tensión de ese decir a-, de esa relación entre un ‘yo’ y un ‘tú’ muy concretos, preside toda la lógica de la canción. Por otra parte, Mitski nos descubre que ese ‘tú’ al que se dirige es, en realidad, algo así como un fantasma o una ausencia, alguien que, por el motivo que sea, ya no está presente —escribe, y canta: «now I’ve no one to tell / how I lost my best friend»—. La relación entre el ‘yo’ y el ‘tú’ parece configurarse como una ficción, construida por cuenta de los poderes ilusorios de lo literario, o del hecho estético general.
Me interesa defender la entidad ontológica de esa ficción; defender que el hecho literario, a través de la construcción de un ‘yo’ poético en permanente apertura, posibilita la fundación de realidades políticas en las que el tiempo teleológico, lineal y racionalista propio del contexto postcapitalista aparece deformado: así se hacen posibles, claro, las conversaciones más extraordinarias. Y los túneles que excavo me trasladan a dos propuestas poéticas recientes: Raíz dulce, un libro de Juan F. Rivero publicado por la editorial Candaya; y Sonora, el último poemario de Chus Pato, publicado en lengua gallega por la editorial Xerais. Ambos textos aparecen íntimamente conectados por el epílogo con el que la propia Chus Pato cierra Raíz dulce. A veces los túneles están montados ya de antemano y uno solo tiene que recorrerlos.
En la nota introductoria que abre Raíz dulce, Rivero escribe lo siguiente: «La persona a la que se dirigen los poemas de este libro ya no vive. […] No sé decir qué he pretendido al escribirle de este modo». Parte, pues, de una premisa de carácter material: la muerte ha atravesado, y en apariencia interrumpido, la comunicación entre el ‘yo’ y el ‘tú’ de su obra poética. Y digo en apariencia porque, en realidad, todo el libro se sostiene sobre el movimiento contradictorio de que la conversación con un ‘tú’ ya muerto continúe. ¿De qué estrategias se sirve el poeta para mantener vivo ese lazo? En una primera instancia, me sale volver la mirada hacia la estructura del propio libro: su narración arranca alrededor del año 2007, durante la adolescencia de un ‘yo’ poético, una adolescencia que coincide con la del propio autor. Esta coincidencia es trivial en un sentido específico, a saber: Raíz dulce no es un texto autobiográfico; pero crucial en otro: Raíz dulce trabaja con las estrategias de la autoficción, y lo hace con el objetivo de fijar lo narrado en un espacio sociocultural específico, de concederle una dimensión política. Desde ahí avanza, surcando los años y las décadas, hasta atravesar sin pudor el presente y continuar con su (auto)narración: la muerte del ‘tú’, de hecho, sucede en el futuro, alrededor del año 2030. En un momento dado del poemario, Rivero recoge una cita de los Microlitos de Paul Celan, elocuente a este respecto:
Las distancias son las antiguas, eternas: infinitas como el espacio sideral en el que cada poema intenta afirmarse como —diminuto— astro. Infinito también como la distancia entre su yo y su tú: desde ambas partes, desde ambos polos se tiende el puente: en el centro, a medio camino, allá donde se espera el pilar de soporte, desde arriba y desde abajo, está el lugar del poema.
Todo poema, en el contexto de Raíz dulce, aparece inscrito en un extraño intersticio, a medio camino entre la vida y la muerte, entre realidad y ficción. Chus Pato, en el epílogo que firma para la edición de Candaya, señala que «es como si […] los poemas estuvieran escritos en el vano, entre hueco y hueco y tuviesen como soporte el aire, ese que entra y sale del cuerpo, y fueran la voz que desciende desde el amor a la raíz, a la muerte, a la muerta/al muerto».
