Una generación sin llaves

La palabra «vivienda» proviene del latín vivere, que alude a existir, a vivir, al fin, a no estar muerto. En su sentido más literal, una vivienda es un espacio cerrado donde las personas pueden resguardarse, un recinto que ofrece refugio frente al exterior: allí donde es posible vivir. Por otro lado, hablar de «hogar» nos lleva por un camino más profundo, incluso más simbólico. Este término deriva de la palabra latina focus, de donde proviene «fuego». El fuego fue una de las primeras tecnologías humanas, pero también uno de los símbolos más universales en sentido cultual. No solo iluminaba y calentaba; también congregaba. Alrededor del fuego nacieron los primeros actos de convivencia: se cocinaba, se dialogaba, se transmitían historias. No es casual que el culto al fuego haya sido esencial en tantas culturas antiguas. Una llama encendida representaba la vida misma, un vínculo sagrado con lo cotidiano y lo trascendental. El focus, ese fuego central, no era simplemente funcional; era el corazón de la casa, el lugar donde todo cobraba sentido.

Hoy, la palabra hogar mantiene esa carga simbólica, pero en nuestras ciudades hipermercantilizadas el fuego se apaga para muchos. ¿Qué ocurre cuando el hogar deja de ser un derecho a vivir y se convierte en un lujo? Sin un lugar propio, no solo perdemos un techo, sino también ese espacio donde se construyen las relaciones humanas más básicas. La precariedad habitacional no es solo una crisis económica; es una crisis de significado, una ruptura con algo que siempre hemos considerado esencial: el sentido de pertenencia. Un dato que refuerza esta idea es el impacto psicológico de la inseguridad habitacional. El hogar, como el focus de antaño, no es solo un lugar físico; es el núcleo desde el cual organizamos nuestras vidas. Negar ese núcleo a una parte de la población es más que una injusticia; es una forma de abrazar la muerte.

Quizás hoy consigues pagar tu alquiler o disfrutas de tu hipoteca y piensas: «A mí esto no me afecta». Y es comprensible. Es fácil llegar a distanciarse cuando no te encuentras al borde de un desahucio o cuando tu situación te permite pagar un alquiler cada vez más inflado, por mucho que al final de mes te duela o te enfade. Pero la verdad es esta: la vivienda, en manos del mercado, es una bomba de contrarreloj que nos estallará a todos sin excepción, tarde o temprano.

Cuando las ciudades se transforman en productos para inversores, los precios del hogar se localizan al mismo nivel que los precios de cualquier otro tipo de mercado competitivo. Y lo más preocupante de todo es que nos han hecho creer que esta situación es «normal»: que es tan orgánica e incuestionable como que el sol sale por las mañanas, que no hay otra versión de sociedad, que la única opción que nos queda es mercantilizar la vida. Aquí es donde entra en juego una pregunta filosófica clave: ¿quién decide o cómo se decide aquello que consideramos como «normal»?

La trampa de la normalidad

La filosofía francesa de la diferencia, con pensadores como Gilles Deleuze, Félix Guattari o Michel Foucault, nos invita a cuestionar lo que hemos aceptado como inevitable. Estas corrientes, desarrolladas en la segunda mitad del siglo XX, parten de una idea clave: las normas que rigen nuestras vidas —lo que llamamos «normal»— no son ni universales ni naturales. Son construcciones sociales, históricas y culturales, resultado de cómo se han ejercido las relaciones de poder. Dicho de manera más clara: las normas, esas reglas invisibles que deciden qué es aceptable y qué no, no surgen del aire. Se diseñan, se imponen, se normalizan. Y, como advertía Foucault, esa normalización es una herramienta de control tan efectiva precisamente porque no se siente como control, sino que se percibe como una suerte de sentido común.

Cuando pensamos en la vivienda, esta normalidad nos ha contado una historia muy concreta. Nos dice que todos deberíamos aspirar a comprar un piso, que alquilar es una fase transitoria y que si no logras cumplir con ese modelo es porque algo hiciste mal: no ahorraste lo suficiente, no trabajaste lo bastante duro, no tomaste las decisiones correctas… Pero esta narrativa ignora una realidad evidente: no todos partimos del mismo punto.

Mientras unas personas heredan propiedades, otras personas heredan deudas. Mientras algunos pueden permitirse especular con segundas residencias —o con terceras, o con cuartas…—, otros comparten piso hasta los 40 años porque, como nos llevan introduciendo en el imaginario de nuestra época desde finales del siglo pasado, «no hay alternativa» (there is no alternative). El resultado de esta lógica va más allá de los problemas individuales en tanto que afecta al tejido de nuestras comunidades. Los barrios se vacían, las relaciones vecinales se quiebran y lo que alguna vez fue comunidad se convierte en un tablero del Monopoly. En este contexto, las personas dejan de ser habitantes para convertirse en inquilinos temporales, números en un contrato o, en el peor de los casos, nombres en una lista de desahucios. Las ciudades se transforman en escaparates para turistas y grandes inversores, en aquello que el antropólogo Marc Augé llegó a llamar «no-lugares».

