Ocurre algo particular cuando una película sale de sí misma, cuando se revela relato, mecanismo o reproducción. Es una continuidad rota que obliga a escudriñar esa rendija, a recolocarse como espectador (o a dejar de serlo). La sensación de extrañamiento aparece al menos por unos instantes, aunque el recurso metacinematográfico sea cada vez más habitual. La narración radiofónica que sirve de epílogo a la historia de Killers of the Flower Moon es el último ejemplo, pero por mencionar solo casos hollywoodienses ahí están la voz en off autorreferencial de Barbie, los falsos títulos de crédito en Vice o el alegato de una Meryl Streep que se deshace literalmente de su personaje en The Laundromat.
Claro que a veces este desapego de quien mira con la ficción que ve no es intencionado por parte de quienes han creado la película. Un error de continuidad, un gazapo histórico o un giro estrambótico pueden provocar eso de «sacarte de una peli». Un hecho que se tiende a tomar como un defecto: si vemos una obra narrativa es para que la historia capte nuestro interés de principio a fin. Sin embargo, a veces la distancia entre lo que una historia trata de imponer y lo que finalmente transmite a través de sus imágenes abre una grieta, en la que perderse es mucho más interesante que seguir la corriente del relato.
Tomemos como grieta la incomodidad. No la de ese cine de enfants terribles (que traducido resulta directores deseosos de atención que venderían toda su pretendida radicalidad por un gran presupuesto), ese que intenta provocar emociones en el espectador, normalmente negativas, a través de recursos más o menos facilones como la violencia sexual, el abuso hacia las personas más vulnerables o la sátira cínica. No hablo de un cine de la abyección o de la crueldad. Término este último, por cierto, que hacía referencia a un cine muy distinto cuando André Bazin lo utilizó para enmarcar la obra de Erich Von Stroheim. No se trataba de una definición aplicable al trato dado a sus personajes, a sus equipos o al espectador. Más bien hacía mención a la psicología del propio director de Avaricia, que encuentra en el cine «el medio más eficaz para afirmar su personaje», para expresar «una asombrosa visión del mundo a través del prisma coloreado de una conciencia, o mejor dicho, de un inconsciente».
Es más bien una incomodidad literal. La de, por ejemplo, un intérprete que no acaba de ajustarse a su papel. Que se siente perdido, confuso o superado. Sin caer, claro está, en la situación de alguien que lo pasa mal por las condiciones de un rodaje (abusos, mal ambiente, jornadas infinitas, falta de libertad creativa…).
Pienso en una idea que me ronda desde que vi a José Sacristán en Un hombre llamado Flor de Otoño. La película de Pedro Olea, estrenada en 1978 y ambientada en 1920, sigue a un respetado abogado de la burguesía catalana que vive con su madre, a la que adora pero oculta aspectos clave de su vida. Por las noches se traviste y actúa en un cabaret, al que acude asiduamente su novio. Además, sus convicciones anarquistas se van endureciendo hasta el punto de preparar un atentado contra Primo de Rivera.
Flor de Otoño es la estrella del cabaret: así lo jalea con fervor el público, lo reconocen con envidia sus compañeras y lo expresa con deseo el dueño del local. Sin embargo, cada vez que Sacristán actúa la incomodidad se palpa en su rostro, frío. En sus gestos, erráticos. En su voz, forzada. En su mirada, perdida.
Lo poco que vemos de otras cabareteras (una de ellas interpretada por Pedro Almodóvar, entregado al blackface) resulta mucho más exuberante y despampanante. Podría justificarse con que Flor de Otoño es más refinada, pero los andares de Sacristán son bruscos, nada gráciles. Muy curioso, por cierto, porque uno de los primeros recuerdos que tengo de un actor hablando de interpretación es de Sacristán: criticaba que los actores de hoy en día no saben caminar cuando les ponen una cámara delante.
La incomodidad de esta película responde así a un fenómeno muy habitual en películas biográficas: la brillantez que se verbaliza pero no se reconstruye en pantalla con las posibilidades que las imágenes en movimiento y el montaje ofrecen para aproximarse a un cuerpo o una técnica. Este fenómeno es especialmente inquietante cuando un personaje es brillante dentro de su campo: la película nos vende como un dios a alguien que, pese a lo incorpóreo de la pantalla, vemos de carne y hueso.
No tiene sentido, por ejemplo, retratar a Godard en una película como Mal genio, que ya no es que esté alejada de cualquier radicalidad o sea academicista, sino que desprecia la idea del cine como exploración de recursos, algo que marca la obra del cineasta francés. En cambio, el errático acercamiento de Nolan a la figura de Oppenheimer sí encuentra enfoques con los que reconstruir su figura (su genialidad, sus dudas morales, su miedo al colapso), aunque sea a través de insertos abruptos o de una música y unos sonidos machacones (también de silencios). Lo que en otra película juega en contra aquí tiene una razón de ser. Como casi siempre en el arte, no hay técnicas o enfoques necesariamente negativos, lo son o no en relación al contexto de toda la obra y de su proceso creativo.
Por retomar la idea de la incomodidad y aunque no se trate de un biopic, pienso también en esa supuesta estrella del baile que debía ser Ingrid García-Jonsson en el musical Explota, explota. Así lo repetían una y otra vez el resto de personajes, pero ante las limitadas dotes de la actriz para la danza la película optaba mayoritariamente por primeros planos o planos medios en las secuencias de baile (e incluso en esas tomas cerradas se aprecia la incomodidad de la intérprete). La perfecta oposición sería la trilogía Magic Mike, especialmente su segunda parte, en la que el montaje parece acompasarse al mismo frenesí que recorre el cuerpo de sus protagonistas y las reacciones de quienes les contemplan bailar.