Regreso, una y otra vez, a la canción de Mitski: si tú eres mi mejor amiga y mi mejor amiga ya no está, ¿cómo es posible que esté hablando contigo? Por formularlo de un modo que me oriente teóricamente: ¿qué función desempeña la figura del Otro en la construcción de mi propio discurso, en este caso de mi discurso literario? Gilles Deleuze y Felix Guattari, en uno de los movimientos de su obra conjunta ¿Qué es filosofía?, respondían a esa pregunta siguiente modo: «El Otro siempre es percibido como otro, pero en su concepto representa la condición de toda percepción, tanto para los demás como para nosotros. Es la condición bajo la cual se pasa de un mundo a otro». Recojo la respuesta y formulo una pregunta adicional: si el Otro representa la condición de toda percepción y es, de hecho, la condición bajo la cual se pasa de un mundo a otro: ¿es acaso posible construir un ‘yo’ poético en el que el ‘tú’, ese otro que encarna un umbral hacia todo territorio posible, no aparezca ya incorporado? El propio Juan F. Rivero escribe, en esa misma dirección: «Creo que fue pensando en esto cuando se me ocurrió la idea de escribirte o, mejor dicho, de escribir tu fantasma. (Este fantasma tuyo que es tan mío también)». La experiencia compartida a través de los años, el narrar(se) en conjunto, difumina la frontera entre el decir literario del ‘yo’ y aquel otro del ‘tú’: ambas instancias, en Raíz dulce, participan de un movimiento común, y es de hecho la posibilidad experiencial instaurada por el otro, por ese ‘tú’ ausente y presente, la que permite que el discurso del ‘yo’ se active. Escribe Rivero: «Amor, dime: ¿fuiste feliz? Te lo pregunto aunque no tenga ya sentido hacer preguntas, aunque parezca que todo ha acabado. […] No hay más que un gran segundo del Paleolítico a ti».
Y continúo con mis apuntes. Advierto, una vez más, dos cuestiones cruciales. En primer lugar, el hecho de que el autor, recogiendo la idea de Paul Celan, coloca al poema en el espacio de esa misma duda, y desde ahí escribe: «aunque parezca que todo ha acabado» […]. ¿Cuál es, entonces, la ficción aquí? ¿La muerte o la resurrección? ¿Ambas? En segundo lugar, introduce una concepción del tiempo sincrónica que convierte a la historia en un territorio para las indagaciones éticas y estéticas del poema. «No hay más que un gran segundo del Paleolítico a ti». ¿Qué es, exactamente, un ‘gran segundo’? ¿Qué características habrá de tener esta forma temporal para reunir centenas de miles de años en un movimiento? ¿Cuáles son sus implicaciones?
Desde el hueco planteado por estas preguntas, me desplazo al espacio de Sonora, el último poemario de Chus Pato. Todo su texto parece presidido por la máxima de Deleuze y Guattari según la cual «no carecemos de comunicación, por el contrario nos sobra, carecemos de creación. Carecemos de resistencia al presente». Su premisa es la de traer a la superficie —y, por tanto, problematizar— la relación del ‘yo’ poético con la memoria de la madre muerta, una madre que es el gran ‘tú’ alrededor del cual el libro busca sin cesar estrategias, funda y funda estrategias de movimiento. Escribe Chus Pato: «Se preguntas ves fantasmas? / a resposta é non / a resposta é o idioma constrúe en min unha horta para os defuntos / eles/elas son a memoria un corazón e a linguaxe / todos os meus órganos lle ceden o lugar.
Este punto es importante: ni Juan F. Rivero ni Chus Pato se comunican con el ‘tú’ ausente y presente a través de mecanismos fantásticos: las suyas no son, en ningún caso, historias de fantasmas sino historias del presente, historias de un ‘yo’ atravesado, historias permeables. Últimamente, en todos mis túneles me encuentro con Donna Haraway, que escribe: «Importa qué materias usamos para pensar otras materias; importa qué historias contamos para contar otras historias; importa qué nudos anudan nudos, qué pensamientos piensan pensamientos, qué descripciones describen descripciones, qué lazos enlazan lazos. Importa qué historias crean mundos, qué mundos crean historias». La idea Donna Haraway según la cual «los seres humanos deben afligirse con, ya que estamos dentro y somos parte de esta tela del deshacer» ofrece una clave hermenéutica elemental para comprender el lugar desde el que se configura un ‘yo’ tan desterritorializado, ambiguo y expansivo como el de Sonora, un ‘yo’ que escribe, y cito: «a morte é o salvoconduto».