Tras la pandemia, escuchamos una y otra vez un término detestable: la «nueva normalidad». Parecía una oportunidad para replantearnos nuestras prioridades: nuestras relaciones, el bienestar de lo colectivo, aquello que podríamos llamar «hogar». Pero esa nueva normalidad pronto reveló su verdadero rostro: no era nueva, aunque sí que se ha instaurado como normal. Era, en palabras de Foucault, una intensificación del control, un ajuste de las mismas dinámicas que ya nos asfixiaban, ahora camufladas bajo un barniz de excepcionalidad. Se nos moldea para aceptar ciertos comportamientos, deseos y expectativas como razonables, inevitables o naturales. En este sentido, se nos ha enseñado a aceptar como lógico que los precios de la vivienda suban sin límite o que los alquileres sean inaccesibles. Se nos dice que es «el mercado funcionando», como si eso fuera tan natural como llover. Pero no lo es.

Vivir la comunidad, construir territorio

Los pensadores Gilles Deleuze y Félix Guattari nos ofrecen una imagen potente que considero que nos ubica en la práctica: la idea del territorio. Habitar no tiene nada que ver con ocupar un espacio. Más bien es construir relaciones con ese espacio y con quienes lo comparten. Cuando estas relaciones se rompen —cuando la vivienda se convierte en un producto y no en un hogar—, dejamos de habitar para simplemente sobrevivir. Quizás por eso la juventud politizada en España está haciendo de la vivienda su gran batalla. No se trata solo de poder pagar un piso o de acceder a una hipoteca. Se trata de recuperar el sentido de lo común, de imaginar ciudades donde no tengamos que elegir entre la precariedad o la migración forzada, de construir un futuro donde habitar sea posible.

Frente a esta realidad es fácil sentirse atrapado, sin salida, sin posibilidades. Pero el verdadero poder de un sistema no reside en lo que permite, sino en lo que excluye. Y aquí es donde está la clave: si entendemos que esta exclusión no es inevitable, podemos empezar a imaginar nuevas formas de habitar. En España ya hay movimientos que desafían esta lógica. La PAH ha demostrado que la resistencia organizada puede frenar desahucios y cuestionar leyes injustas. Las cooperativas de vivienda y los Sindicatos de Inquilinas repartidas por toda la península de manera autogestionada ofrecen modelos donde la propiedad no es el objetivo, sino el acceso a un hogar sin mediación: sino como un fin en sí mismo. La actitud de los Centros Sociales —bien ya sea en forma de CSO (ocupado), de CSA (autogestionado) o hasta de CSC (cultural)— nos sitúan en esta noción de territorio, en la posibilidad de generar comunidad en una ciudad que nos expulsa. Incluso las ocupaciones de edificios vacíos —criminalizadas por algunos medios tan solo por una defensa ideológica de un modelo mercantil— nos recuerdan que la existencia de miles de casas deshabitadas no es únicamente un problema ético, sino una contradicción flagrante en un país con millones de personas sin acceso a una vivienda estable.

Sin llaves, pero con herramientas

Está claro, no tenemos las llaves. Pero tenemos herramientas: la organización colectiva, la resistencia pacífica, la imaginación política, las lógicas que nacen desde el excluido. Este es el reto de nuestra generación —esto es, de aquellos que estamos vivos—. No solo reclamar un espacio en un sistema que nos excluye, sino crear nuevas formas de habitar, nuevas maneras de vivir juntos. Porque al final, la vivienda no es solo un techo. Es la base de todo lo que somos y de todo lo que podemos llegar a ser. La vivienda es, literalmente, un lugar para la vida.

El filósofo Bruno Latour decía que nuestra era nos obliga a elegir entre dos lógicas: la de la extracción, que explota recursos (los cuerpos) hasta agotarlos, y la del cuidado, que busca formas de convivencia sostenibles. La lucha por la vivienda es el campo de batalla donde estas dos lógicas chocan más claramente. Por un lado, el mercado nos empuja a vernos como competidores: tú contra el casero, tú contra otros inquilinos, tú contra el banco; y así también el casero contra ti, otros inquilinos contra ti, el gran capital contra ti. Por otro lado, los movimientos sociales nos invitan a pensar de otra manera: ¿y si, en lugar de competir por recursos limitados, construimos redes que redistribuyan esos recursos de forma justa? No confundan: esta no es otra utopía abstracta, es una necesidad urgente. Porque la crisis de la vivienda no solo afecta a los jóvenes: afecta a las familias, a los mayores, a los migrantes, a todos aquellos que no encajan en la norma del propietario solvente. Y, aunque no lo piensen así, también les afecta a ellos dentro de sus propias lógicas. ¿Qué se piensan que ocurrirá cuando haya más personas en la calle que en las casas, habiendo edificios completamente vacíos? ¿Acaso son tan ingenuos de creer que llegará ese momento y que no se optará por la vida antes que por la muerte?

,

Published by