Claro que es todavía más divertido el caso opuesto: películas que venden una presunta fealdad o presentan a alguien como epítome del fracaso cuando el físico y el estatus de quien da vida al personaje generan un gran extrañamiento en el espectador. Una situación habitual en la comedia romántica, ante la revelación final de una belleza canónica que habría permanecido oculta. De esta forma uno de los dos protagonistas (normalmente el femenino) mejora su apariencia física, mientras que el otro(normalmente el masculino) experimenta un aprendizaje moral. El síndrome Betty La Fea, en definitiva.
Pero el caso de Un hombre llamado Flor de Otoño me fascina porque hay un interés muy especial en su incomodidad, encuentro hallazgos en esa expulsión de la verosimilitud aunque no sea pretendida. Sacristán interpreta a un hombre que interpreta en su día a día. Hasta que llega la noche finge ser herterosexual, moderado en lo político (aunque da muestra de sus inclinaciones ideológicas) y hasta cierto punto introvertido. Esto último seguramente ni siquiera lo finge, le sale ser así con la gente “respetable”.
Lo curioso es observar a un actor que está cómodo cuando le toca encarnar a alguien que vive en la incomodidad, que se mueve como pez en el agua ante la falsedad de una identidad reprimida. Sin embargo, cuando su cuerpo debería dejarse fluir por la honestidad, sus gestos son los de alguien cohibido por la vergüenza.
Hay además un nivel intermedio: las escenas que muestran la vida clandestina del protagonista como un homosexual anarquista, antes o después de que se transforme en Flor de Otoño. Es aquí cuando se produce cierto acoplamiento entre lo que está dentro del relato (el personaje) y lo que está fuera (la interpretación), o más bien cuando ambas cosas son un todo indivisible. Como demostraría ese mismo año en El diputado, Sacristán no tiene ningún problema en interpretar a un homosexual subversivo.
En una escena de este nivel intermedio, se da una circunstancia que riza aún más el rizo: el personaje debe travestirse como parte de una operación de distracción para atentar contra Primo de Rivera. No se convierte en Flor de Otoño, sino en una mujer de vestimenta y estampa más pedestres. Lo fascinante es que en esta escena no hay un ápice de incomodidad en la gestualidad o la expresividad de Sacristán. Quizá porque, al no ser una mujer tan supuestamente despampanante, el reto le impone menos. O quizá porque el actor sabe que su personaje se lo toma como una simple maniobra, hasta como un juego, no como un reflejo de su identidad. ¿Y si la incomodidad de Sacristán no ha venido todo este tiempo del desconocimiento o los complejos, sino de una preocupación sincera, de un cierto compromiso en no herir, de sus dudas?
Hace poco me vi por primera vez en una película, además en la sala de cine de un festival. Se trata del documental La estafa del amor, de Virginia García del Pino. Puede que cerrar con esto parezca una muestra de ego, y algo de eso hay. Pero me llamó la atención que encapsula muchas de las ideas de este texto, que ya me rondaban por la cabeza cuando la vi. Por un lado es una película que muestra constantemente su dispositivo, la ficción del documental: aparecen operadores de cámara, sonidistas, la directora e incluso la creación de la banda sonora en vivo; se ejecuta la lectura de un guion frustrado y hasta se rodó en una sala de Cineteca Madrid donde presumiblemente se exhibirá, en la que los participantes asumíamos también el papel de público.
Por otro, contemplé la clara incomodidad y nerviosismo de mi gestualidad. Quizá se debía a experimentar algo tan extraordinario para mí como la filmación de una película, pero reconocí aquellos tics como habituales. Yo, que creo tener bastante seguridad en mí mismo y así expresarlo, me di cuenta de un plumazo de que quizá esa es solo una concepción autopercibida. Que transmito inestabilidad o rareza. A todo ello había que sumar la incomodidad de verse y escucharse a uno mismo en un escenario público, tratando además cuestiones personales, casi íntimas. Y encima la imagen es nueva para el espectador, pero tú sabes que se corresponde con el “yo” de hace casi cuatro años, aquello se rodó en febrero de 2020. Muchas cosas han cambiado desde entonces. Pero esa es una excusa que el cine, como registro de un tiempo y un espacio concretos que se inmortaliza y perdura en un nuevo formato, no perdona.
Y pese a todo, me gusta lo que esta experiencia me ha generado, el lugar en el que me ha colocado. También valoro más los titubeos del Sacristán de Flor de Otoño. Bazin apreciaba del cine de Erich Von Stroheim la clarividencia con la que expresaba la forma de ser del director. Sin embargo, también hay hallazgos en la inconsistencia de la torpeza, surge algo fascinante en un cine que no es así de transparente, aunque sí desprejuiciado. Ciertos autores están obcecados en abordar sus historias desde la autoconciencia de que son historias. Otros en incomodar. Pero a lo mejor es más desafiante que sea el espectador quien salga y entre del relato. Y que, en cambio, la posición incómoda la asuman esos autores: un lugar más apartado de la industria, en el que puedan crear a partir de la experimentación y la duda, de una mirada menos cristalina y más (trans)lúcida.