Para Diego Pinillos
—¿Cómo que «una catástrofe»? Pero vamos a ver. Catástrofes son las guerras, los asesinatos, los diluvios, los desahucios, los terremotos, los tsunamis… Eso sí son catástrofes, pero lo vuestro no.
—Bueno, para mí sí lo ha sido. Pero igual es una licencia.
—Nada, nada. Tienes que aprender a hablar con propiedad. De todas formas, si no funciona, no funciona, y a otra cosa, Mario.
—Bueno, pues perdón. Tampoco me has ayudado nada. Si lo llego a saber no te lo cuento.
—Mi único consejo es que lo olvides pronto, diviértete y sal y haz cosas, no sé. Que no se acaba el mundo, os creéis que se acaba el mundo, pero no. Todas hemos pasado por lo mismo, hazme caso.
«Te odio» —pensé. «¿Quieres saber por qué me pareció todo una catástrofe?», «¿quieres que te argumente, que te cuente de verdad lo que sucedió?», pensé, pero no dije, porque anticipé su respuesta: «igual es que el amor es siempre una catástrofe, hijo», acompañada de alguna muletilla como «algún día lo entenderás». Su cinismo a veces rozaba lo cruel, y no hay nada peor que una madre que, de tan apegada, se cree libre de opinar. En fin, yo buscaba una venganza, algo con lo que consagrar mi rabia contenida, porque ella siempre se veía venir todas a mis reacciones, y yo quería matarla del susto. Ella imaginaba que ahora tocaba estar varias semanas —o, dado mi carácter exagerado, en el que puede que se reconozca— incluso algún que otro mes llorando por las esquinas. En lugar de afligirme, por un momento, dejé de ser el buen maricón que, a ojitos de ella, yo era, y que con toda voluntad performaba, para transformarme en una sodomita irredenta, discreta y picantona. Para ello tuve que improvisar un cierto erotismo al que hasta entonces yo era alérgico. Buscar, de algún modo, mi consagración estética. Pensé en travestirme, en maquillarme, en pintarme las uñas, todas esas cosas que hacían las mariquitas antiguas, y que yo, como todo niño confundido, también alguna vez, con afán y desvergüenza, practiqué sin atender a las consecuencias. Pero robarle alguna falda, algún cosmético, podría haber agotado mi venganza, y yo quería alargar la impostura, que la fuerza del evento no concluyese con un shock: solo una venganza que se presenta a la vez como acto y como promesa puede proyectarse hasta corroer al otro.
Bastó con ser joven. Bastó con creerme sexy. Había leído en internet algo sobre el rito, pero en cuanto entré al baño mi memoria se desvinculó de mí, me quedé en blanco con la primera mirada, tan unidireccional, de una limpieza casi soez, inacostumbrada, que no supe interpretar sino violentamente. Opté por no responder girando la cabeza hacia el único espacio en el que podía ser consciente, por la presencia del espejo, de lo que ocurría a mi alrededor: el lavamanos. A mi lado, un rubio con cinta en el pelo parecía ignorar lo que para mí era un espectáculo: yo me frotaba las manos torpemente, con muchísimo jabón, como quien ha cometido un crimen y no quiere dejar huella, y él, tranquilo, juzgaba ridícula mi espuma, mi innecesario gasto de agua. O quizás era demasiado consciente de todo, pues ni siquiera se secó las manos antes de agarrar su maleta e irse. Lo cierto es que, de todos, el rubio era el único que me gustaba. Pero desde luego eso no me impidió apremiar a un maduro con mi polla venosa. No sé cómo acabé encerrado en una cabina maloliente, donde no había ni papel higiénico ni tapa del váter, dejando que mi miembro flácido se frotase con la lengua de un desconocido. Estaba nervioso, y el tío no buscó mi boca, ni ninguna otra parte de mi cuerpo: se arrodilló directamente, y yo noté como mi polla iba creciendo en su boca, a base de latidos, nerviosa y con prisas. Al principio se la tragó entera: la punta de su nariz acariciaba mi vello púbico, y ahí se mantuvo hasta que el elemento ya no cupo más, y el tipo —nunca pregunté su nombre— pudo pararse a respirar. Entonces comenzó la mamada seria. Su boca aventajada era sorprendentemente elegante, y yo solo tuve que abstraerme, mirar la bombilla que colgaba sin lámpara ni adorno del techo, ni siquiera verbalizar el placer, ni pedirle que por favor siguiera. Me corrí al minuto y medio: él se lo tragó todo, se limpió la boca con la mano y salió corriendo. Me dejó ahí, con el culo al aire avergonzado y risueño, con la sensación de que no estaba haciendo nada transgresor, tampoco nada inhumano ni animal.
