En un momento de Los destrozos, la última y genial novela de Bret Easton Ellis, el personaje principal, Bret, va al cine:
El cine estaba menos atestado de lo que esperaba, pero solo eran las nueve y cuarenta y acabaría llenándose, pensé mientras me sentaba y me quedaba mirando los inmensos cortinajes que formaban el telón sobre la pantalla de setenta milímetros. Ahora que lo escribo, no me puedo creer que estuviese veinte minutos sin hacer nada, simplemente allí sentado, pensando en cosas, en Thom y Susan, esperando sin un móvil que mirar, esperando sin nada que me distrajese. En lugar de eso, contemplé la sala, mi favorita de Westwood y la más grande, cuatrocientas butacas; conformaba un vasto mundo en sí mismo en el que encontraba refugio y era uno de los pocos sitios donde era consciente de que podía salvarme, porque las películas eran una religión en aquel momento, podían cambiarte, alterar tu percepción, podías levantarte hacia la pantalla y compartir un momento de trascendencia, todas las desilusiones y temores se borraban durante unas horas en aquella iglesia: las películas actuaban en mí como una droga. Pero también tenían que ver con el control: eras un voyeur sentado en la oscuridad observando cosas secretas, porque eso eran las películas, escenas que no deberías estar viendo y que nadie en la pantalla sabía que estabas viendo.
Los destrozos narra, desde un presente indeterminado, una serie de eventos sucedidos a finales de los años 80. Por esa razón, el narrador se permite introducir breves comentarios que subrayan la asincronía entre la experiencia presente y la pasada de algunos fenómenos sociales, como la observación sobre los móviles y la distracción. La escena citada se desarrolla más tarde no con una descripción de la experiencia del espectador, como cabría esperar, porque esta se ve impedida por la brutal aparición de un chico que encuentra su butaca segundos antes de que se apaguen las luces y de quien el narrador se quedará prendado. Bret Ellis, a diferencia de otros narradores pedestres, no vincula férreamente deseo y tinieblas, sino que centra su atención en el preludio a la oscuridad, esos instantes durante los cuales todo es posible.
El pasaje de Ellis rima a la perfección con algunas de las tesis que defiende Vicente Monroy en su nuevo libro, Breve historia de la oscuridad (Anagrama). Al igual que Ellis, Monroy despeja toda aproximación ingenua a la oscuridad al entender, con Pasolini, la luz como una constante de la modernidad. No obsante, en esa modernidad cada vez más iluminada, que se fundamenta en la aniquilación o colonización de lo otro como lo oscuro, hubo un espacio paradójico para la oscuridad: el cine, como evento también fundamentalmente moderno, necesitó de ella para alcanzar el estatus de «milagro» que muchos cinéfilos describen. El cuaderno de Vicente Monroy podría inscribirse en la trayectoria que señala la irregular etiqueta «antropología del cine», marcada por dos grandes libros que practican un tipo de escritura inusual, transitando con soltura entre los (medidos) arrebatos cinéfilos y la erudición histórica: El hombre ordinario del cine (Schéfer) y El cine o el hombre imaginario (Morin).

Como los libros de Morin y Schéfer, el ensayo de Vicente Monroy supone un desafío a la teoría de la imagen, porque demuestra que esta puede desarrollarse de forma anicónica, que las ideas bien pueden no ser el jugo que se exprime analíticamente de las imágenes, señalando algo que olvidan casi siempre los teóricos: que el cine es una experiencia social y como tal puede ser pensado. Así, en el capítulo «¡Luz, más luz!», se pasa de una microgenealogía de la arquitectura de cristal a un alegato de las salas de cine como espacios de «promiscuidad potencial», de proyección (o realización física) del deseo, sobre todo de aquel deseo marcado históricamente por los estigmas de la perversión y la marginalidad: el homosexual. La oscuridad cataliza la potencia sexual, la intervención de la luz limpia, endurece y satura la experiencia del espectador, generando en él impulsos anticipatorios.Y la oscuridad, como condición del desarrollo del cine, está desapareciendo. El propósito de Monroy es pensar ese cambio de paradigma sin abrazar ni la nostalgia petulante ni la confianza ciega y reparadora en un futuro tecnológico incierto, el gran error de ciertos pensadores de la última década.
El libro aprovecha la potencia semántica de los conceptos «luz» y «oscuridad» para situarse en un entre-las-imágenes que, lejos de la abstracción filosófica, permite librar a las ideas de su camino preestablecido. Así, la sentencia «el cine sufre las consecuencias de un exceso de luz» puede hablar de los engorros de la visualización doméstica, desde esas bombillas LED que se sincronizan con la reproducción de Netflix y expanden lumínicamente los colores de la pantalla hasta propio brillo de los televisores, pero también al estado actual de las imágenes cinematográficas: sobrecargadas de sentido, de contrastes pictóricos y políticos. A esto último responden las películas del MCU, pero también La sustancia o el Nosferatu de Eggers, películas en las que el ritmo reproduce la intensidad constante de otras experiencias sensitivas fundamentadas en lo que Emmanuel Alloa e Yves Citton llaman «la tiranía de la transparencia»: el show cooking, las retransmisiones gritonas de Twich o los resúmenes de un partido de fútbol. La grandeza del libro es que la brevedad impuesta del formato no conduce a un esquematismo, que el discurso vence al resumen, y cada idea es lanzada con afán edificante, sin necesidad de elaborar una síntesis compleja, sin someter a las ideas a la tiranía estructural. Un modelo de pensamiento que recuerda al de Jean-Luc Godard. La frase «el futuro del cine, o al menos gran parte de él, ocurrirá a plena luz del día» bien podría ser suya.
