Una imagen congelada

Hace unos días volví a ver Melancolía de Lars von Trier, considerada «la película que mejor representa la depresión». El cine de Lars tiene ya un aura añeja. Incluso sus películas producidas en la última década, como es el caso, parecen pertenecer, formalmente, a una época ya pasada. El prólogo de la película, que en aquel momento despertó miles de aplausos —a pesar de que von Trier ya había utilizado los mismos recursos en Anticristo—, parece hoy excesivamente engolado, de una hechura análoga a la de esas imágenes que los directores de teatro más megalómanos proyectan como ‘fondo’ en sus obras, con un uso hipermeditado de la música y la cámara super-lenta que busca la alegoría forzada. La iconografía bruta, con referencias baratas a los Brueghel, una muestra de neoclacisismo barato. Todo en el prólogo recuerda a un cortometraje de primero de escuela de cine, y luego la película despega. Asistimos al despliegue de un discurso presuntuoso y algo mezquino —me siento tentado de decir, también, nocivo— sobre la depresión que encapsula toda la trama hacia la irreversibilidad sentimental.

No es fácil hablar de la depresión. En un artículo a propósito de su excelente novela Intrusos y huéspedes, Luis Magrinyà contrapone dos retóricas de la enfermedad: una metafórica llena de imaginería simbólica, y otra más prosaica. Sin entrar en juicios que implicasen el uso de categorías suculentas, pero inanes, como la de ‘romantizacion’, Magrinyà defiende las ventajas de una representación de la enfermedad mental «en su crudeza doméstica, en su prosaísmo, en su manifestación cotidiana… desnuda, en fin, del disfraz de los símbolos y las imágenes que la embellecen». No hace falta insistir en que la imagen de Justine, novia truncada, atada de pies y manos por las raíces de los árboles de un bosque, pertenece sin duda al primer modelo. Se trata de una imagen fácilmente aislable, de facto contraria a los principios del dogma que tan orgullosamente von Trier armó; una imagen que representa una de las tendencias —aupada, sobre todo, en Twitter— más cansinas del cine europeo de la pasada década: la vuelta a la iconografía del plano autárquico. Es cierto que la película acude a estos recursos solo al inicio y al final del metraje, dejando que el desarrollo narrativo discurra por caminos alejados a la autarquía del plano, pero el prólogo, y von Trier lo sabe, sirve como ancla y guía de lectura.

La pregunta acerca de cómo leer la depresión inquieta a muchos teóricos contemporáneos, pero aún no ha tocado la teoría de la imagen. Quien más ayudó a identificar, no tanto representaciones, sino estructuras de sentimiento colectivas relacionadas con la depresión fue, sin duda, Mark Fisher, convertido hoy en una suerte de gurú de los deprimidos. Su concepto de «hedonia depresiva», que reconocía en la forma en la que Drake cantaba «We threw a party, yeah, we threw a party, bitches came over, yeah, we threw a party»­ en la canción Marvin’s Room, o en la música de David Guetta, es un identificador importantísimo. En el superéxito de Black Eyed Peas I Gotta Feelin’, veía la eliminación de la historicidad de los elementos de articulación colectiva de la cultura rave. La canción, que enarbolaba el típico discurso disfruta del momento, despertaba, para Fisher la memoria «de un placer pasado», más que «una anticipación de un placer que todavía no ha sido experimentado», dando lugar así a la fantasmagórica sensación de que, bajo el capitalismo, todavía un futuro es posible. Los textos críticos de Fisher, además de lúcidos y agudos, embellecen y acomodan ese inquietante espacio que muchos habitamos, donde la voluntad de esperanza y el peso de la cancelación del futuro, el dolor y el miedo, se dan paradójicamente la mano. Conviene recordar, sin embargo, esas palabras de Eloy Fernández Porta en Los brotes negros a propósito de los alegatos de Fisher contra los antidepresivos y la condecoración superyoica de sus seguidores, tan masculina:

A pesar de la conciencia que Fisher tenía, y que vivió con famoso dolor, de las enfermedades mentales, no deja de resonar en sus palabras aquel viejo «¡La clase obrera no se deprime!» que, exclamado por un personaje de Riff-Raff, ha sido la justificación de tantas omisiones, como la que yo mismo padecí en mi adolescencia, cuando los síntomas, evidentes y diversos, no bastaron para vencer los prejuicios de mis padres y dejar que siguiera viendo a un psiquiatra. Lo peor del caso es la indiferencia con que se publican y reciben esas majaderías, porque muchos lectores de Fisher, los que celebran el aniversario de su muerte, lo prefieren así: prefieren a su ídolo suicidado sin medicar a los cuarenta y nueve años que vivo y con recetas de Prozac. ¡Bien hecho, Mark! ¡Ni un miligramo de serotonina entrará en mi serrano cuerpo proletario! ¡Viva la muerte del intelectual sufriente! ¡Abajo la medicina moderna!

Vuelvo mucho a las palabras de Eloy, con las que no sé si estoy de acuerdo. Es cierto que las llamadas a la resistencia, tan comunes en la izquierda europea poscomunista, frente a las inclemencias de la salud mental, se están derribando. Pero cómo no culpar, en cierta medida, al aparato de representación burgués, del que von Trier participa, que ha vinculado desde siempre la tristeza y la melancolía con las clases altas. En Melancolía, se vuelve a hacer de la excepción norma al tomar a un personaje de clase alta como el epítome de la personalidad depresiva.  

