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A veces me sorprendo desconfiando del tiempo perdido, sobre todo si es viernes por la tarde. Cansado y nervioso en el sofá, no alcanzo a concentrarme en la lectura, y la tentación de consumir alguna serie tonta en la tele me hace sentir inútil. Empiezo entonces a dar vueltas por el salón, o a limpiar compulsivamente algo. Solo una acción en movimiento como esa, acompañada de la radio —casi nunca de música— apacigua mi ánimo. Al menos durante un tiempo. Al menos hasta que el trapo empieza a dar muestras de ineficacia, o hasta que aparece una mancha imposible en algún azulejo, o una pelusa de esas que avergüenzan en alguna esquina, y tengo que detenerme y, con la frente sudada, vuelvo al sofá.
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«todas y cada una de las tardes de mi infancia las pasé haciendo cola con algún amigo o amiga para jugar a las videoconsolas de exposición, o, más adelante, para escuchar discos gratis o mirar pósteres para el dormitorio. Demasiados objetos reproductores de memoria como para esforzarme en eludir un apego infantil, adolescente y, me imagino, inofensivo. Por aquella época esas galerías comerciales actuaban todavía como un lugar decididamente reconocible, permanentemente en el tiempo y perfectamente replicable en el espacio –todas las capitales de provincia tenían unas y todas exactamente iguales–, que se me representaba ahora, después de todos estos años, como el único enclave verdaderamente imperturbable que ha existido en todo el territorio nacional»[1]
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La mejor definición de nostalgia es también la palabra más adecuada para referirse a la noción de individuo: una tentación.
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Echo de menos las tardes de viernes de mi infancia. Antes de que el cine se convirtiera en algo rutinario en mi vida, las películas estaban relegadas a ese espacio. Ninguna película nunca agotaba el viernes, es más: lo completaba, era el culmen de un deseo latente, proyectado en progresión desde el inicio de la semana. Y daba igual cómo discurrieran entonces el sábado y el domingo porque, desde la película, todo estaba de más, todo se completaba en la reelaboración de la experiencia del cine. Cada semana reiniciaba ese deseo, cada vez con mayor ansia de repetición. No fui consciente nunca de su caducidad o finitud.
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La cinefilia, como todo acto consumista, va minando la capacidad de satisfacción. El único goce posible es entonces el del límite y la acumulación.
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¿Cómo posiciona uno el cuerpo para rememorar los placeres y virtudes de la infancia? ¿Qué postura escogemos para satisfacernos con el recuerdo feliz?
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No se trata de volver a disfrutar. El placer de la representación sustituye y favorece.
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Cinefilia: goce de un proceso de individuación forzosa; elogio del orden.
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Entre otras muchas funciones, la representación es capaz de convocar en el sujeto sensaciones pasadas, calmando así su ansía compulsiva de repetición. Usualmente actúa sobre formas afectivas por todos reconocibles, pero absolutamente privadas, como el primer beso, el primer viaje solo, la primera mudanza. Una coartada para atajar lo irrepetible que lubrica el aparato nostálgico.
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En la estrategia acumulativa cinéfila, el recuerdo de las imágenes proyectadas va achicando la viveza de ciertos recuerdos físicos, y la melancolía acaba por nublarlo todo.
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Me aconsejaron llevar un diario. No como ejercicio de estilo, ni como complemento al texto publicado, sino como práctica de terapia proyectiva, con el fin de prevenir la ramificación exagerada que prosigue a todo arrebato nostálgico. Un diario como muro de contención, pura escritura destilada de tiempo. Me aconsejaron, en fin, dar forma yo mismo a los recuerdos antes de que estos siquiera pudieran existir como imagen. Extender, con el diario, un presente perpetuo. Desvencijar el tiempo para abolir la nostalgia. Todavía no sé si se trata de un buen consejo.
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[1] Luis López Carrasco, El desierto blanco. Anagrama, 2023, pp. 23-24.
Todas las fotos fueron tomadas en Disneyland Paris el 13 de noviembre de 2023.