No exento de culpa, fui al Corte Inglés que queda al lado de la estación a redimir mi sensación de amoralidad. De entre todos los productos allí reunidos, el único que podía calmar mi estado era, por supuesto, un libro. Cogí, casi al azar, el primero que me llamó la atención y fue al pagar cuando el ardor culpable aminoró. Esa fue de las primeras veces que compré algo con mi dinero, pues había empezado esa semana a cuidar a unos niños del barrio, en parte obligado implícitamente por mi madre, que decidió que ya no había más paga semanal ni mensual. Vérmelas con el trabajo, por pequeño que fuera, lejos de agobiarme me satisfacía, y exigía un primer gasto aleatorio, caprichoso, como forma de reivindicación.
Cuando llegué a casa, ella me preguntó dónde había estado y le dije que en Méndez Álvaro, y antes de que pudiera responder, le enseñé el libro:
—Me compré esto —dije.
—¿A ver? No lo conozco —dijo ella.
—Yo tampoco, pero parece guay.
—¿Y qué hacías en Méndez Álvaro? Si ahí no hay nada.
—A ti qué te importa. ¿No me has dicho que salga?
Lo dije de forma directa, evidenciando un exceso de confianza, y me fui directo a la habitación. La cuestión de los baños no pareció sorprenderla: al fin y al cabo, mi madre quizás no sabía lo que era el cruising. Había iniciado la venganza con un falso movimiento, el que identificaba a mi madre, y no a Julio, como el objeto a romper. La remota posibilidad de que hubiera un pacto tácito entre ellos, la sola idea de que hubieran podido hablar de mí, me descolocaba por completo. Sí, es cierto que así, con un cierto desgaste mental y un indicio creciente de desconfianza, comienzan las conspiraciones. Yo quería tapar una catástrofe con otra, y resulta que, en el fondo, ninguna de las dos lo era. Espera. ¿Y si resulta que estoy hablando mal todo el rato? —me dije. Esa idea, la de no atajar bien las palabras, y fomentar con ello una incomprensión que, a mi juicio, podía ser fatal, me violentó hasta el punto de querer arrancarme los dientes. Comencé a fabular con lo que sería de mí con una boca inmaculada, suave, repleta de huequitos ya secos y no sangrantes por los que pasar la lengua sin pudor; una boca solo apta para purés y bebidas, una boca-dieta-blanda, convertida ya en un conducto y no en un elemento expresivo, una boca idónea para las mamadas, que de tanto tragar generase saliva ácida; una boca que impediría el juicio erróneo, que es pista de aterrizaje y no de salida, que justificaría cualquier error léxico, sintáctico, comunicativo. Imaginarme sucio y feo, monstruoso y marginal, me ayudaba a comprenderme. Mi autopercepción, usualmente opacada, se solidificaba así, como un espectro capturado por alguna máquina inteligente y expuesto cadavéricamente en líquido amniótico para su estudio humano. Poder verse a uno mismo: menuda pesadilla. Sí, mi madre tenía razón: tengo que empezar a hablar con propiedad.