En la primera parte de Melancolía Justine, arrastrada por una espiral de autodesprecio, arruina su propia vida. La propuesta piscogeográfica –una boda en un gigantesco palacio– no podría ser más literal: todo está dispuesto para ti, pero nada pesa más que tu fuerza autodestructiva. Justine se deja llevar por un egoísmo extremo e incontrolable. Hay una disonancia entre lo que cree que expresa y lo que realmente expresa ante los otros: «solo sonrío, sonrío y sonrío», le dice a su hermana. Incapaz de comprender el esfuerzo ­–desinteresado– que los demás hacen por ella, juzga su tensión interna mucho más importante; el trabajo que requiere para ella sonreír no es nada comparado constante ejercicio de su marido, su hermana o su padre para mantener la calma a su alrededor. Este es uno de los aspectos más conocidos de la depresión: la falta de resonancia con el mundo. Para Freud, el comportamiento melancólico se caracterizaba por «una desazón profundamente dolida, una cancelación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de toda productividad y una rebaja en el sentimiento de sí que se exterioriza en autorreproches y autodenigraciones y se extrema hasta una delirante expectativa de castigo». Y parece que von Trier leyó al dedillo Duelo y melancolía, pues lo que concede gravedad –y una perspectiva catastrofista, que no nihilista,­­ radical­– es la ampliación universal de la ‘pérdida de mundanidad’ que caracteriza al estado de depresión. El fin del mundo no es una condición interna del sujeto, sino una especie de castigo colectivo. Esa «delirante expectativa de castigo» de la que hablaba Freud se materializa absurdamente en la película de von Trier: Justine, sabiendo que llega el fin, espera paciente. Nada le perturba ya porque en ella todo está perdido. Y en su propia perdición, arrastra a todos los sujetos hacia el abismo. La belleza con la que se sucede el fin del mundo cobra perversos tintes de justicia reparativa, o incluso de venganza.

Este movimiento de estetización del dolor, que en algún sentido apremia –y congela– la posición del depresivo como la más favorable, acaso la única posible ante el inevitable final, puede verse como un brillante ejercicio de coherencia ­–conseguir no solo que la película transmita cierta sensación parecida a la anhedonia, sino que la propia cinta encarne esa desazón– o un gesto de inmovilismo y crueldad extrema. Me inclino por esta última posición, pero no dudo que la primera sea una tentación posible. No puedo evitar identificar algo perverso en la forma con la que von Trier ataja la depresión en Melancolía. Los planos cenitales ­–también abundantes en otro hito del cine de la crueldad, El sacrificio de un ciervo sagrado de Yorgos Lanthimos­– que recuerdan la ausencia de Dios ­–o la sustitución de su figura por la del cineasta laureado–, subrayan una tensión de control sobre el relato que me exaspera. Ese interés por anclar iconográficamente el estado depresivo, por hacer legible lo ilegible, lo que debería estar enmarañado, presente en cada plano y cada movimiento de cámara ­–como en ciertas películas de Akerman o de Tsai Ming-Laing­–, me lleva a rechazar la apuesta por la honestidad. Ni siquiera la destrucción total del mundo parece angustiar demasiado, pues no es más que la expresión de un yo interno, la materialización de un deseo egoísta infame. Nada que ver con cómo Abel Ferrara retrataba el vacío colectivo que puede producir una situación análoga en 4:44 Last Day on Earth. Es una película vacía de sentimiento, quizá porque juzga que ese es el estado absoluto del depresivo. Al final de Melancolía hay un cierto contacto humano, un abrazo. Se trata, no obstante, de un cariño que rezuma falsedad. Es como si von Trier se encargara de dotar de superioridad moral al personaje de Justine, que, privilegiada epistémicamente, reacciona cual estoica al fin del mundo.

4:44 Last Day on Earth (Abel Ferrara, 2011)

Siempre hemos necesitado de un cine triste, uno que acompañe y eleve nuestra soledad. Pero no estoy seguro de que la desmovilización afectiva que propone von Trier en Melancolía sea el camino. No porque se asemeje más o menos a otras experiencias de la depresión, sino por su fuerza icónica. Las imágenes son peligrosas allí donde se presentan con seguridad pasmosa. Siempre hay que desconfiar de un cine que peca de descriptivo, y más si lo que se quiere representar ­–de forma nada opaca, sino literal­– es una afección, un estado, una enfermedad, que no se deja aislar visualmente. No hay representación posible para los agujeros en la subjetividad que causa la depresión. Acaso algunas secuencias, afinidades personales, relacionadas siempre con momentos de nuestra biografía, nos ayuden a leer mejor ese estado de anulación absoluta. En mi caso lo tengo bastante claro: aquella escena de Le diable, probablement que marca el último viaje en metro de Charles antes de su suicidio. Los compases del metro de París, con esas puertas que siempre se abren antes de tiempo, y el titubeo del ‘verdugo’ de Charles. Bresson convierte una secuencia anodina en toda una evocación del sentido de la imagen-movimiento: no sabemos si se mueve él o lo mueve el metro, si se acerca resignado a la puerta o si se está dejando llevar; no sabemos si se mueve él o lo mueve el mundo. Tratándose de una película sobre a falta de conexión con el mundo, sobre el vitalismo y la desesperanza, sobre la tentación de saltar al vacío, la secuencia cobra un carácter epifánico.

Le diable, probablement (Robert Bresson, 1977)

O aquel momento de Spring Breakers en el que suena Everytime y el tiempo se congela. O el último plano de No home movie, tan sencillo, tan cansado. O ese poema de Anne Sexton que habla de sus intentos de suicidio. La complicidad de los murciélagos.

New York City will not mind.
At night the bats will beat on the trees,
knowing it all,
seeing what they sensed all day.

No home movie (Chantal Akerman, 2015)
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