Esta figuración de la muerte como espacio de tránsito ético excava otro túnel y me remite, en un golpe de efecto, a la idea de ‘comunidad negativa’ planteada por Maurice Blanchot, quien a este respecto escribió: «hacerme cargo de la muerte del prójimo como única muerte que me concierne, he ahí lo que me pone fuera de mí y lo que es la única separación que pueda abrirme, en su imposibilidad, a lo Abierto de una comunidad». Todo el movimiento de desterritorialización del ‘yo’ poético en la obra de Juan F. Rivero y Chus Pato parece encaminarse en esta dirección: la de asimilar una experiencia de desposesión del tamaño de la muerte o pérdida de alguien querido como un fenómeno que flexiona al sujeto, que lo vuelve sujeto de súplica y, finalmente, sujeto abierto. Escribe Chus Pato: «son dous os poetas, son dúas as alas do anxo». Y más adelante: «non é que te recorde / nin que honre a túa memoria / sucede que vivo na meniña dos teus ollos».
Aunque ambos libros sostienen una relación muy particular con el pasado a través de la memoria, lo que acaba por diferenciarlos de otros textos acerca del recuerdo es el modo en que lo orientan y lo ponen en relación con el presente. En varios momentos de Raíz dulce, casi a modo de letanía, Rivero escribe: «El simple movimiento de la vida es el amor». Y el amor funciona en ambos libros como un mecanismo muy particular, semejante al que permitía a Mitski, en la canción que me golpea y preside mis expediciones, contarle a su mejor amiga que, de hecho, ya no tiene a nadie a quien contarle que ha perdido a su mejor amiga. El de Raíz dulce y Sonora es un amor —una puesta-en-relación con el otro— de formas exigentes, que demanda una presencia muy específica en el contexto material de escritura.
Ambos se hacen cargo de la idea de Deleuze y Guattari según la cual «pudiera ser que creer en este mundo, en esta vida, se haya vuelto nuestra tarea más difícil». En el contexto individualista propio del postcapitalismo, defender la creación poética de un ‘yo’ que precisa de la experiencia compartida, de un ‘tú’ que lo haya atravesado con anterioridad, es ante todo un gesto de orden ético-político, y sus implicaciones estéticas resuenan con fuerza en nuestra comprensión de la temporalidad literaria. Dando continuidad a la idea de Juan F. Rivero según la cual «No hay más que un gran segundo del Paleolítico a ti», Chus Pato escribe: «eles, os amantes, son arcaicos / o amor éo», y lo hace sin implicar que ciertas formas de amar relacionadas con el pasado aparezcan extintas en el presente, sino relocalizando lo arcaico en nuestro propio contexto sociopolítico, activándolo de nuevo.
Aterrizo así sobre el final de Raíz dulce, y más o menos por aquí me quedo excavando, en busca de otros túneles que vendrán. «¿Tuviste tiempo, amor / tuviste / tiempo?», pregunta el ‘yo’ poético a ese ‘tú’ ausente que, al mismo tiempo, aparece ya inscrito en la misma voz del que habla. Frente a esa pregunta, como explica Chus Pato en el epílogo del libro: «El poema responde […] ante una verdad que es la suya, que se da en la cesura y que es fundamentalmente lingüística —pero tensionada por la vida». El lenguaje funda una nueva manera de comprender el tiempo, pero su gesto no es nunca centrípeto —de la lengua a la lengua y a través de la lengua—, sino que busca de forma continua el amarre de lo real; aquí, una vez más, la dimensión política de la autoficción se alza con una claridad estremecedora. El lenguaje se inscribe en la vida y la transforma; el ‘tú’ se inscribe en el ‘yo’ y lo transforma. «Sonora / a morte», escribe Chus Pato. Y vivimos gracias a ese estruendo.